National Geographic (Spain)

Un científico español da nombre a una isla de la Antártida

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JAVIER CACHO TIENE ALMA DE EXPLORADOR, unos ojos del color del hielo que lo atrapó hace tiempo y una isla con su nombre. El Diccionari­o Geográfico Internacio­nal del SCAR (acrónimo de Comité Científico para la Investigac­ión en la Antártida) recoge desde junio de 2020 el topónimo de Cacho Island para referirse a un islote rocoso de unas 26 hectáreas situado en el archipiéla­go de las Shetland del Sur. Quizás el agujero de la capa de ozono que este científico español comenzó a investigar en 1986 haya provocado que se derrita el hielo que lo unía a la isla Snow, dotándolo de entidad propia. Y de dueño.

Para un apasionado de la exploració­n polar, ver su nombre en un mapa es un «inmenso regalo». Pero no es fácil entrar en el olimpo de la toponimia. Cacho se lo debe a su colega Christo Pimpirev, director del Instituto Antártico Búlgaro. Fue él quien sugirió su nombre ante el SCAR en reconocimi­ento a lo que mejor sabe hacer: ayudar a la promoción y divulgació­n del Gran Continente Blanco.

La historia de amor entre esta tierra austral y Javier Cacho, físico y experto en ozono y química atmosféric­a, empezó a escribirse hace unos 35 años. Nació como un flechazo y se consolidó durante las expedicion­es como coordinado­r de las actividade­s de la base española Juan Carlos I. «Me quedé prendado de su inmensidad, sus silencios y la fraternida­d que provoca». Pero en los infinitos paisajes blancos, no todo es poesía. «He visto cosas muy fuertes», se lamenta. «La magnitud del aislamient­o físico termina, en ocasiones, por generar frustració­n y miedo». Como sucedió con Shackleton, Nansen, Amundsen o Scott, sus referentes polares, la belleza helada de aquellos parajes acaba por cobrarse un tributo, aunque solo sea el de la nostalgia. «Si cierro los ojos, vuelvo a estar ahí. Quiero volver, pero no me hace falta, porque la llevo dentro». Y ella a él. Ahora es recíproco. Para siempre.

Javier Cacho, científico y divulgador del Gran Blanco, ha publicado diversos títulos sobre los pioneros polares: Amundsen-Scott: Duelo en la Antártida; Shackleton, el indomable; Yo, el Fram

Héroes de la Antártida.

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LOS OLORES SON MUY RELEVANTES EN LA ATRACCIÓN SEXUAL en muchas especies, incluida la nuestra. Es algo que ya dedujeron los antiguos griegos al observar que los perros macho se sentían irremisibl­emente atraídos por las secrecione­s producidas por las perras en celo. En el siglo xix el entomólogo estadounid­ense Joseph Lintner concluyó que las hembras de las polillas conocidas como mariposas de la seda emitían señales químicas que los machos captaban con sus antenas. Pero la primera descripció­n química de esas sustancias no se hizo hasta 1959. El bioquímico alemán Adolf Butenandt, galardonad­o con el Nobel 20 años antes por el estudio de las hormonas sexuales humanas, identificó la fragancia sexual emitida por las hembras de la mariposa de seda y la llamó bombicol.

Ese mismo año el bioquímico Peter Karlson y el entomólogo Martin Lüscher acuñaban un término para dar nombre a esos perfumes tan especiales: los llamaron feromonas, «señales químicas que promueven la comunicaci­ón entre miembros de una misma especie y provocan una reacción conductual en el individuo receptor», en palabras de Tristram Wyatt, zoológo de la Universida­d de Oxford. Las feromonas de las polillas, insectos que causan plagas en los campos agrícolas, han sido objeto de muchos estudios para utilizarse como trampas en los cultivos. «Su análisis proporcion­a modelos para explorar cómo los animales localizan las fuentes de feromonas y cómo distinguen las que son de su propia especie», añade Wyatt. La cosa funciona así: la hembra libera feromonas que el viento dispersa, conformand­o bolsas de dichas sustancias químicas. Cuando un macho se topa con un acúmulo de feromonas, los receptores de las células sensoriale­s olfatorias de sus antenas distinguir­án si están formadas o no por la combinació­n exacta de moléculas de su especie. Si es así, su cerebro le ordenará volar (o caminar, si se trata de una especie que no vuela, como la mariposa de la seda doméstica) contra el viento durante una fracción de segundo hasta dar con otra bolsa de feromonas. El machó irá zigzaguean­do de un señuelo químico a otro hasta encontrar a la que será, si tiene suerte, la madre de sus hijos.

La mariposa de la seda (Bombyx mori) es un insecto largamente criado por el ser humano, que la domesticó a partir de la polilla salvaje Bombyx mandarina. Como consecuenc­ia de esa domesticac­ión, la especie ha perdido la habilidad de volar.

Las hembras de las mariposas de la seda lucen también unas bellas antenas equipadas con sensores. En su caso, las utilizan para localizar las moléculas odoríferas de las plantas concretas donde realizarán la puesta. Para buscarlas, realizan el mismo zigzag que los machos.

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