Cerca de mi casa, en un barrio periférico de Cleveland, Ohio, vive un hombre de 63 años llamado Kwame Ajamu. Fue condenado a muerte en 1975 por el asesinato de Harold Franks, un vendedor de giros postales de la zona este de Cleveland. Tenía 17 años cuando
AJAMU, QUE POR ENTONCES se llamaba Ronnie Bridgeman, fue declarado culpable sobre la base principal del testimonio de un niño de 13 años, quien afirmó haber visto a Bridgeman y a otro joven atacar con violencia al vendedor en la esquina de una calle. Ni la más mínima prueba, ni forense ni material, relacionaba a Bridgeman con aquella muerte. No tenía antecedentes penales. Otro testigo declaró que Bridgeman no estaba en la esquina de autos cuando mataron a Franks. Así y todo, apenas unos meses después de su detención, aquel estudiante de secundaria fue condenado a la pena capital.
Treinta y nueve años más tarde saldría a la luz que el niño que testificó en su contra había intentado retractarse de su declaración inmediatamente inmediatamente después. Pero los agentes de homicidios de Cleveland lo amenazaron con detenerlo y acusar a sus padres de perjurio si variaba su historia, según su posterior testimonio judicial. Ajamu fue puesto en libertad condicional en 2003 después de pasar 27 años en prisión, pero el estado de Ohio no declaró su inocencia hasta cerca de 12 años más tarde, cuando el falso testimonio del niño y la mala praxis policial quedaron en evidencia en una audiencia judicial relacionada.
Entrevisté a Ajamu y a otras personas de procedencias muy diferentes, pero que llevan a sus espaldas la misma carga aplastante: una sentencia de muerte por crímenes que no cometieron.
La experiencia poscarcelaria de los exinternos del corredor de la muerte es tan abrumadora, tan terrible y tan turbadora como el peso de saberse inocente y estar condenado a morir. El estrés postraumático que sufre alguien que ha tenido una condena errónea y ha vivido a la espera de su propia ejecución no desaparece por arte de magia por más que el estado lo ponga en libertad, se disculpe o incluso le brinde una compensación económica (algo excepcional, de todos modos).
La conclusión que extraigo es palmaria: una persona inocente condenada a muerte es el testigo perfecto contra lo que muchos consideran la inmoralidad y barbarie inherentes a la pena capital.
Es una conclusión particularmente sobrecogedora en un país que lleva a cabo ejecuciones a un ritmo raras veces superado, y en el que factores como la raza del acusado o de la víctima, los bajos ingresos económicos o la incapacidad de contrarrestar el exceso de celo de policías y fiscales pueden elevar el riesgo de que el acusado sea víctima de una sentencia injusta que podría conducir a su ejecución. La raza es un factor particularmente
determinante: en abril de 2020, más del 41 % de los presos en el corredor de la muerte eran negros, mientras que en Estados Unidos los negros solo representaban el 13,4 % de la población.
En los últimos 30 años, colectivos como Innocence Project (Proyecto Inocencia) han puesto el foco sobre la peligrosa falibilidad en la que puede llegar a incurrir el sistema judicial estadounidense, máxime en los casos de pena capital. Los análisis de ADN y el escrutinio de la actuación de la policía, de los fiscales y de la defensa han contribuido a exonerar a 182 condenados a muerte desde 1972, y hasta diciembre de 2020 se habían traducido en más de 2.700 absoluciones de todo tipo desde 1989.
Todos los exinternos del corredor de la muerte a quienes entrevisté pertenecen a una organización llamada Witness to Innocence (Testigo de la Inocencia). Con sede en Filadelfia desde 2005, la WTI es una entidad sin ánimo de lucro dirigida por internos del corredor de la muerte que fueron exonerados. Su meta última es lograr la abolición de la pena de muerte en Estados Unidos, por la vía de modificar la opinión pública sobre la moralidad de la pena capital.
En los últimos 15 años, la labor de concienciación llevada a cabo por la WTI ante el Congreso de Estados Unidos, las legislaturas estatales, los asesores políticos y los expertos académicos se ha traducido en la abolición de la pena capital en varios estados, aunque sigue vigente en 28 de ellos, en el Gobierno federal y en las Fuerzas Armadas. En 2020, 17 personas fueron ejecutadas en Estados Unidos, 10 de ellas por parte del Gobierno federal. Fue la primera vez que el Gobierno del país ejecutaba a más convictos que todos los estados juntos.
«A los 17 años fui secuestrado por el estado de Ohio». Con estas palabras inició Ajamu nuestra conversación cuando nos reunimos en mi casa. «Era un niño cuando me encarcelaron para matarme matarme –me dijo Ajamu, que hoy preside la junta de la WTI–. No entendía lo que me estaba pasando ni cómo era posible. Al principio pedía misericordia a Dios, pero pronto comprendí que no la habría».
El día que Ajamu llegó al Centro Penitenciario del Sur de Ohio, una cárcel de alta seguridad situada situada en la zona rural del estado, lo condujeron a un módulo lleno de reclusos. Al final del corredor de la muerte estaba la sala que albergaba la silla eléctrica de Ohio. Al llevarlo a su celda, los guardas le hicieron pasar deliberadamente por delante de ella.
«Un guarda estaba empeñado en que viera la silla –recordaba Ajamu–. Nunca olvidaré sus palabras: "Mírala bien, que esta va a ser tu novia"».
Desde que Ajamu fue condenado a muerte hasta 2005 –año en que el Tribunal Supremo de Estados Unidos dictaminó que la ejecución de menores contravenía la prohibición constitucional de imponer penas crueles o desusadas–, el país ejecutó a 22 personas condenadas por delitos cometidos antes de cumplir los 18 años, según el Centro de Información sobre la Pena de Muerte (DPIC por sus siglas en inglés).
El fallo ponía fin a un rosario de ejecuciones de menores que se había iniciado mucho antes del nacimiento de Estados Unidos. El primer caso documentado de un menor ejecutado en las colonias británicas data de 1642, cuando Thomas Granger, de 17 años, fue ahorcado en la colonia de Plymouth por un presunto delito de zoofilia.
En los albores de la nación, hasta los niños más pequeños sucumbían a la más dura de todas las penas judiciales. En 1786 Hannah Ocuish, una nativa americana de apenas 12 años, fue ahorcada por asesinato en New London, Connecticut.
Durante la mayor parte de los siguientes 200 años no se tuvo en cuenta la edad del acusado a la hora de dictar sentencia. Tanto menores como adultos eran juzgados, condenados y ejecutados en función de sus delitos, no de su grado de madurez. Los registros penales que se conservan no empiezan a consignar con regularidad la edad de los ejecutados hasta alrededor de 1900. En 1987, cuando el Tribunal Supremo de Estados Unidos se avino por primera vez a estudiar la constitucionalidad de la pena de muerte en el caso de menores de edad, se habían documentado unas 287 ejecuciones de menores. Cuando en 1978 dictaminó que la ley de Ohio en materia de pena capital contravenía la prohibición de imponer penas crueles y desusadas recogida en la Octava Enmienda, así como la exigencia de igual protección ante la ley contenida en la Decimocuarta, la pena de muerte de Ajamu se conmutó por cadena perpetua. Aun así, Ajamu pasó entre rejas otro cuarto de siglo, hasta que fue puesto en libertad condicional. No sería absuelto hasta 2014, gracias a que un heroico periodista de una revista de Cleveland y el Innocence Project de Ohio ayudaron a desenmascarar la mentira que había enviado a Ajamu al corredor de la muerte.
«Existe un amplio abanico de errores que pueden conducir a condenas en falso en casos de pena capital –dice Michael Radelet, sociólogo de la Universidad de Colorado en Boulder y experto en pena de muerte–. Puede haber coacciones policiales para obtener confesiones, que pueden ser falsas. Se ha dado el caso de que la fiscalía elimine
pruebas exculpatorias. A veces un testigo ocular incurre en una identificación errónea, pese a su buena intención. El factor más habitual es el perjurio por parte de los testigos de la acusación».
Pocos detractores de la pena capital sintetizan el argumento contra las ejecuciones estatales de manera más contundente que la hermana Helen Prejean, cofundadora de la WTI y autora de Pena de muerte, el superventas en el que se basó la película homónima de 1995, protagonizada por Susan Sarandon y Sean Penn.
Esta monja de discurso franco describe cómo su aversión a la pena capital devino en algo personal al recordar el miedo que vivió años atrás ante la perspectiva de someterse a un tratamiento dental bastante rutinario. «Tenía cita para hacerme una endodoncia un lunes por la mañana –me contó–. Toda la semana anterior tuve pesadillas. Cuanto más se acercaba la fecha, más nerviosa me ponía».
Prosiguió: «Ahora imagínate saber que en tal fecha van a ejecutarte. Las seis personas a las que he acompañado en el corredor de la muerte compartían la misma pesadilla. Los guardas los sacaban a rastras de la celda. Ellos pedían auxilio y se revolvían. De pronto se despertaban y se daban cuenta de que seguían en la celda. Comprendían que solo había sido un mal sueño. Pero sabían que algún día los guardas irían a sacarlos de la celda de verdad, y que ese día no sería solo un sueño. Eso es una tortura. Una tortura que, hasta el día de hoy, nuestro Tribunal Supremo se niega a reconocer como una violación de la prohibición constitucional de imponer penas crueles y desusadas».
Más del 70 % de los países del mundo han rechazado la pena de muerte, ya sea en la letra de la ley o en la práctica, según el DPIC. De los lugares donde Amnistía Internacional ha documentado ejecuciones recientes, Estados Unidos –que registra las tasas de encarcelamiento más elevadas del mundo– es uno de los solo 13 países que llevaron a cabo ejecuciones en todos y cada uno de los últimos cinco años.
El apoyo de los estadounidenses a la pena capital ha disminuido significativamente desde 1996, cuando el 78 % la apoyaba para los condenados por asesinato. En 2018 ese apoyo había caído al 54 %, según el Centro de Investigaciones Pew.
ANTES DE QUE RAY KRONE fuese condenado a muerte, su vida no se parecía en nada a la de Ajamu. Oriundo de Dover, un pequeño pueblo de Pennsylvania, Krone era el mayor de tres hermanos y el típico chico americano de pueblo. Educado en el luteranismo, cantaba en el coro de una iglesia, pertenecía a los Boy Scouts y de adolescente era popular por ser listo y un poco bromista. Se prealistó en la Fuerza Aérea estando en el instituto; después de graduarse, sirvió en ella seis años.
Tras cursar baja honorable, se quedó en Arizona y entró a trabajar en el Servicio Postal, empleo en el que pensaba mantenerse hasta su jubilación.
Aquel sueño profesional –y su vida– se hicieron añicos de repente en diciembre de 1991, cuando Kim Ancona, una jefa de barra de 36 años, apareció cosida a puñaladas en el aseo de caballeros de un local de Phoenix que Krone frecuentaba.
La policía sospechó inmediatamente de él al enterarse de que unos días antes había llevado a Ancona, a quien conocía de vista, a una fiesta de Navidad en su coche. Al día siguiente de hallarse el cadáver, se requirió a Krone que aportase muestras de sangre, saliva y cabello. También se tomó un molde de su dentadura. En pocas horas estaba detenido y acusado de asesinato con agravantes.
Según dijeron los investigadores, la inconfundible maloclusión dental de Krone coincidía con las marcas de mordiscos halladas en el cadáver de la víctima. A los medios de comunicación les faltó tiempo para referirse con sorna a Krone como «el asesino de los dientes torcidos». Al igual que en el caso de Ajamu, no había pruebas forenses que relacionasen a Krone con el crimen. La genética era una ciencia en pañales y no se analizó el ADN de la saliva y la sangre recogidas en la escena del crimen. Sí se hicieron análisis más básicos de sangre, saliva y cabello que no arrojaron resultados concluyentes. Se pasaron por alto las pruebas exculpatorias de las que se disponía, como unas huellas de calzado localizadas en torno al cadáver que no coincidían con el número de pie de Krone ni con ningún par de zapatos de su propiedad.
EL PORCENTAJE DE NEGROS EN EL CORREDOR DE LA MUERTE ES DEL 41 %, PERO SOLO SON EL 13,4 % DE LA POBLACIÓN DE ESTADOS UNIDOS.