Una frontera en las montañas
UN MÍNIMO CAMBIO INTRODUCIDO EN UN MAPA POR UNA AGENCIA ESTADOUNIDENSE EMPUJÓ A LA INDIA Y PAKISTÁN A LA GUERRA EN EL CAMPO DE BATALLA MÁS ALTO DEL MUNDO. LA AUTORÍA Y EL MOTIVO DE ESA MODIFICACIÓN ERAN UN MISTERIO… HASTA HOY.
En la década de 1960, un mínimo cambio realizado en un mapa por una oficina del Departamento de Estado de Estados Unidos desató una guerra entre la India y Pakistán en pleno corazón del Karakorum. La autoría y el motivo de aquella modificación siempre habían sido un misterio. Hasta ahora.
EElEEl comandante Abdul Bilal, del Grupo de Servicios Especiales del Ejército de Pakistán, se agazapaba con sus hombres bajo un afloramiento rocoso en el corazón de la cordillera del Karakorum. Era el 30 de abril de 1989 y una ventisca vespertina azotaba a los 11 militares, que respiraban con dificultad aquel aire enrarecido a más de 6.500 metros por encima del nivel del mar. A primera vista bien podrían haberse tomado por montañeros, si no fuera por las chaquetas blancas de camuflaje y las armas automáticas que pendían de sus hombros.
De hecho, cualquier montañero que se preciase habría deseado estar donde ellos, un mirador con vistas a algunas de las montañas más colosales del planeta. La mole del K2, el segundo punto más elevado de la Tierra, despuntaba justo en el horizonte, 80 kilómetros al noroeste de ese punto. Pero la mayoría de los picos helados que configuran aquel panorama no se habían coronado ni bautizado; los mapas los identificaban simplemente con cifras que se correspondían con su altitud en pies.
Ascender hasta aquel punto de esa montaña, rotulada en el mapa como 22.158, habría exigido escalar una pared de roca y hielo barrida por aludes. Cuatro hombres habían muerto en el intento. Por eso el equipo de Bilal había llegado en helicóptero. Uno a uno, los hombres se habían descolgado con cuerdas mientras los helicópteros trataban de mantener el vuelo estacionario en aquella atmósfera gélida y enrarecida. Depositado a unos 450 metros por debajo de la cima, el equipo dedicó una semana a fijar cuerdas y hacer un reconocimiento del terreno, preparándose para el momento de la verdad.
Varios soldados propusieron subir encordados, por seguridad. «Si estamos encordados y abaten a alguien, estaríamos todos perdidos –les advirtió Bilal–. Poneos crampones, pero nada de cuerdas». Llevaron a cabo una última comprobación
para asegurarse de que las piezas móviles de las armas no se habían congelado. Y entonces, justo antes del anochecer, con el viento aullando a sus espaldas, Bilal se puso al frente de la fila y la guio, arista arriba, hacia la cima.
De repente, los oscuros y curtidos rostros de dos centinelas indios se asomaron desde detrás de un muro de nieve construido en un improvisado puesto de observación. Bilal se dirigió a ellos en urdu: «Estáis rodeados por soldados del Ejército paquistaní. Rendíos». Los dos indios se escondieron tras la pared de nieve. Bilal continuó: «¿Qué pretende el Ejército indio mandándoos aquí? ¿Mataros?». Entonces oyó el inconfundible doble chasquido de amartillar un AK-47.
«No habíamos subido allí a matar gratuitamente –dice Bilal tres décadas después, cuando relata la historia en su casa de Rawalpindi–. Queríamos preservar nuestro territorio, nada más. Estábamos dispuestos a defenderlo a toda costa […], era nuestro deber patriótico». Tiene la certeza de que los indios fueron quienes abrieron fuego. Él y sus hombres se lo devolvieron. El estruendo de los disparos sonó amortiguado por la nieve y el aire enrarecido, y uno de los indios cayó.
Los paquistaníes dejaron de disparar y Bilal habló al otro indio. «Lárgate de aquí […]. No pensamos capturarte ni dispararte por la espalda». El soldado indio se puso en pie y Bilal lo vio alejarse, con paso torpe y jadeante, hasta que desapareció en la niebla.
Fuera de Pakistán y de la India, la noticia apenas llamó la atención. Sin embargo, la batalla del Pico 22.158 batió un récord macabro: es el combate
terrestre con bajas mortales librado a mayor altitud del que existe constancia.
Una límpida mañana 28 años después, el fotógrafo Cory Richards y yo avanzábamos con dificultad hasta la nieve pisoteada de un helipuerto a unos siete kilómetros del escenario de aquella escaramuza. Como profesionales del alpinismo que éramos, ambos habíamos escalado picos del Karakorum y comprendíamos el esfuerzo y las habilidades que exigía la mera supervivencia en aquel entorno.
La India y Pakistán llevan más de tres décadas enviando soldados jóvenes e inexpertos a este inhóspito lugar, en el que pasan meses enteros vigilando un remoto desierto. Los observadores empezaron a llamar a aquel enfrentamiento el conflicto del glaciar Siachen, en alusión al monumental manto de hielo que domina el paisaje en el que confluyen las disputadas fronteras de Pakistán, la India y China.
Desde 1984, ambos bandos han registrado miles de bajas. En 2003 se firmó un alto el fuego, pero cada año siguen perdiendo la vida en esta zona decenas de soldados, que sucumben a corrimientos de tierra, aludes, accidentes de helicóptero, mal de altura, embolias y otras causas. Lo cual no impide que entre las filas indias y paquistaníes haya siempre voluntarios dispuestos a ocupar ese destino. «Se considera una especie de condecoración honorífica honorífica extrema», me dijo un oficial paquistaní.
Sobre este conflicto se han escrito infinidad de libros, reportajes de prensa y artículos académicos, cuyos autores suelen destacar lo absurdo de disputarse un territorio tan inútil. El consenso universal es que dos enemigos acérrimos, cegados por el odio, llegarán a extremos irracionales para combatirse, una idea que puso en palabras el analista Stephen P. Cohen al comparar el conflicto del Siachen con «dos calvos peleándose por un peine».
Pero todavía no está del todo claro por qué esos dos calvos llegaron a las manos en un principio. Yo llevaba cuatro años siguiendo un rastro de documentos recién desclasificados y entrevistando a funcionarios, académicos y militares de la India, Pakistán y Estados Unidos, tratando de desentrañar un oscuro pero importante misterio del caso del Siachen. Y ahora Cory y yo habíamos viajado hasta Pakistán para observar con nuestros propios ojos las consecuencias que puede llegar a desencadenar una acción aparentemente tan inofensiva como es dibujar una rayita en un mapa.
EL GEÓGRAFO
El 27 de junio de 1968, 21 años antes de que Bilal guiase a su equipo hacia la cumbre del Pico 22.158, la Oficina del Geógrafo, una unidad administrativa prácticamente desconocida y enterrada en la laberíntica sede que ocupaba el Departamento de Estado de Estados Unidos en Washington D.C., recibió el despacho A-1245. Tras dar muchas vueltas, el comunicado aterrizó en el escritorio del geógrafo adjunto Robert D. Hodgson, que entonces tenía 45 años.
Firmada por William Weathersby, agregado comercial de la embajada de Estados Unidos en Nueva Delhi, la misiva comenzaba: «En varias ocasiones […] el Gobierno de la India ha protestado formalmente ante la Embajada a propósito de los mapas oficiales estadounidenses distribuidos en la India que identifican Cachemira como territorio "en disputa" o separado de algún modo del resto de la India». Concluía solicitando orientación sobre cómo representar las fronteras de la India en los mapas de Estados Unidos.
Para la India y Pakistán, naciones surgidas del derramamiento de sangre que acompañó a la Partición –nombre oficial de la disolución y subdivisión de la India británica–, los mapas constituían una cuestión de identidad nacional. Pero para Hodgson y el resto del personal de la Oficina del Geógrafo, eran su profesión.
Cada año el Gobierno de Estados Unidos publicaba miles de mapas; muchos lo consideraban el mayor editor cartográfico del mundo. La responsabilidad de representar las fronteras políticas internacionales recaía sobre la Oficina del Geógrafo.
Esta misión daba a la oficina una considerable influencia sobre importantes negociados del Gobierno de Estados Unidos, como el Departamento de Defensa y la CIA. La oficina era la máxima autoridad a la hora de representar el trazado de las fronteras políticas del mundo en todo
lo relativo a la política oficial de Estados Unidos y, a su vez, contribuía a modelar la visión que de ellas tenían los demás actores de la comunidad internacional. También significaba que las cuestiones cartográficas más peliagudas terminaban en la mesa de Hodgson y sus colegas. Abordar aquellos rompecabezas exigía la precisión de un topógrafo y el academicismo de un investigador.
Esta es una actividad que se conoce como «recuperar fronteras», explica Dave Linthicum, quien acaba de jubilarse tras más de 30 años como cartógrafo de la CIA y la Oficina del Geógrafo. «No nos dedicamos a dibujar rayas donde se nos ocurre, sino que recuperamos las fronteras trazadas en 1870, 1910 o el año que sea a partir de mapas antiguos y tratados de Dios sabe cuándo».
Hoy Linthicum y sus coetáneos pasan buena parte de su jornada laboral analizando imágenes satelitales de alta definición. En cambio Hodgson, exmarine herido en Okinawa, empezó su carrera «cazando mapas» para el Departamento de Estado cuando estaba destinado en Alemania, entre 1951 y 1957. La labor de cazar mapas implicaba recorrer juzgados locales, peinar archivos cartográficos enmohecidos y verificar físicamente la ubicación de ciudades e hitos geográficos a lo largo y ancho del territorio. En los albores de la Guerra Fría, un error cartográfico podía revestir consecuencias catastróficas: si en un mapa se había colado una desviación de unos pocos kilómetros, o si se consignaba un topónimo con una grafía ligeramente diferente, en caso de conflicto los aviones estadounidenses podían acabar bombardeando la ciudad –o incluso el país– que no era.
Linthicum sabe lo fácil que es cometer un error. Hace una década se le encargó el trazado de la frontera entre Nicaragua y Costa Rica, que sigue el río San Juan hasta el mar Caribe. Él hizo coincidir el límite con un antiguo curso y no con el actual, y de ese modo asignó erróneamente a Nicaragua un par de kilómetros cuadrados de una isla. Google Maps adoptó la frontera de Linthicum y a Nicaragua le faltó tiempo para enviar un pelotón de 50 soldados para ocupar la isla.
«A veces los compañeros me preguntan por qué me eternizo con ese [segmento de frontera] minúsculo, y al cabo de 15 días resulta que aquel puntito del mapa está en las noticias o es importantísimo
–explica Linthicum–. Aunque no tenga relevancia desde el punto de vista militar o de inteligencia, para alguien es importante […], y que a uno le pongan el pueblo, la casa o los cultivos en el país equivocado es algo que quiero evitar a toda costa».
Para desgracia de Hodgson, la batería de problemas geopolíticos y conflictos fronterizos que llegaron a su escritorio en forma del despacho A-1245 constituía uno de los enredos más inextricables del mundo entero; en palabras de un geógrafo, una «pesadilla cartográfica»: la disputa de Cachemira.
TRAS LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL, cuando los británicos cedieron el control del subcontinente indio, tomaron la precipitada decisión de dividir la región en dos Estados distintos basándose en las dos religiones dominantes: la India para los hindúes y Pakistán para los musulmanes.
Se convocaron comisiones nombradas por el virrey británico, lord Louis Mountbatten, e integradas por representantes de los dos partidos políticos más influyentes, el Congreso Nacional Indio y la Liga Musulmana. Su misión era diseñar las nuevas demarcaciones, una tarea imposible en vista de que la superposición de culturas e imperios a lo largo de milenios había poblado el sur de Asia con una mezcla demográfica de hindúes, musulmanes y sijs.
La medianoche del 15 de agosto de 1947, la India y Pakistán obtuvieron su independencia. Cuando millones de personas atemorizadas trataron de cruzar las recién dibujadas fronteras para pasarse al lado de sus correligionarios estalló la violencia. El Punjab, el corazón agrícola del subcontinente, vivió los episodios más sangrientos del conflicto. Hasta dos millones de personas fallecieron en el caos.
En virtud del plan Mountbatten, un reino montañoso al norte del Punjab conocido oficialmente como Principado de Jammu y Cachemira se enfrentaba a su propio dilema. Aunque la mayoría de la población era musulmana, Cachemira estaba gobernada por un maharajá hindú, y se le dio la opción de decidir en qué país se integraría. Semanas después de hacerse efectiva la independencia, grupos armados tribales pastunes, apoyadas por el incipiente Ejército paquistaní, marcharon hacia el palacio del maharajá en Srinagar para reclamar la soberanía paquistaní de Cachemira.