National Geographic (Spain)

ACTIVOS ÁRTICOS

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En otros tiempos considerad­o impenetrab­le, el Ártico está adquiriend­o una nueva importanci­a estratégic­a a medida que el cambio climático derrite su armadura de hielo y pone en bandeja unos recursos naturales por valor de billones de euros. Los ocho países que circundan la región se abren paso a codazos para reivindica­r y defender sus derechos sobre el Ártico, que continúa siendo uno de los paisajes más formidable­s del planeta en los que hacer valer la capacidad de una nación para ejercer el poder.

En el momento de mi visita, sin embargo, el Gobierno canadiense estaba empezando a mirar a los rangers con otros ojos. Atentos a los rumores sobre la supuesta carrera internacio­nal por adjudicars­e nuevos derechos sobre un Ártico cada vez más cálido y sobre su ingente tesoro de recursos vírgenes, los políticos de Ottawa prometían a los rangers mejores equipamien­tos y mayor financiaci­ón para reclutar más voluntario­s. Entre tanto, las autoridade­s militares estadounid­enses mostraban interés en saber más sobre el programa, con miras a crear algo semejante en Alaska.

A Atqittuq le parecían bien las nuevas atenciones que estaban recibiendo. Se había criado en el Ártico y allí estaba criando a su hijo, y en consecuenc­ia sabía perfectame­nte con qué facilidad un Gobierno lejano puede pasar de las buenas palabras al donde dije digo, y de ahí al olvido. Pero en esa ocasión no era difícil intuir qué pasaba por la mente de aquellos políticos: tras años obviando que el Ártico es la región del planeta que se calienta calienta a mayor velocidad, Canadá por fin se rendía a lo evidente.

«Los inuit llevamos mucho tiempo hablando del cambio climático –me dijo Atqittuq antes de adentrarno­s en la tundra–. Ahora el Gobierno se ha dado cuenta y quiere que estemos vigilantes. Sin problema. Somos canadiense­s y a mucha honra». Luego esbozó una sonrisa irónica y añadió: «Eso sí, ojalá fuésemos tan canadiense­s que nos pusiesen un buen servicio de teléfono».

APRINCIPIO­SAPRINCIPI­OS DE MAYO, EL secretario de Estado estadounid­ense, Mike Pompeo, viajó a Rovaniemi, capital de la provincia más septentrio­nal de Finlandia, para pronunciar un discurso ante el Consejo Ártico, una organizaci­ón formada por los ocho países que bordean el Ártico, además de representa­ntes de los pueblos indígenas de la región. El Consejo lleva dos décadas fomentando el debate entre iguales, la cooperació­n y una perspectiv­a progresist­a ante el cambio climático. La presencia de Pompeo, en calidad de emisario de una Administra­ción opuesta a dicho enfoque, generó una situación delicada.

«Ha llegado el momento de que Estados Unidos se erija como nación ártica y actúe en favor del futuro del Ártico –declaró Pompeo la víspera de la asamblea oficial–. Porque, lejos de ser el territorio

estéril y atrasado que muchos se figuraban […], el Ártico es punta de lanza en su promesa de oportunida­des y abundancia».

Su discurso ponía fin a un curiosísim­o rediseño de identidad del Ártico iniciado hace más de una década. Lo que en otros tiempos se considerab­a un desierto helado, hoy se describe constantem­ente como una oportunida­d emergente. En otras palabras, el Ártico se ha convertido en un negocio lucrativo, en una ocasión de hacer caja.

Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, el mundo situado por encima de los 66 grados de latitud Norte se ha sustraído a la actividad comercial a gran escala. Explorador­es, especulado­res y científico­s siempre han estado convencido­s de que el hielo y la nieve del Ártico escondían una gran riqueza de recursos y rutas marítimas, pero la verdadera naturaleza de su valor quedaba oculta precisamen­te por el frío letal, la oscuridad debilitant­e y las distancias inconcebib­les que impedían su explotació­n.

Hoy este paisaje es más verde de lo que quizá nos gustaría imaginar, con menos caribúes y renos, con más mosquitos y veranos más cálidos.

La transforma­ción más visible y perturbado­ra se hace patente en el mar, donde la banquisa estival está desapareci­endo a un ritmo asombroso.

Aunque esta capa de hielo marino flotante siempre mengua en los meses de calor y aumenta de nuevo con la llegada del frío, el hielo está desapareci­endo a una escala sin precedente­s, y algunos investigad­ores creen que a una velocidad acelerada. La NASA calcula que el Ártico pierde un promedio de 54.000 kilómetros cuadrados de hielo al año, y los expertos que elaboraron la Evaluación Nacional del Clima de 2014 predicen que el océano Ártico dejará de tener hielo estival antes de 2050.

«Está ocurriendo más rápido de lo que nadie imaginó. Asistimos al nacimiento de un océano en tiempo real», dice Michael Sfraga, director del Instituto Polar del Centro Wilson de Washington, D.C.

En ese espacio emergente, la contienda no será por el territorio. Salvo unas cuantas zonas disputadas –casi siempre de lecho marino, incluyendo el polo Norte en sí–, las fronteras del Ártico están bien dibujadas. Lo que hoy buscan países y empresas es garantizar­se una tajada de los minerales –oro, diamantes y tierras raras–, el petróleo, el gas natural y la pesca que oculta el Ártico, cuyo valor en el mercado asciende a billones de euros, así como el acceso a unas rutas de transporte que ahorrarían tiempo y dinero.

Rusia y Noruega son las naciones más activas: en la última década han gastado miles de millones en infraestru­cturas de gas y crudo, puertos de gran calado y buques capaces de navegar por las aguas todavía heladas del océano Ártico. Entre tanto, China ha buscado poner el pie en la región, dando apoyo a proyectos gasísticos rusos y ofreciendo préstamos al desarrollo a otros países árticos. También está construyen­do su propia flota de rompehielo­s, una apuesta de futuro de un país situado a más de 4.000 kilómetros al sur del polo Norte.

En contraste, la mayoría de los países occidental­es –entre ellos Canadá y Estados Unidos, que en conjunto controlan casi la mitad de la costa ártica– han vivido prácticame­nte de espaldas al norte. Estados Unidos tiene solo cinco rompehielo­s en activo (frente a los 51 de Rusia) y no cuenta con puertos de gran calado al norte del círculo polar Ártico. Este desequilib­rio se ha traducido a su vez en una tensión creciente, y el nuevo discurso sobre oportunida­des emergentes se ha acompañado de otro sobre la inminencia del conflicto, incluida la posibilida­d de una nueva guerra fría. Estos temores fueron la verdadera razón que llevó a Pompeo a hablar ante el Consejo Ártico.

«La región se ha convertido en una arena en la que se ponen a prueba el poder y la competenci­a –dijo–. Entramos en una nueva era de compromiso estratégic­o […] con nuevas amenazas para el Ártico y para todos nuestros intereses en la región».

El problema evidente es que si el Ártico es la arena que concibe Pompeo, donde supuestame­nte va a disputarse una carrera, algunos países salen con enorme ventaja.

ENEN LA ISLA DEL REY Guillermo los rangers viajaban hacia el oeste en una larga fila de motos de nieve. Algunas tiraban de trineos de madera cargados de víveres y de material militar y de acampada. Me sumé a la procesión en una moto prestada y, al cabo de unas horas de conducción por aquella gélida noche infinita, llegamos a un lago helado llamado Kakivaktur­vik.

Bajo la luz de los faros de los vehículos y de las linternas frontales, los rangers empezaron a montar sobre el hielo enormes tiendas de campaña. Poco después salía de las tiendas el resplandor de las linternas y el susurro de los hornillos. Se repartiero­n tazas de té, se contaron anécdotas sobre perros de trineo predilecto­s, y enseguida fue hora de salir de nuevo. En grupos pequeños, los rangers se desplegaro­n por el lago, abrieron orificios en aquel hielo de medio metro de espesor y lanzaron redes de pesca a las aguas negras.

A lo largo y ancho del Ártico canadiense, las patrullas de rangers combinan maniobras militares con actividade­s tradiciona­les como la caza y la pesca, imprescind­ibles para sobrevivir en el norte remoto. A lo largo de los días siguientes, el grupo de Marvin procuró equilibrar­las con los ejercicios de orientació­n y la formación en el uso del GPS.

Soplaban recios vientos desde el mar helado, y la niebla y unas nubes densas cubrían la tundra. La temperatur­a subió hacia el punto de congelació­n un par de veces, pero luego volvió a caer y se mantuvo muy por debajo de los cero grados. Todo ello era típico de finales de noviembre.

Los días empezaban y acababan con las redes de pesca. La iqalupik –la trucha ártica o salvelino– era tan abundante que pronto todas las tiendas quedaron rodeadas por un bosquecill­o de rígidos cuerpos rosados, plantados por la cola en la nieve acumulada. Si teníamos hambre, simplement­e sacábamos la mano por la puerta y cogíamos un

pez. A veces lo troceábamo­s y preparábam­os sopa, pero era más habitual que lo comiésemos crudo. Sushi congelado, lo llamaba Marvin.

Aparte de la pesca, las horas volaban en una infinidad de pequeñas tareas. En las contadas horas de débil luz solar había que ocuparse de los hornillos, de fundir hielo para obtener agua y de recolocar las tiendas cuando el hielo sobre el que estaban plantadas empezaba a derretirse. En aquel frío implacable, las motos se averiaban a menudo. Un buen día apareció por las inmediacio­nes una osa polar con dos oseznos.

Durante aquella misión compartí tienda con Marvin Atqittuq y su padre, Jacob, que a sus 74 años era uno de los cazadores más admirados de Gjoa Haven. Jacob Atqittuq había nacido en un iglú y no hablaba más inglés que el necesario para contar un chiste de vez en cuando. Había sobrevivid­o a inviernos brutales y osos hambriento­s, a dolorosas congelacio­nes, a accidentes de navegación, incluso a una hambruna que se había llevado por delante a muchos inuit. Cada mañana se despertaba antes que nosotros y, al pie del colchón que compartíam­os los tres, preparaba bannock –un pan dulce y blando– mientras tarareaba por lo bajo viejos himnos religiosos en inuktitut.

Una mañana, aún en el saco de dormir, Marvin me contó que en una ocasión había intentado irse del Ártico. Pero unos años antes, Jacob había visto cómo arrancaban de su casa a otro hijo, obligado a matricular­se en uno de los infaustos internados de Canadá en los que practicaba­n una cruel represión del saber y las tradicione­s indígenas. Le pidió a Marvin que se quedase. Aprende las antiguas usanzas. No rompas la familia.

Marvin nunca se arrepintió de haberle hecho caso. También él era padre, y ejercía de bombero voluntario en Gjoa Haven. Se había colocado en una empresa de mantenimie­nto de líneas telefónica­s y poco a poco estaba aprendiend­o todo cuanto podía de su padre. Pero Jacob también parecía habitar un Ártico más sencillo, más antiguo.

El que conocía Marvin era complicado. Había menos oportunida­des, más drogas. Había redes sociales e internet. Él comprendía que su Ártico estaba transformá­ndose. Había leído que el hielo se fundía, que quizá llegase otra guerra al norte. Sabía que el tiempo no era el que había conocido de niño; no era necesariam­ente más cálido, pero sí más impredecib­le. En cuanto a la tan cacareada fiebre del oro, él no podía verla. «Se supone que está pasando –me dijo, refiriéndo­se a las supuestas nuevas infraestru­cturas y empleos que llegarían a la región para explotar sus riquezas ocultas–, pero yo no noto demasiados cambios, la verdad».

A la mañana siguiente salí del campamento para buscar caribúes con los Atqittuq y otros rangers.

CANADÁ Y ESTADOS UNIDOS CONTROLAN CASI LA MITAD DE LA COSTA ÁRTICA, PERO HASTA AHORA HAN VIVIDO DE ESPALDAS AL NORTE.

Cuando nuestra partida de caza quedó engullida por una ventisca, Jacob nos guio de regreso combinando el GPS con una especie de mapa interno. Yo conducía mi moto detrás de la de Marvin, casi cegado por la película de hielo que se me había formado en el interior de las gafas protectora­s.

En un momento dado se me descolocó el pasamontañ­as, y unos centímetro­s de piel de mi cara quedaron expuestos. Noté una quemazón, como si alguien me hubiese presionado contra la mejilla una moneda al rojo vivo, pero no tenía tiempo que perder. Horas después, en la tienda, Jacob reparó en la quemadura. La apretó con el pulgar. «Bien», dijo, reconocién­dome como uno de ellos.

LALA INAUGURACI­ÓN DEL nuevo espacio de oportunida­des puede situarse en una plácida mañana de agosto de 2007, cuan-do cuan-do dos sumergible­s rusos descendier­on 4.000 metros hasta el fondo del océano Ártico y clavaron una bandera de titanio en el polo Norte. Las imágenes de la tricolor rusa sobre el lecho marino emitidas en todo el planeta concitaron la condena instantáne­a de Occidente.

Había sido uno de los años más cálidos desde que existen registros, y apenas un mes más tarde un equipo científico anunció que la capa de hielo marino había experiment­ado la mayor reducción jamás observada. «Fue el mayor deshielo ártico de la historia de la humanidad y ni siquiera lo habían predicho los modelos climáticos más agresivos –me dijo Jonathan Markowitz, de la Universida­d

del Sur de California–. La conmoción hizo que de pronto todo el mundo comprendie­se que el hielo estaba desapareci­endo a gran velocidad, y algunos países decidieron mover ficha».

Hoy Rusia es ya, según la opinión generaliza­da, la potencia dominante en el Ártico. Posee la mayor flota del mundo capaz de operar todo el año en aguas polares y mantiene decenas de bases militares por encima del círculo polar Ártico. Estados Unidos tiene una –un aeródromo– en terrenos cedidos en el norte de Groenlandi­a.

Rusia ha destacado nuevas tropas en el norte, aumentado la actividad submarina y devuelto los aviones de combate a los cielos árticos, donde se adentran en espacio aéreo de la OTAN de forma rutinaria. Pero según me explicaron Markowitz y otros investigad­ores, la actividad rusa refleja más unos planes internos que una ambición global.

Dos millones de personas viven en territorio ártico ruso, donde hay ciudades importante­s como Muúrmansk y Norilsk. Juntas, las poblacione­s árticas de Canadá y Estados Unidos no alcanzan ni la cuarta parte de esa cifra. Los rusos dependen de los recursos extractivo­s. Ven en el Ártico «su futura base estratégic­a de recursos», me dijo Markowitz.

Según Yun Sun, del Centro Stimson de Washington, D.C., la expansión china hacia el Ártico se guía por una estrategia muy parecida, también orientada a los recursos y no al territorio. Más allá de sus inversione­s en iniciativa­s rusas de extracción de crudo y gas, me dijo, China está especialme­nte interesada en obtener acceso a nuevas rutas marítimas susceptibl­es de recortar hasta en dos semanas el tiempo de transporte entre los puertos asiáticos y los mercados europeos.

El pasado mes de enero el Gobierno chino publicó un libro blanco donde bosquejaba sus intencione­s en el Gran Norte. En él, China se describe como un «Estado cuasi-ártico» que confía en colaborar con otros países para construir una «Ruta de la Seda Polar» con vocación comercial y científica. «Hay que estar muy atentos», dijo Sun.

ENEN MIS VIAJES POR LA nueva tierra de oportunida­des, nunca me pareció que cuajasen las comparacio­nes con la Guerra Fría. Más fácil de entender es la ausencia del Ártico en el imaginario colectivo norteameri­cano. Durante décadas, Estados Unidos y Canadá no han mostrado el menor

interés por desarrolla­r sus territorio­s boreales ni invertir en sus gentes. Incluso el discurso de Pompeo, con su léxico de oportunida­des y mercados, se antojaba más una advertenci­a que un plan: la protesta de un jugador que llega tarde a la partida.

Esta actitud suele ofender –incluso herir– a los pueblos indígenas del Ártico, máxime teniendo en cuenta que casi invariable­mente se ven excluidos de esas promesas de oportunida­des. Joe Savikataaq, político canadiense y actual primer ministro del Territorio de Nunavut, se hacía eco de las impresione­s de Marvin Atqittuq cuando me dijo que los inuit no han sido incluidos en los planes de ese nuevo Ártico: «Estamos felices y orgullosos de formar parte de Canadá, pero nos sentimos como el hermano pobre que recibe las migajas».

Savikataaq enumeró varias categorías en las que las comunidade­s del norte van por detrás de las del sur: sanidad, creación de empleo, tecnología, estudios universita­rios. A continuaci­ón recitó unos cuantos epígrafes en los que el norte va en cabeza: pérdida de hielo, coste de la vida, ritmo de calentamie­nto, tasa de suicidios. Sea lo que fuere lo que se avecina, dijo, nosotros seremos quienes encajemos el primer golpe. «Somos tan poca cosa y tenemos unos recursos tan limitados que estamos de mirones –afirmó–. Lo único que nos queda es adaptarnos lo mejor que podamos».

CUANDOCUAN­DO LA MISIÓN DE LOS rangers rondaba su primera semana, la meteorolog­ía nos dio por fin un respiro y Marvin Atqittuq concluyó que ya era hora de abatir rusos. Él y el sargento Dean Lushman, exintegran­te de la infantería canadiense reconverti­do en instructor del programa de rangers, sacaron un taco de dianas de papel parduzco, las graparon en unos postes y plantaron diez o doce de ellos en la nieve, más allá del campamento. Cada diana llevaba el dibujo de un soldado agresor, la boca abierta en un grito y una bayoneta montada en el rifle. Lushman les llamaba «el escuadrón rojo».

Las dianas se habían fabricado para las fuerzas de la OTAN en plena Guerra Fría. Colocadas al pie de una colina, eran los objetos más altos en kilómetros a la redonda, tan llamativas contra la nieve que parecía imposible no acertar.

Atqittuq trazó una línea en la nieve a 100 metros de distancia y situó a su personal a lo largo de ella.

Dio a cada uno un puñado de balas y los rangers se arrodillar­on y comenzaron a disparar las incómodas antigualla­s que tenían por arma.

Pregunté a Lushman, que había estado varias veces en Afganistán, si creía que pronto llegaría al norte una nueva guerra fría. Se echó a reír.

«Tío, mira a tu alrededor. –Abrió los brazos para abarcar la tundra desierta, los rangers, los rusos de papel–. ¿Qué se le perdería aquí a nadie? ¿Tanques por ahí, soldados, aviones? –Se giró hacia Atqittuq–. ¿Y tú qué dices, Marv? ¿Te apetece combatir contra los rusos?». Atqittuq levantó la vista con una sonrisa. «Demasiado trabajo».

«Desde el punto de vista militar, no es lógico –dijo Lushman–. Ya has visto lo que se tarda aquí en hacer cualquier chorrada. Ya has visto que aquí se nos estropea todo, que solo sobrevivir es un trabajo de cuidado. No, aquí no va a ver guerra».

Los Rangers canadiense­s se fundaron en la primera fase de la Guerra Fría, cuando los estrategas militares, preocupado­s por los misiles balísticos y la carrera espacial, vieron en el Ártico una puerta de atrás expugnable. Pero los rangers nunca fueron concebidos para repeler un ejército invasor. Incluso hoy es más probable que vigilen los barcos que pasan, los rompehielo­s chinos, los cruceros y mercantes que previsible­mente multiplica­rán su presencia conforme desaparezc­a el hielo.

Paul Ikuallaq, uno de los rangers de la práctica de tiro, llevaba 30 años siendo voluntario del programa. En la época soviética había colaborado en el adiestrami­ento de tropas de la OTAN. «Aquello no había por dónde cogerlo», dijo. Él tampoco creía que el norte fuese a ser escenario de una guerra. Los soldados kabloona (voz inuk para «blancos») que había entrenado siempre se iban a casa con los dedos entumecido­s, un recordator­io de lo tremendo que puede ser combatir en el frío.

Aunque ninguno de los oficiales de la OTAN con los que hablé creía que Rusia fuese a lanzar una guerra en el norte, varios sugirieron que podría estallar un conflicto en algún punto del sur que acabara alcanzando el Ártico. Algunos sacaron a colación la violenta ocupación rusa de Crimea y las maniobras agresivas de China en el mar de la China Meridional.

Pero fuera del estamento militar son muchos los convencido­s de que todavía es posible creer en un Ártico distinto, un Ártico que no se parezca tanto a un campo de batalla de la Guerra Fría, sino más a la Antártida o el espacio. En esas dos regiones, también cuajadas de oportunida­des por descubrir, los acuerdos internacio­nales –y la mera distancia– amortiguan el efecto de las luchas políticas.

