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PERSONAS EN EL CORREDOR DE LA MUERTE DE ESTADOS UNIDOS
En 1972 el Tribunal Supremo de Estados Unidos dictaminó que la pena de muerte vulneraba la prohibición de imponer penas crueles y desusadas que recoge la Octava Enmienda. La han abolido 22 estados; otros han aprobado nuevas leyes en conformidad con los dictámenes del tribunal. Hoy hay reclusos en el corredor de la muerte en 28 estados y en cárceles federales y militares.
Y entonces cayó en mis manos un ejemplar del libro de Joseph Wambaugh», dijo Bloodsworth.
Ese libro de 1989, The Blooding, explica la base científica de los análisis de ADN que entonces empezaban a hacerse y cuenta cómo las fuerzas del orden los usaron por primera vez para descartar sospechosos y resolver un caso de violación y asesinato. Bloodsworth se preguntó si aquel avance científico podría limpiar su nombre.
Cuando preguntó si podían realizarse análisis de ADN para demostrar que no había pisado la escena del crimen, le contestaron que las pruebas se habían destruido por accidente. No era cierto. Las pruebas, entre ellas la ropa interior de la niña, aparecieron tiempo después en el juzgado. La fiscalía, convencida de tener de nuevo las de ganar, accedió a que se analizasen.
Los análisis revelaron la presencia de ADN útil: en ningún caso era de Bloodsworth. Fue puesto en libertad, y seis meses más tarde, en diciembre de 1993, el gobernador de Maryland le concedió el indulto. Pasarían casi 10 años más hasta que se imputó al verdadero asesino. El ADN era de Kimberly Shay Ruffner, que había salido de la cárcel 15 días antes del asesinato de la niña. Durante un tiempo Ruffner –condenado a 45 años de cárcel por intento de violación e intento de homicidio poco después de la detención de Bloodsworth– y Bloodsworth compartieron prisión. Ruffner se declaró culpable del asesinato de Dawn Hamilton y fue condenado a cadena perpetua.
Bloodsworth es hoy el director ejecutivo de la WTI y un incansable activista contra la pena capital. La Ley de Protección de la Inocencia, sancionada por George W. Bush en 2004, fundó el Programa Kirk Bloodsworth de Subvención de Análisis de ADN Poscondena para ayudar a sufragar el coste de estos análisis después de dictada la sentencia.
«Yo era pobre y solo llevaba un mes en la zona de Baltimore cuando me detuvieron –me contó Bloodsworth, que hoy tiene 60 años–. Cuando relato mi historia y explico con qué facilidad pueden condenarte por algo que no has hecho, la gente suele replantearse el funcionamiento del sistema de justicia penal. No cuesta demasiado llegar a la conclusión de que se ha ejecutado a inocentes».
SABRINA BUTLER descubrió que Walter, su hijo de nueve meses, había dejado de respirar. Era el 11 de abril de 1989. Ella, madre soltera de 18 años, intentó hacerle una reanimación cardiopulmonar, pero al ver que el bebé no respondía, se lo llevó corriendo a un hospital de Columbus, Mississippi, donde no pudieron hacer por él más que declarar su muerte. Menos de 24 horas después Butler estaba acusada de matarlo.
Walter presentaba graves lesiones internas en el momento de morir. Butler dijo a la policía que creía que se las había causado ella al intentar reanimarlo. La policía dudó de su historia y, tras varias horas de interrogatorio sin presencia de un abogado, ella firmó una confesión en la que reconocía haber golpeado al bebé en el abdomen porque no dejaba de llorar. Al cabo de 11 meses fue declarada culpable y condenada a la pena de muerte.
La defensa de Butler no llamó a ningún testigo. Un perito médico podría haber testificado que las lesiones de Walter eran compatibles con la incompetente reanimación cardiopulmonar de una madre desesperada. Un vecino –que sí fue llamado llamado a declarar como testigo en un juicio posterior– podría haber aportado un testimonio útil sobre los intentos de Butler por salvar la vida a su hijo. Pero los abogados de oficio, entre ellos un especialista en divorcios, ni convocaron testigos ni la llamaron al estrado para que defendiese su inocencia.
