LOS LOBOS DEL LEJANO NORTE
El lobo ártico solo vive en las islas del alto Ártico canadiense y en franjas del litoral groenlandés, pero está estrechamente emparentado con los lobos que vagan por las Rocosas, buena parte de Canadá y zonas de Europa. La ciencia no sabe con seguridad cuántos lobos árticos habitan en este territorio. En la costa oeste hay una estación meteorológica llamada Eureka que está ocupada por unos ocho residentes permanentes. La comunidad más cercana son los 129 habitantes de Grise Fiord, una aldea inuk situada 400 kilómetros más al sur. Desde allí hay que recorrer otros 1.600 kilómetros para ver la primera planta que podríamos identificar como un árbol.
Todo lo anterior significa que los lobos de esa parte de Ellesmere –la misma especie (Canis lupus) que vive en el norte de las Rocosas, gran parte de Canadá y en pequeñas poblaciones dispersas por Europa y Asia– nunca han sido objeto de caza, nunca los ha ahuyentado el desarrollo urbano y nunca los ganaderos les han puesto veneno ni trampas. No hay vehículos que los atropellen y no hay una legislación voluble que los proteja hoy y los ponga en peligro mañana. Pocos científicos los han estudiado. Incluso para los inuit que conozco, cuyos ancestros habitaban esta región hace milenios, estos lobos son únicos.
Eso no quiere decir que nunca se topen con seres humanos. A partir de 1986, el legendario biólogo L. David Mech pasó 25 veranos observando los lobos de esta zona. El personal de la estación meteorológica los avista con frecuencia; se les ha visto merodear en grandes manadas por el recinto. Y lo que habían hecho mis amigos del equipo de filmación era, esencialmente, acoplarse acoplarse a la manada y seguir sus incesantes desplazamientos desde vehículos todoterreno.
¿Ese contacto humano rebajó de algún modo su naturaleza salvaje? ¿Es más salvaje el animal cuanta más distancia guarde de los humanos? Entre los lobos de Ellesmere y sus parientes que merodean por paisajes más clementes –como Idaho o Montana– existe una distancia que no es solo geográfica. En estas latitudes los lobos jamás se han visto abocados a la extinción por obra del ser humano. Aquí viven, hasta ahora, fuera del alcance de la sombra humana; no sienten temor de ella, de nosotros. Visitarlos significa renunciar al control y adentrarse en un mundo diferente.
AQUELLAAQUELLA MADRUGADA EN LA laguna helada, la manada se acercó con lentitud, la cabeza gacha, olfateando. Estábamos a principios de septiembre, a -3 °C. El breve verano ártico había llega-do llega-do a su fin, aunque el sol aún era visible en el cielo unas 20 horas diarias. La noche verdadera, la noche invernal que duraría cuatro meses y llevaría el termómetro a -50 °C, todavía tardaría varias semanas en llegar.
Estaba solo, desarmado. Me senté en el hielo, pensando que ya había habitado una soledad tan absoluta otras veces en mi vida, pero que nunca había sido tan vulnerable.
Los lobos merodeaban a mi alrededor como una nube de humo. Les estaba creciendo el pelaje de invierno. Cuando pasaban junto a mí, veía de cerca las marcas distintivas que habíamos observado durante la filmación: el macho de un año con su gorguera de pelo gris; la hembra que se había perforado el ojo izquierdo, probablemente al pelear con un buey almizclero; la punta negra de la cola de los lobeznos, que pronto se volvería blanca… Pude oler la sangre de buey almizclero en la que se habían rebozado.
Los lobeznos pasaron brincando a cierta distan-cia, distan-cia, torpes sobre sus patas desproporcionadas. Pero los lobos más veteranos se acercaron. Una hembra osada, seguramente de dos o tres años, se aproximó y se detuvo a medio metro de mí. Tenía los ojos de un ámbar brillante; el hocico, ennegrecido por los restos de sangre o quizá de la basura incinerada en el vertedero de Eureka, por donde existía constancia de que se paseaban los lobos.
La idea me inquietó –¿llevaría la loba un bigote de plástico derretido?–, pero al momento se desvaneció: tenía al alcance de la mano un lobo salvaje que me miraba fijamente. Decidí no moverme y observé, hipnotizado.
Oí ruidos gástricos, el húmedo gruñido de un estómago en marcha. La loba me miró de arriba abajo, dando minúsculos toques invisibles en el aire con el hocico, como si trazase un boceto. Entonces dio un paso hacia mí, y de pronto me apretó el hocico contra el codo. Fue electrizante, y me estremecí. Luego se alejó de un salto y siguió su camino sin prisa, echando la vista atrás mientras se reunía con los suyos, ocupados ya en enterrar la cabeza en los restos de un buey almizclero.
Aquella loba de ojos brillantes me había sometido a un examen metódico. Pausado. Sin quebrar
apenas el contacto visual. Y yo vislumbré en aquella mirada una inteligencia radiante que dejaba muy atrás cualquier cosa que yo hubiese conocido en un animal. Tuve la impresión inconfundible de que, en las profundidades de nuestros códigos, nos conocíamos.
Y no me refiero a una conexión personal. Aquella loba no era mi animal-espíritu. Hablo de una base genética, de una familiaridad a nivel de especies. El lobo surgió un poco antes que el humano moderno; ya estaba perfectamente formado cuando emergió Homo sapiens. No es descabellado pensar que, en nuestra infancia como especie, vimos cómo los lobos cazaban y aprendimos de ellos, al mismo tiempo que convertíamos a algunos de ellos en nuestras mascotas.
Como los humanos, figuran entre los depredadores más eficientes y versátiles del planeta, y viven en grupos familiares que, en ciertos sentidos, se asemejan más a las familias humanas que las estructuras sociales de los primates más allegados a nosotros. A medida que el cambio climático transforme el Ártico en un rincón más cálido y menos predecible, se adaptarán como lo haríamos nosotros: explotando las nuevas ventajas y, si todo se viene abajo, migrando a otro lugar.
POCOPOCO ANTES DE MI LLEGADA A
Ellesmere, la manada perdió a la madre. Tenía cinco o seis años, estaba flaca, tardaba en incorporarse, pero ejercía una autoridad tan firme que, cuan-do cuan-do mis amigos la encontraron en agosto, no percibieron su fragilidad. Seguramente era la madre de todos los lobos de la manada con excepción de su pareja, un macho esbelto de vistoso pelaje blanco. El macho era el primer cazador del grupo, pero ella era su núcleo. No parecía haber dudas de quién mandaba allí.
La matriarca no había mostrado demasiado interés en mis amigos y sus cámaras, aunque les había permitido acercarse a sus recién nacidos, marcando una tónica que hallaría continuidad en la tolerancia que la manada mostró para conmigo. El equipo me contó que su último acto, ocurrido alrededor de una semana antes, había estado teñido de una devoción inesperada.
Después de varias salidas de caza fallidas (como es habitual entre los lobos), la manada consiguió por fin abatir una cría de buey almizclero de unos 100 kilos de peso. Llevaban bastante tiempo sin
darse un festín, y los lobos se arremolinaron en torno a la pieza, resollantes, exhaustos, famélicos. Pero la matriarca se plantó junto a los despojos para espantar a sus hijos crecidos, permitiendo que solo comiesen los cuatro lobeznos pequeños.
Los lobos mayores suplicaron, gimieron, se arrastraron sobre el vientre, esperando recibir un bocado. Ella se mantuvo firme, dentellando y regañando, mientras los lobeznos se daban un banquete, hasta que sus barrigas quedaron convertidas en balones de fútbol. Seguramente era la primera primera vez que comían carne fresca.
Por fin todo el mundo tuvo acceso al bufet. Los animales comieron hasta hartarse y se sumieron en la versión lobuna de una siesta postempacho. En algún momento posterior, la matriarca desapareció. No regresó jamás; nunca supimos qué fue de ella.
Cuando compartimos aquellos momentos a solas, la manada seguía desorganizada. No quedaba claro quién mandaba ni si la familia sabría cazar unida. Faltaban unas semanas para el invierno. La joven loba que me había dado con el hocico en el codo parecía ansiosa por ocupar el papel de su madre, aunque no se preocupaba demasiado por alimentar a los pequeños. Y en su primer intento de liderar una salida de caza con el macho de más edad, fue aplastada por un buey almizclero. A unos cientos de metros de distancia, vi cómo la bestia la corneaba. Creí que la había destrozado. Pero no: se incorporó de un salto y
huyó correteando con el rabo entre las patas. Y los cazadores se dispersaron.
ESTUVEESTUVE SENTADO EN LA LAGUNA
junto a los lobos 30 horas en las que fui incapaz de obligarme a volver, deseando que aquello no acabase nunca. A pesar de las decisiones o angustias que acuciasen a aquella manada, fueron horas felices. Jugaban, dormitaban, husmeaban. Yo intentaba que no se acercasen, pero de vez en cuando venían a inspeccionarme. Olía su horroroso aliento, oía sus horrorosas ventosidades.
Poco a poco iban perdiendo interés, pero hacía tanto frío que cada hora me veía obligado a incorporarme para lanzar unos puñetazos al aire y dar
unos saltos. El movimiento y los jadeos los atraían. Me rodeaban, mirándome con la cabeza ladeada de pura curiosidad, y sin duda percibían mi nerviosismo.
En un momento dado, planté una tienda de campaña a cierta distancia para dormir unas horas. Cuando me alejé para obtener agua fundiendo fundiendo hielo, la loba tuerta se acercó y rasgó la lona con precisión de cirujana. Sacó todas mis cosas
LA HEMBRA DE OJOS BRILLANTES ME MIRÓ DE ARRIBA ABAJO. METÓDICA. PAUSADA. SIN APENAS INTERRUMPIR EL CONTACTO VISUAL.
al suelo yermo, las puso en una curiosa hilera y huyó corriendo con mi almohada hinchable.
Por fin los lobos se tumbaron y los cachorros se amontonaron unos encima de otros. Mientras dormían, yo paseé. Las aves migratorias habían volado al sur; los zorros y los cuervos callaban. En el aire flotaban mechones de buey almizclero, un pelo de un olor dulce como la hierba recién cortada caído durante el verano. Viejos cráneos de buey almizclero se hundían aquí y allá en la tierra, amarillos por el liquen, y con los cuernos curvos apuntando al cielo. Me sentía como el intruso que recorre las estancias de una casa vacía.
Horas después la manada despertó y se congregó en su habitual corrillo de afectos, lametones y coletazos –la expresión del amor en el confín del planeta–, hasta que los lobos mayores salieron al trote en dirección a mejores zonas de caza y dejaron conmigo a los cuatro lobeznos. Parecían tan confusos como yo. No fue necesariamente un gesto de confianza, fue más bien indiferencia: yo no era ni presa ni amenaza, sino otra cosa, y los lobos de más edad lo tenían claro.
No puedo contar qué miembros de la familia sobrevivieron al invierno ni decir si aprendieron a cazar juntos otra vez. Lo más probable es que sí, como también lo es que no sobrevivieran los cuatro lobeznos. Cuando el último de los mayores se perdió de vista, los cachorros decidieron salir corriendo tras ellos. Los seguí, y no tardamos en perdernos los cinco. Pasamos una hora yendo de aquí para allá hasta que, en lo alto de una cresta sin nombre, los lobeznos se sentaron y empezaron a aullar, sus vocecillas reverberando en las rocas.