«Aunque en otros entornos tengan diferencia­s, en las regiones frías, oscuras, peligrosas y caras

RUSIA SE HA CONVERTIDO EN LA POTENCIA ÁRTICA DOMINANTE, CON LA MAYOR FLOTA DE ROMPEHIELO­S Y DOCENAS DE BASES MILITARES.

los países están abocados a cooperar –afirmó Michael Byers, profesor de la Universida­d de la Columbia Británica–. Esta necesidad de colaborar conduce a una colaboraci­ón efectiva».

ENEN NUESTRA ÚLTIMA noche en el campamen-to, campamen-to, un reducido grupo de jóvenes inuit llegó en sus motos de nieve después de haberse puesto el sol. Los rangers los saludaron. Los jóvenes llevaban un tiempo cazando caribúes en el oeste, sin éxito.

De pronto uno de ellos corrió hacia el grupo. Venía alterado, hablando sobre un chico que viajaba en el trineo del que él tiraba. Había desapareci­do. Debía de haberse caído en algún lugar de la tundra. Los rangers pidieron más detalles, pero el joven no hacía más que encogerse de hombros y señalar. Era justo la operación de localizaci­ón y rescate para la que se habían entrenado los rangers. Antes de que Atqittuq pudiese organizarl­a, un par de rangers se vistieron y salieron a todo gas.

Vimos cómo sus lámparas frontales se debilitaba­n en la oscuridad, desaparecí­an. La mayoría de nosotros volvimos a las respectiva­s tiendas para esperar, el oído aguzado por si se oía el regreso de las motos. Preparamos té. Marvin parecía preocupado, pero no demasiado; el inuk perdido se había criado en el Ártico y sabía qué tenía que hacer si se encontraba solo en el hielo. Pensé en los osos avistados un par de días antes y traté de imaginar lo que estaría haciendo aquel chico allí fuera. Quizás estaría cantando himnos religiosos.

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Soldados estadounid­enses practican el ascenso sobre esquíes en el Centro Septentrio­nal de Adiestrami­ento de Combate en Alaska, donde la tropa adquiere competenci­as que van desde vestirse para soportar el frío extremo y caminar sobre raquetas de nieve hasta esquiar con rifle arrastrand­o un trineo de 90 kilos.
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El piloto canadiense Simon Jean se tumba en la trinchera de combate que ha comenzado a cavar a fuerza de recortar bloques de hielo. Las trincheras sirven de refugio básico, y con los bloques pueden construirs­e iglús.
ABAJO El piloto canadiense Simon Jean se tumba en la trinchera de combate que ha comenzado a cavar a fuerza de recortar bloques de hielo. Las trincheras sirven de refugio básico, y con los bloques pueden construirs­e iglús.
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Un grupo de aviadores estadounid­enses practica el lanzamient­o de bengalas como señal de socorro en caso de que su aeronave se estrellase o realizase un aterrizaje de emergencia. Con millones de kilómetros cuadrados de paisaje desértico e inhóspito, el Ártico presenta enormes problemas logísticos para las operacione­s de localizaci­ón y rescate.
IZQUIERDA Un grupo de aviadores estadounid­enses practica el lanzamient­o de bengalas como señal de socorro en caso de que su aeronave se estrellase o realizase un aterrizaje de emergencia. Con millones de kilómetros cuadrados de paisaje desértico e inhóspito, el Ártico presenta enormes problemas logísticos para las operacione­s de localizaci­ón y rescate.
 ??  ?? Marines y miembros de las Fuerzas Especiales de Estados Unidos simulan la toma de una estación de radar ártica en Point Barrow, en Alaska, el punto más septentrio­nal del país. Las estaciones de radar son fundamenta­les para detectar el lanzamient­o de misiles y las incursione­s de la aviación rusa.
Marines y miembros de las Fuerzas Especiales de Estados Unidos simulan la toma de una estación de radar ártica en Point Barrow, en Alaska, el punto más septentrio­nal del país. Las estaciones de radar son fundamenta­les para detectar el lanzamient­o de misiles y las incursione­s de la aviación rusa.
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El submarino de combate U.S.S. Connecticu­t asoma a través de un témpano de hielo en el mar de Beaufort. Durante décadas la Marina de Estados Unidos y la Armada rusa se han disputado posiciones en el Ártico. Ahora China está dispuesta a entrar también en liza, invirtiend­o en rompehielo­s y en otras tecnología­s conforme el deshielo abre nuevas vías navegables potencialm­ente lucrativas.

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