«Allí estaba yo, una joven negra en una sala llena de adultos blancos –recuerda Butler, hoy llamada Sabrina Smith–. Yo no entendía qué era aquel proceso. Mis abogados se limitaron a decirme que estuviese callada y mirase al jurado. Cuando me di cuenta de que mi defensa no iba a llamar a ningún testigo para ayudar a probar mi inocencia, supe que mi vida había terminado».
La condena y la pena de Butler fueron anuladas en agosto de 1992, cuando el Tribunal Supremo de Mississippi dictaminó que la fiscalía había hecho comentarios improcedentes sobre la ausencia del testimonio de la acusada. Se ordenó la repetición del juicio.
Este, con mejores abogados trabajando pro bono, culminó en absolución. Un vecino describió los desesperados intentos de Butler por reanimar a su bebé. Un perito médico confirmó que las lesiones podían deberse al intento de reanimación cardiopulmonar. También se presentaron pruebas de que Walter padecía una enfermedad renal que probablemente contribuyó a su muerte súbita. Butler fue puesta en libertad tras un lustro en la cárcel, la primera mitad en el corredor de la muerte.
Menos de dos años después de su exoneración, Butler, la primera de las dos únicas mujeres estadounidenses que han salido del corredor de la muerte tras ser absueltas, fue citada para formar parte de un jurado. «Me quedé horrorizada –me contó–. Fui a hablar con el secretario del juzgado. Le expliqué que el estado de Mississippi había intentado matarme y que ni en sueños podría hacer bien el papel de miembro del jurado». La eliminaron de la lista.
UNA CUESTIÓN que suele confundir tanto a los exonerados como a la opinión pública es si existe una fórmula fija para resarcir a quienes han sido condenados en falso, especialmente a la pena de muerte. La respuesta es no. Un reducido número de absueltos han recibido millones de dólares en indemnizaciones en función de las leyes del estado que los condenó, pero muchos reciben poco o nada.
Pocos exonerados del corredor de la muerte siguen esta cuestión más de cerca que Ron Keine, quien ha consagrado su vida a mejorar la situación de los condenados en falso, que a menudo se reinsertan en la sociedad con escasas habilidades de supervivencia. Él no siempre fue tan benevolente.
Criado en Detroit, creció con malas compañías. Antes de los 16 años ya había recibido una puñalada y un disparo. A los 21, él y su mejor amigo, miembros de un club de moteros de dudosa reputación, decidieron recorrer el país en camioneta. En 1974 Keine y otros cuatro fueron detenidos en Oklahoma y extraditados a Nuevo México, acusados de haber matado a un universitario de 26 años, William Velten, Jr., en Albuquerque. La limpiadora de un motel declaró que la habían violado y que luego los había visto matar al chico.
Cuando ocurrió el crimen, los moteros estaban en Los Ángeles y tenían una multa de tráfico para demostrarlo. La limpiadora se retractó.
En septiembre de 1975 un vagabundo, Kerry Rodney Lee, confesó haber matado a Velten. El arma homicida coincidía con una robada al padre de la novia de Lee. Con esas pruebas, se repitió el juicio de Keine y sus amigos, y el fiscal decidió no acusarlos. Lee fue condenado en mayo de 1978.
«Cuando estaba en el corredor de la muerte, sabía que era inocente, pero no tenía voz. Así que al salir decidí dedicar mi vida a ser una piedra en el zapato» del sistema de justicia penal, me dijo Keine, que actualmente tiene 73 años. Indemnizado con solo 2.200 dólares, reclama un sistema de compensación para otros condenados en falso.
«Cuando una persona sale del corredor de la muerte, tiene cero autoestima y, normalmente, ni un centavo –dijo–. Nosotros tratamos de sacar a esa gente adelante. Tratamos de ayudarlos a encontrar los recursos que necesitan para sobrevivir».