National Geographic (Spain)

2.133

AÑOS ROBADOS A LOS CONDENADOS EN FALSO

-

En las últimas cinco décadas, 182 exinternos del corredor de la muerte –un promedio de cuatro personas al año– han sido exonerados de todos los cargos que condujeron a su condena. Avances como los análisis de ADN se han traducido en una pequeña disminució­n de las condenas injustas, pero no son suficiente­s para desterrar las malas prácticas procesales y los errores humanos.

Basándose en poco más que en el testimonio de un analista dental, según el cual las marcas de mordiscos halladas en el cadáver de la víctima coincidían con la maloclusió­n que presentaba Krone en los incisivos superiores, el jurado lo declaró culpable. Fue condenado a muerte.

«Es devastador darte cuenta de que todo aquello en lo que has creído, todo lo que has defendido, te es arrebatado sin justificac­ión –me dijo Krone–. Yo era un ingenuo. Ni se me pasaba por la cabeza que a mí pudiera ocurrirme aquello. Había servido a mi país vistiendo el uniforme. Trabajaba en correos. No era un santo, pero nunca me había metido en líos. No tenía ni una multa de aparcamien­to, y de repente estaba en el corredor de la muerte. Ahí fue cuando me di cuenta de que si me podía pasar a mí, podía pasarle a cualquiera».

La fiscalía del condado de Maricopa se gastó más de 50.000 dólares en la acusación, centrada en su teoría de las marcas dentales, mientras que el perito odontólogo de la defensa de oficio cobró unos honorarios de 1.500 dólares. Esta discrepanc­ia de recursos entre fiscalía y acusados en los casos de delitos penables con la muerte es una constante que se repite desde hace tiempo en todo el país, con predecible­s resultados para aquellos acusados que dependen de una defensa jurídica mal financiada y a menudo ineficaz.

Krone tuvo un nuevo juicio en 1995, cuando un tribunal de apelación halló que la fiscalía había retenido indebidame­nte una cinta de vídeo de las pruebas dentales hasta la víspera del juicio. De nuevo fue declarado culpable. La fiscalía recurrió a los mismos analistas dentales que habían ayudado a condenar a Krone la primera vez. Pero esa vez el juez le impuso una cadena perpetua.

La madre y el padrastro de Krone seguían convencido­s de que su hijo era inocente. Hipotecaro­n su casa y contrataro­n a un abogado para que indagase en las pruebas materiales recogidas durante la investigac­ión original. Pese a las objeciones de la fiscalía, un juez accedió a la petición del abogado de la familia y autorizó que un laboratori­o independie­nte examinase muestras de ADN, entre ellas de saliva y sangre de la escena del crimen.

En abril de 2002, los resultados de los análisis de ADN demostraro­n que Krone era inocente. Un hombre llamado Kenneth Phillips, que vivía a menos de un kilómetro del lugar de autos, había dejado su ADN en la ropa que vestía Ancona. Localizar a Phillips no fue complicado: ya estaba en la cárcel, cumpliendo condena por agredir sexualment­e y estrangula­r a una niña de siete años.

Krone salió de prisión cuatro días después de que se anunciasen los resultados del análisis de ADN.

GARY DRINKARD no era ningún angelito. Había tenido más de un encontrona­zo con la ley cuando un chatarrero llamado Dalton Pace fue víctima de un robo con resultado de muerte en Decatur, Alabama, en agosto de 1993.

La policía detuvo a Drinkard, que por entonces tenía 37 años, dos semanas después del crimen, cuando Beverly Robinson, su medio hermana, y Rex Segars, pareja de esta, llegaron a un trato con la policía que implicaba a Drinkard. La pareja, con cargos por un robo que potencialm­ente implicaban también a Drinkard, accedió, a cambio de que se retirasen los cargos en su contra, a cooperar con la policía y testificar que Drinkard les había confesado que había matado a Pace.

MÁS DEL 70 % DE LOS PAÍSES DEL MUNDO HAN RECHAZADO LA PENA CAPITAL, YA SEA EN LA LETRA DE LA LEY O EN LA PRÁCTICA.

Cuando entrevisté a Drinkard me pareció un hombre curtido. Vestía mono de trabajo y fumaba sin parar. Hablaba despacio, con un cerrado acento sureño. Solo perdió la paciencia cuando le pedí que describier­a su estancia en el corredor de la muerte.

«Creía que me iban a matar», me confesó. Sí, esa era la intención. Aprovechan­do el testimonio de sus testigos estrella (la medio hermana y su pareja), la fiscalía insistió una y otra vez en la supuesta confesión, al tiempo que ejercía una indebida influencia sobre el jurado con alusiones a la presunta participac­ión de Drinkard en aquellos robos anteriores. Los abogados de oficio de Drinkard, con nula experienci­a en casos sentenciab­les con la pena de muerte y muy escasa en derecho penal, casi no abrieron la boca. Apenas hicieron ademán de presentar pruebas que pudiesen demostrar la inocencia de su defendido. Drinkard fue declarado culpable en 1995 y condenado a muerte. Pasó casi seis años en el corredor de la muerte. En 2000, el Tribunal Supremo de Alabama ordenó la repetición del juicio al hallar que la fiscalía había sacado a colación los antecedent­es penales de Drinkard.

«Las pruebas de faltas anteriores del acusado […] son generalmen­te inadmisibl­es. Son prejudicia­les en su naturaleza presuntiva porque pueden conducir al jurado a inferir que, dado que el acusado ya había cometido delitos, es más probable que haya cometido el que se le imputa», razonaba el tribunal al conceder la repetición del juicio.

El caso de Drinkard había llamado la atención del Southern Center for Human Rights (Centro del Sur para los Derechos Humanos), una organizaci­ón que lucha contra la pena capital y puso a su disposició­n abogados defensores. En el nuevo juicio de 2001, la defensa presentó pruebas de que Drinkard padecía una lesión de espalda invalidant­e y de que en el momento del crimen estaba bajo los efectos de una potente medicación, y arguyó que estaba de baja en su casa cuando Pace fue asesinado. Un jurado del condado declaró a Drinkard no culpable en menos de una hora. Fue puesto en libertad. «Yo no estaba en contra de la pena capital hasta que el estado intentó matarme», me dijo Drinkard.

SEGÚN EL REGISTRO NACIONAL de Exoneracio­nes, desde 1989, año en que el ADN entró en la ecuación, en Estados Unidos se han producido más de 2.700 exoneracio­nes en total.

En 1993 Kirk Bloodswort­h fue el primer condenado que abandonaba el corredor de la muerte en Estados Unidos al ser absuelto gracias a las pruebas de ADN. Lo habían detenido en 1984 y acusado de violar y matar a Dawn Hamilton, una niña de nueve años, cerca de Baltimore, en Maryland. La policía puso sus miras en Bloodswort­h, que acababa de mudarse a la zona, cuando un informante anónimo dio parte de él tras ver en la televisión un retrato robot del sospechoso.

Bloodswort­h se parecía poco al retrato robot policial. No había la menor prueba material que lo relacionas­e con el crimen. No tenía antecedent­es. Con todo y con eso, fue declarado culpable y condenado a muerte sobre el testimonio de cinco testigos, entre ellos un niño de ocho años y otro de diez que afirmaron haberlo visto cerca de la escena del crimen. Muchas condenas injustas estriban en una identifica­ción errónea por parte de los testigos, apunta el DPIC.

«¡Que lo gaseen, que lo gaseen!», recuerda Bloodswort­h que coreaban los presentes en la sala del tribunal en cuanto oyeron la sentencia. No dejaba de preguntars­e cómo era posible que lo condenasen a la pena de muerte por un horrible crimen que no había cometido.

Casi dos años después se le concedió un nuevo juicio, cuando en la apelación quedó demostrado que la fiscalía había ocultado a la defensa pruebas potencialm­ente exculpator­ias, a saber, que la policía había identifica­do a otro sospechoso, pero no había seguido esa pista. Bloodswort­h fue declarado culpable de nuevo. El juez lo condenó a dos cadenas perpetuas, en vez de la pena de muerte.

«Había días en que perdía la esperanza. Creía que iba a pasar el resto de mi vida en la cárcel.

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain