LAGO HURÓN
Sin una población sana de diatomeas capaz de sustentar el frenesí alimentario invernal del zooplancton, la productividad del lago durante el resto del año se vería resentida. Dado que los peces menudos de los lagos comen zooplancton, un descenso brusco de los volúmenes de diatomeas provocaría el desplome de las poblaciones de peces. «Es el arranque de la red trófica primaveral», dijo Bramburger. La energía solar captada por las diatomeas proporciona las calorías que se transforman en la carne de criaturas más y más grandes en una cadena de luz hecha materia. «Si en verano pescas una perca grande –apuntó–, es porque las diatomeas cumplieron con su misión en el invierno».
Uno de los hallazgos más ilógicos fue que las diatomeas eran más eficientes bajo el hielo cubierto de nieve que bajo el hielo despejado. Estas algas necesitan el equilibrio perfecto de profundidad y luz solar. Si se hunden demasiado, no reciben suficiente luz. Si ascienden más de la cuenta en la columna de agua, pueden quemarse. Es posible que la nieve las proteja de un exceso de sol, y que bajo el hielo sin nieve la radiación solar dañe sus pigmentos fotosintéticos. Una explicación: «Sin el escudo protector de la nieve, el sol estaba fulminando sus fotosistemas, decolorando sus pigmentos», dijo Bramburger.
Era un descubrimiento preocupante. «Esto va a ser un problema para los Grandes Lagos según vayamos perdiendo la capa de hielo y nieve y tengamos unos inviernos más cálidos, pero también más secos y ventosos –argumentó Bramburger–. Más sequedad y más viento significa que vamos a empezar a perder la nieve que se acumula sobre el hielo; más calor significa que vamos a perder el hielo en sí. En los Grandes Lagos vemos enormes proliferaciones de un alga llamada Aulacoseira. Es una diatomea grande cuyo lugar favorito es la parte inferior de una gruesa capa de hielo cubierta de nieve. Si empezamos a perder eso, seguramente tendremos que despedirnos de uno de los componentes verdaderamente importantes de la red trófica.
»Lo que me llama la atención es que aún no hemos llegado a comprender cómo funciona el invierno… y ya nos estamos quedando sin él. Trabajamos contra reloj para descubrir lo que ocurre en invierno antes de que no haya invierno que investigar».
La previsión meteorológica anunciaba fuertes aguaceros para nuestra jornada de natación en el lago, reavivando mi esperanza de poder zafarme de aquel tormento. Pero no hubo suerte. A las 5:30 de la madrugada de la fecha fijada, 13 masoquistas estábamos tomando café en torno a una fogata en una playa de guijarros, oscura y cubierta de niebla, no lejos del centro urbano de Duluth. Aquel chapuzón colectivo marcaría el 47º mes consecutivo de inmersiones matutinas. Uno de los amigos de Bramburger midió la temperatura del agua. «¡10,6 °C!», exclamó. Hora de saltar. Sin escarpines, me quedé regazado del grupo y fui caminando como buenamente pude por encima de unos pedruscos, obsequio de glaciares antediluvianos. Hasta que la necesidad de aliviarme el dolor de los pies fue superior a la resistencia visceral a sumergirme. A mi alrededor, 12 cabezas desaparecían y volvían a aparecer al momento sobre la superficie cual manada de nutrias perplejas, con los ojos como platos por la impresión y la alegría.
Al final resultó que un chapuzón no era suficiente. Nos calentamos y volvimos a meternos en el agua por segunda vez. Y por tercera. Mientras la fogata se extinguía y el cielo adquiría un tono gris plateado, los nadadores empezaron a irse, pero Bramburger se quedó. En unos días iba a mudarse a Canadá para incorporarse a un nuevo puesto de trabajo, y quedaba claro que echaría en falta aquellos madrugones. «He vivido en muchos sitios de los Grandes Lagos, pero el Superior parece tener una especie de magia que atrae a la gente –me había dicho en otra ocasión–. El sentimiento de identidad y de vínculo que tiene Duluth con el lago… Eso no lo he visto nunca en ninguna otra ciudad de la región».
Que sea bello no obsta para que el lago Superior sea también traicionero. Duluth, con 86.000 habitantes, es la segunda ciudad más grande a orillas del Superior, por detrás de Thunder Bay, en Ontario, y sigue recuperándose del daño infligido por una serie de feroces temporales –entre ellos la llamada tormenta del medio milenio– que han golpeado la ciudad en los últimos ocho años. Días después de conocer a Bramburger, Michael LeBeau, el supervisor de obras de construcción de Duluth, un hombre que no se anda con tonterías, me llevó a ver la
orilla urbana del lago, devastada el año anterior por unas enormes inundaciones asociadas a crecidas del nivel del lago y tres potentes vendavales.
En 2016 una tormenta dejó sin suministro eléctrico el sistema de abastecimiento de agua de Duluth. Una ciudad a orillas de una de las masas de agua dulce más grandes del planeta estuvo a horas de quedarse sin agua. Mientras contemplaba una zona de ribera urbana que pronto quedará protegida por 69.000 toneladas de piedras extraídas de una cantera cercana, LeBeau expresó su preocupación por el futuro. «Me dicen que prácticamente hemos agotado la cantera –dijo–. Vamos a tener que gastar cerca de 30 millones de dólares por culpa de tres grandes tormentas. Para una ciudad pequeña y no demasiado rica, es un palo tremendo. Lo que estamos construyendo ahora es lo mejor que nos podemos permitir. No es descabellado pensar que si seguimos sufriendo temporales como estos o todavía peores, llegará un momento en que no podamos recuperarnos del todo. Y eso nadie lo entiende».
Este tipo de borrascas devastadoras se convertirán con toda probabilidad en una onerosa nueva normalidad. El calentamiento global está desestabilizando la corriente en chorro, el flujo de aire a gran altitud que circunda el planeta de oeste a este. Las diferencias de temperatura entre las latitudes medias y altas que impulsan la corriente en chorro se han atenuado, con la consiguiente deceleración de esa ingente corriente de aire. Y esto ha afectado a los patrones meteorológicos estacionales: las tormentas son cada vez más esporádicas y, al mismo tiempo, más intensas. Algunos modelos climáticos predicen una duplicación del número de tormentas extremas registradas en el mundo por cada grado centígrado de calentamiento global, una tendencia que posiblemente ya esté en marcha. Las copiosas lluvias primaverales de 2019 hicieron que el nivel del lago alcanzase cotas inauditas, con las consiguientes inundaciones en la región de los Grandes Lagos.
A 900 KILÓMETROS DE DISTANCIA en dirección sudeste, en otra jornada estival que amenazaba lluvia, un reducido grupo de mujeres se concentraba alrededor de un cartel en una playa del Parque Estatal de la Bahía del Maumee, a orillas del lago Erie, a un breve trayecto en coche desde Toledo, Ohio. Estaban preocupadas por el texto del cartel: «PELIGRO. Evitar todo contacto con el agua. Toxinas algales a niveles INSALUBRES».
Las mujeres, alumnas de la universidad de Bowling Green, habían estado nadando en las aguas verdosas y, sorprendentemente, hasta aquel momento no se habían fijado en el cartel. Cuando me acerqué a ellas, formularon preguntas para las que yo no tenía respuesta: ¿les pasaría algo? ¿Eran peligrosas las toxinas? «Es la última vez que venimos», dijo Marharita-Sophia Tavpash, visiblemente asustada.
Desde principios de la década de 2000 casi no ha habido un verano en el que el lago Erie no se haya visto afectado por una proliferación de algas nocivas. Los Grandes Lagos albergan una gran diversidad de algas y organismos parecidos, y la mayoría de ellos, como las diatomeas, son esenciales para la salud lacustre. Sin embargo, algunas pueden llegar a asfixiar la fauniflora de sus aguas. Las más problemáticas son las cianobacterias, un organismo primitivo que está presente en casi todas las masas de agua. Si se dan las condiciones adecuadas –aguas cálidas y contaminadas–, crecen sin control y forman una espuma verde y viscosa. Al descomponerse, absorben oxígeno del agua, creando así grandes zonas muertas y liberando a veces toxinas que pueden llegar a ser letales para las especies del lugar. En los humanos pueden causar ampollas en la piel y daños hepáticos.
Hace tan solo 25 años creíamos que las proliferaciones de algas eran cosa del pasado. Hasta la aprobación de la Ley de Aguas Limpias en 1972, las mareas rojas azotaban el lago un año tras otro. Pero aquella ley impuso estrictas regulaciones sobre las plantas de tratamiento de aguas residuales y condujo a la eliminación de los fosfatos de los detergentes para la ropa. Las algas se multiplican a gran velocidad cuando hay fósforo; sin grandes aportes de este elemento, no proliferan.
Así pues, ¿por qué han vuelto las proliferaciones? Para conocer a quienes resolvieron el misterio, cogí el coche y me planté en la Universidad Heidelberg de Tiffin, Ohio, cuyo campus de 50 hectáreas en pleno cinturón maicero del estado alberga lo que algunos científicos consideran un tesoro nacional: