De África a España
CADA AÑO LLEGAN A EUROPA DECENAS DE MILES DE AFRICANOS EN BUSCA DE EMPLEO. MUCHOS TERMINAN CAMBIANDO UNAS PENURIAS POR OTRAS.
Cada año llegan a España decenas de miles de migrantes africanos empujados por la necesidad de huir de la guerra o de la precariedad en sus países de origen. Las suyas son historias de dolor, tenacidad, desilusión y esperanza.
CUANDOCUANDO YOUSSOUF CAMINA por la localidad onubense de Lepe, donde por el momento vive en un matadero abandonado, saluda al pasar a los otros africanos que reconoce: senegaleses, nigerianos, burkineses y marfileños. Habla el francés con fluidez y ha aprendido bastante español, pero con sus compatriotas malienses habla en bambara, una lengua que exige cortesías más elaboradas. ¿Qué tal la familia lejana? Muy bien, muy bien. ¿Y la familia directa? También muy bien. ¿Y tu mujer? Muy bien. ¶ A Youssouf le gusta salir a la calle con un sombrero de ala estrecha y gafas de sol. Siempre lleva la ropa y el calzado limpios; tiene agua caliente en el matadero, donde los cooperantes han improvisado un albergue para migrantes entre los cubículos de hormigón. Youssouf colabora manteniendo el orden. Por esto, y porque sabe lo que es que un hombre luchador y con ambición se enfrente cada mañana a la vergüenza –lo que explica que un buen hijo o marido o amigo cuele mentira tras mentira a sus seres queridos cuando los llama por teléfono desde otro continente–, Youssouf
hace un esfuerzo por hacer compañía a los recién llegados en las salas comunes, simplemente para que no estén solos.
El de hoy era un maliense llamado Lassara. Tenía una expresión melancólica y estaba sentado a una mesa en la cocina improvisada, alternando entre mirar el móvil fijamente y dejar caer la cabeza sobre los brazos. «Aquí todavía no ha empezado la campaña de recolección –dijo Youssouf–, así que no tiene trabajo».
Lassara llegó a España hace ocho meses. Youssouf, que lleva aquí 14 años, dice que Lepe es un lugar de paso, una encrucijada. Quiere decir que es, al mismo tiempo, una escala y un embrollo de caminos alternativos. Las fuerzas que modelan la actual migración planetaria convierten en encrucijadas lugares que hace solo unas décadas nadie habría imaginado como tales, y en esta sencilla población agrícola de Andalucía, Youssouf se pregunta cuántas veces habrá oído a jóvenes como Lassara relatar biografías que son idénticas a la suya: la decisión de partir después de oír hablar a los vecinos de sus envidiables parientes lejanos, que viven estupendamente y envían dinero desde lejos. La convicción de que, aun infringiendo la legislación migratoria –pagando mil euros (o más) para ser transportado subrepticiamente de país en país rumbo al norte, y sobreviviendo por la gracia de Dios o de Alá a la ilícita travesía en patera desde Marruecos a España–, un migrante que trabaje duro en la agricultura española acabará obteniendo de algún modo un permiso de trabajo, colocándose en un empleo estable y cogiendo un avión de vez en cuando para ir de visita a su país como es debido y abrazar a los familiares cuyo bienestar lo animó a partir.
Lassara levantó la cabeza, dijo algo en bambara y Youssouf lo tradujo al español: «Nadie cuenta cómo es de verdad». En casa, ningún migrante africano cuenta cómo es en realidad su vida en España.
Youssouf contempló cómo el maliense enterraba de nuevo el rostro entre los brazos y asintió.
SU FAMILIA EN MALI NO SABE QUE PASÓ UNA DÉCADA durmiendo en chabolas, NI QUE SU VIDA EN ESPAÑA HA SIDO TAN DURA. «No pensamos contar nada A LOS NUESTROS. TODO ESTO ES UN SECRETO».
Casi 60.000 personas se atrevieron a cruzar el Mediterráneo el año pasado, pretendiendo llegar al norte siguiendo unas rutas trazadas por rumores y traficantes. Pero en las encrucijadas de todo el mundo los migrantes entablan el mismo diálogo, trocando esperanza, desilusión, tenacidad, dolor. Youssouf tiene una hija adolescente que no abraza desde que era una bebé y un hijo que solo ha visto en fotos: su mujer estaba embarazada cuando él salió de la capital de Mali, Bamako. Ninguno de los tres sabe que duerme en un antiguo matadero. Tampoco saben nada de la década que pasó durmiendo en chabolas levantadas por los propios migrantes con plásticos y maderas. Por eso pide que no se publique su apellido. «Cada uno tiene sus secretos», dijo. Youssouf señaló hacia cuanto lo rodeaba: el sofá baqueteado; el asfalto resquebrajado del exterior, con hierbas entre las grietas; el camposanto de más arriba, donde 2.000 metros cuadrados anejos a las sepulturas albergan tantas chabolas que cuando los leperos hablan de «el cementerio», se refieren al arrabal de los migrantes. «Mire todo esto –dijo Youssouf–. No pensamos contar nada de esto a los nuestros. Todo esto es un secreto».
ESTOY BIEN. Que mamá no se preocupe. ¿Cuántos migrantes habrán tomado la decisión de partir, a lo largo de los siglos, incitados en parte por una mentira piadosa? ¿Y cuánto más eficiente es su propagación en el siglo xxi, cuando la información tranquilizadora se comparte por teléfono móvil? Hace unos años, economistas del Banco Mundial calcularon que los hogares más pobres del planeta tenían más probabilidades de tener acceso a un teléfono móvil que a un retrete. Las chabolas de Lepe se amueblan con objetos recogidos de la basura o donados, pero casi todos sus ocupantes tienen móvil. Algunos de esos teléfonos tienen cámara, y en los selfis enviados a casa abundan los fondos atractivos: el descapotable que un desconocido aparcó en la calle, el televisor de un bar, la cocina de un conocido que ha conseguido alquilar una habitación en el pueblo…
Lepe no siempre ha sido una encrucijada migratoria. Está ubicado en una media luna costera del sur de España que en las últimas décadas se ha transformado en un ubérrimo cinturón agrícola multiestacional gracias al riego intensivo y los invernaderos. Los frutos rojos y los cítricos de Lepe se despachan a toda Europa. Cuando las explotaciones estaban ampliándose y sus propietarios dejaron de encontrar españoles dispuestos a aceptar los salarios y los horarios del campo, buscaron mano de obra extranjera, trabajadores de Marruecos y Europa del Este al principio, algunos contratados por intermediarios que proporcionaban la documentación pertinente como parte del trato, otros llegados ilegalmente para agenciarse un trabajo por su cuenta. Llegaron cientos de migrantes de ambos sexos; los productores de frutos rojos preferían las manos femeninas, más delicadas. Los tenderos colgaron carteles en polaco, rumano, árabe. Los carniceros empezaron a trabajar carne halal.
Y la noticia corrió y corrió: allí había una oportunidad. ¿Oportunidad de qué? «De buscar… De buscarme la vida –dijo Youssouf, haciendo una pausa para elegir bien las palabras–. Me habían hablado de muchos que estaban en España. Que era fácil llegar. Que vivían mejor que nosotros».
De hecho, al principio supuso que encontraría esa nueva vida en Francia: un africano francófono parte hacia Europa dando por hecho que pasará un tiempo en el sur de España, recuperándose y reuniendo dinero para proseguir hacia el norte. Luego surgen cosas, una campaña de recolección lleva a otra, un patrón falaz promete unos papeles que no llegan, los pisos en alquiler son caros y los caseros miran mal al extranjero de piel oscura que quiere meter muchos compatriotas para minimizar gastos y que todos puedan seguir enviando dinero a casa.
Cuando se puso el sombrero y las gafas de sol una tarde del otoño pasado, Youssouf seguía siendo un peón sin permiso de trabajo ni de residencia, ese documento que le permitiría seguir cruzando fronteras ya de manera legal. «Con las maletas a cuestas», dijo. Esa era la vida de migrante migrante que encontró.
Pero mira, dijo, caminando ligero hacia el centro del pueblo: duerme bajo techo. El trabajo en