Un misterio ártico al descubierto
EN 1845 SIR JOHN FRANKLIN Y SU TRIPULACIÓN ZARPARON CON LA MISIÓN DE CARTOGRAFIAR EL PASO DEL NOROESTE. Y DESAPARECIERON.
En 1845 la expedición Franklin zarpó con la misión de cartografiar el paso del Noroeste. El explorador y oficial de la Marina Real británica partió con 133 hombres y dos buques dotados con equipamiento especial para la navegación polar. Pero desaparecieron todos.
DURANTE SIGLOS, el paso del Noroeste se antojó apenas un espejismo. En 1497 y 1498 el navegante navegante italiano Giovanni Caboto adentró sus naves en lo desconocido para descubrirlo, pero fracasó. Martin Frobisher, Henry Hudson y James Cook exploraron las gélidas aguas septentrionales en su busca, pero también fue en vano. En mayo de 1845 un reputado explorador y oficial de la Marina Real británica, sir John Franklin, hizo suya la misión de hallar una conexión entre los océanos Atlántico y Pacífico a través de aguas árticas. Con órdenes del Almirantazgo británico, Franklin y una tripulación de 133 marineros zarparon desde el Támesis en dos enormes buques, el H.M.S. Erebus y el H.M.S. Terror, dotados uno y otro de equipamiento especial para la navegación polar. Se iniciaba así el que sería el peor desastre de la exploración ártica.
Sobre el papel, la expedición parecía tenerlo todo a su favor. La tripulación era joven, aguerrida, curtida. Las naves, revestidas de hierro, contaban con la tecnología más avanzada de la época victoriana, desde motores de vapor hasta agua caliente, pasando por uno de los primeros daguerrotipos. Los buques llevaban a bordo víveres para más de tres años, así como dos organillos, unos 2.900 libros, dos perros y un mono.
Pero aquellos microuniversos flotantes no tenían nada que hacer contra las aguas congeladas del Ártico. Siguiendo órdenes del Almirantazgo, se dirigieron a uno de los confines más traicioneros del lejano norte, y en septiembre de 1846 ambas naves se hallaban atrapadas en el hielo marino al noroeste de la isla del Rey Guillermo. En aquel bloqueo soportaron un despiadado frío polar durante año y medio, si no más.
En abril de 1848, 24 hombres habían muerto, entre ellos el propio Franklin. Los demás habían abandonado los barcos. En una sucinta declaración dejada entre las piedras de un mojón de la isla del Rey Guillermo, el nuevo comandante de la expedición, Francis Crozier, consignaba que varios tripulantes y él mismo pretendían llegar a pie al río Back, quizás en busca de una caza mejor, o tal vez con la esperanza de alcanzar un puesto de comercio de pieles a más de 1.000 kilómetros de distancia. Fue la última comunicación conocida de Crozier con el mundo exterior.
En los años posteriores a la expedición se peinaron las costas de la región con la esperanza de localizar supervivientes o, cuando toda esperanza esperanza estuvo perdida, pistas sobre el destino final de los expedicionarios. Se encontraron campamentos abandonados, huesos humanos y cientos de
recuerdos, desde fragmentos de camisas de algodón hasta cucharillas de plata. Los cazadores inuit referían haber visto a hombres famélicos arrastrando pesados trineos por el hielo y, más tarde, haber hallado pruebas de canibalismo. La opinión pública británica se mostró reacia a dar por buenos aquellos testimonios, y los últimos días de la expedición de Franklin siguieron siendo objeto de una fascinación y mitificación imperecederas.
Entonces, en 2014, apareció el Erebus en una zona relativamente somera al sur de la isla del Rey Guillermo, casi en el punto exacto donde lo habían situado los testimonios de los inuit. Dos años después se localizó el Terror en el fondo de una gran bahía después de que Sammy Kogvik, un inuk de los Rangers canadienses, condujera a un equipo de investigadores al lugar. El Terror se ha conservado tan bien, dice Ryan Harris, arqueólogo de Parques de Canadá, que parece un barco fantasma: «Es fascinante imaginar lo que podría contener».
