A solas con el lobo ártico
EN 30 HORAS CON UNA MANADA DE LOBOS ÁRTICOS, NUESTRO AUTOR APRENDIÓ A APRECIAR DE OTRA FORMA A ESTOS DEPREDADORES DE LA TUNDRA.
Tras pasar más de 30 horas en el corazón del Ártico canadiense con una manada de lobos árticos, el autor Neil Shea ofrece una nueva mirada sobre estos depredadores de la tundra, cuyo aislamiento los ha protegido del ser humano.
BBAJOBBAJO LA LUZ AZULADA DE UNA MADRUGADA ártica, siete lobos correteaban sobre una laguna helada, gañendo y gimiendo mientras perseguían un trozo de hielo del tamaño de un disco de hockey. ¶ A esa hora la laguna brillaba opalescente, un espejo del universo, y los lobos parecían de otro mundo en su felicidad. Corriendo de una orilla a otra, cuatro lobeznos perseguían atropelladamente el disco, y tres lobos de más edad les daban empellones para lanzarlos a la hierba congelada de la ribera. En mi cuaderno de notas, con una caligrafía apenas legible por la tiritera, apunté una palabra: «bobalicones». ¶ El lobo de mayor tamaño, un macho de un año de vida, era un grandullón de unos 30 kilos. El más menudo, una hembra, la enclenque de la camada de aquel año, abultaba poco más que un cojín y tenía los ojos orlados de negro. Una pareja de cuervos cruzó el cielo; salvo sus graznidos, nada se oía en la tundra como no fuesen las voces de los lobos y el chasquido de sus uñas sobre el hielo. Por fin el disco de hielo fue a parar a la hierba y el lobezno más grande se abalanzó sobre él y lo deshizo a dentelladas.
Los demás lo observaron inmóviles, con la cabeza ladeada. Como asombrados por el arrebato. arrebato. Entonces, uno por uno, se giraron y me miraron.
Cuesta describir la sensación: el instante en que un grupo de depredadores te localiza, te clava la mirada y te traspasa con ella mientras tu corazón late con fuerza. Los humanos no solemos ser objeto de esa evaluación, aunque mi cuerpo pareció reconocerla muy por debajo del pensamiento racional. Volví a temblar, esta vez no por el frío. Por juguetones que se hubiesen mostrado unos minutos antes, aquella era una jauría de lobos salvajes. Su pelaje blanco mostraba las manchas oscuras de la carnicería. Los despojos de los que habían estado comiendo, restos de un buey almizclero infinitamente más grande que yo, yacían en las inmediaciones con la caja torácica al aire, los huesos abiertos cual abanico recortado contra el cielo. Los lobos me observaron en silencio, pero en realidad hablaban entre sí con cada mínimo movimiento de las orejas, con la posición
de la cola. Estaban tomando decisiones. Y, al cabo de unos momentos, decidieron acercarse.
PROBABLEMENTEPROBABLEMENTE NO HAYA EN la Tierra otro lugar donde pudiera haber ocurrido este episodio. Por ese motivo fui a la Tierra de Ellesmere, una isla en el alto Ártico canadiense, junto con el equipo de rodaje de un documental. El paisaje es tan remoto, y en invierno hace tanto frío, que los humanos no solemos visitarlo.