España lo hizo posible
Corría la primavera de 1969 cuando la NASA me captó con 23 tiernos años, y mi debut fue precisamente el Apolo 11, del que celebramos ahora su 50 cumpleaños. La NASA y el organismo español ad hoc INTA me ubicaron en la Estación de Seguimiento Espacial de Fresnedillas (bautizada por la NASA «Madrid Apolo»), construida ex profeso para el ambicioso programa de llevar hombres a la Luna (y traerlos sanos y salvos a la Tierra, «Kennedy dixit»). Eran años excitantes en que el ser humano comenzaba a rasgar el velo del espacio, dejándose la piel y la vida en ello. La NASA, en aras de salvaguardar al máximo la vida de sus astronautas, exigió como prioridad absoluta mantener un férreo control de la nave y de su tripulación segundo a segundo, desde los centros de seguimiento y control terrestres como los de Fresnedillas y Robledo (ambos en Madrid), durante toda su permanencia en el espacio.
Sus constantes vitales, su voz y su imagen, y los cientos de señales que informaban del estado del cohete Saturn V y de las dos naves Columbia e Eagle, en las que harían el viaje de ocho días de duración, demandarían una vigilancia exhaustiva por parte del personal especializado en la Tierra. Así nació la Red de Vuelos Espaciales Tripulados (MSFN), que abarcó toda la esfericidad del planeta con tres grandes centros de control provistos de enormes antenas parabólicas de 26 metros de diámetro: Goldstone (EE. UU.), Honeysuckle Creek (Australia) y Fresnedillas/Robledo (España), separados entre sí unos 120° de longitud geográfica, cubriendo así los 360° de la esfera terrestre. Se sumaron además 11 estaciones auxiliares, entre ellas la de Maspalomas (Gran Canaria), cuatro grandes barcos de seguimiento y ocho aviones adaptados ARIA. Aquel enorme entramado fue bautizado como «El Enlace Vital», y demostró cumplidamente serlo al llevar a 12 peatones hasta nuestro satélite.
De los vuelos a baja altura antes de alcanzar la órbita terrestre se responsabilizó de forma muy destacada nuestra estación canaria de Maspalomas, elegida por la NASA por su situación geográfica, y tuvo un protagonismo excepcional en esta fase crítica en todas las misiones Apolo, como antes lo había hecho con los vuelos Mercury y Gemini. A partir de ese momento entraba en lid Fresnedillas, con Robledo cubriéndole las espaldas como medida de seguridad, un tándem que funcionó a la perfección durante las restantes misiones Apolo.
El éxito sin parangón del Apolo 11 el 20 de julio de 1969 forzó el rumbo de la URSS a otros derroteros espaciales muy alejados de nuestro satélite. La vieja Selene ya tenía su conquistador, y no era soviético.
Tras la canícula de 1969 me esperaban cuatro décadas de vida profesional, siempre bajo los dictámenes de INTA-NASA, que nos fue alimentando con otros vuelos tripulados que demandaron esfuerzo, eficacia, empeño y, desde luego, ilusión: Skylab, Apolo-Soyuz, Space Shuttle y un sinfín de proyectos con sondas y satélites que nos irían desvelando los secretos de nuestros vecinos del sistema solar. Pero esa es otra historia.