Un segundo equipo de investigación, bajo los auspicios de las autoridades del territorio canadiense de Nunavut, está estudiando otras pistas halladas en tierra firme. Dirigidos por Douglas Stenton, arqueólogo de la Universidad de Waterloo en Ontario, estos científicos están cartografiando los lugares en los que los miembros del equipo de Franklin montaron tiendas, comieron y se cobijaron bajo mantas y pieles de oso. Examinando esas ubicaciones y analizando los restos humanos y piezas arqueológicas recuperados en ellas, Stenton y sus colegas confían en arrojar nueva luz sobre el trágico final de la expedición.
UN DÍA FRÍO Y VENTOSO en la aldea ártica de Gjoa Haven, Kogvik recuerda la alegría que sintió al ver aparecer el Terror en el monitor del sónar. Como la mayoría de los inuit de la región, Kogvik había oído historias sobre la expedición perdida. Y un buen día protagonizó la suya propia. Salió a pescar con un amigo en la costa oeste de la isla del Rey Guillermo y vislumbró un gran poste de madera asomando del agua. Le pareció que podría ser un mástil, así que en septiembre de 2016 guio hasta la zona a un equipo de la Fundación de Investigación Ártica, una organización canadiense sin ánimo de lucro. Tras varias horas escudriñando el fondo marino con un sónar de barrido lateral, localizaron el Terror a unos 25 metros de profundidad. «Estábamos todos eufóricos», recuerda Kogvik.
Los arqueólogos de Parques de Canadá tienen previsto excavar las dos naves, pero dan prioridad al Erebus. Las duras condiciones del Ártico empiezan a ponerlo en peligro. El hielo marino ha raspado la popa y aplastado la zona del camarote de Franklin, cuyo contenido ha acabado enterrado o desperdigado.
Todavía más hipnótico es el estado de conservación del Terror. La cubierta superior yace bajo una gruesa capa de sedimentos, pero el timón, su rueda y las bordas están intactos. Portillos y escotillas, indemnes en casi todos los casos, aún sellan el contenido de los camarotes.
Los arqueólogos confían en que el estudio y la excavación de los dos pecios, que podrían durar varios años, diriman de una vez por todas una vieja controversia. Los historiadores han dado por hecho que la mayoría de los hombres de Franklin murieron en 1848 en su temerario intento de alcanzar el río Back. Pero en la década de 1980 David Woodman, marino retirado e historiógrafo radicado en Port Coquitlam, en la Columbia Británica, analizó los relatos de varios testigos inuit. Según esos testimonios, fueron pocos los hombres de Franklin que perecieron en la caminata. En realidad la mayoría regresó a los barcos después de que Crozier dejase el escrito y logró continuar la navegación hacia el sur. Cuando los barcos se hundieron definitivamente, los náufragos sobrevivieron con las provisiones que rescataron y alguna que otra pieza de caza, hasta que a principios de la década de 1850 murió el último tripulante.
Sin embargo, en los relatos de esa treintena de testigos inuit abundan las ambigüedades y las
contradicciones, en parte por las dificultades que entraña su traducción. Por eso el equipo de Parques de Canadá confía en recuperar de los pecios registros escritos –cuadernos de bitácora o diarios privados– que ayuden a comprender qué se torció en aquella expedición.
EN GRAN BRETAÑA, las familias de los hombres muertos nunca llegaron a saber qué había sido de sus hijos y esposos, y la incógnita pervive en la memoria de muchos de sus actuales descendientes. Es posible que pronto alcancen cierto alivio. Stenton y su equipo tomaron muestras de material óseo y las enviaron a la Universidad de Lakehead en Ontario, cuyos genetistas lograron extraer ADN de los restos de 26 tripulantes. Ahora mismo Stenton está recopilando muestras de ADN de descendientes vivos. Comparando los perfiles genéticos históricos y actuales, él y sus colegas esperan dar nombre y apellidos a algunos de esos restos.
Por primera vez en más de un siglo hay esperanzas fundadas de poder narrar la historia de la expedición perdida. Ese optimismo está inyectando vida a Gjoa Haven, donde los jóvenes inuit encuentran empleo en la vigilancia y protección contra el saqueo de los pecios de Franklin. Y las autoridades proyectan ampliar el museo local, para que en el futuro pueda albergar y exponer lo que se ha recuperado de las legendarias naves de Franklin. «Ya están llegando turistas», dice Kogvik con orgullo. Y, seducidos por las maravillas glaciales del paso del Noroeste y la famosa historia de Franklin y sus hombres, «el año que viene vendrán más».