LOS HUMANOS SON MÁS FÁCILES».
«AQUÍ TENEMOS QUE LUCHAR CONTRA LA NATURALEZA, Y LA NATURALEZA ES IMPREDECIBLE –DIJO EL DOCTOR, COMPUNGIDO–.
«Para usted es divertido, pero nosotros hacemos esto todos los días», me dijo un soldado en nuestra primera mañana de caminata. Cuando llegamos al campamento conocido como Paiju, teníamos las articulaciones entumecidas y los pies doloridos.
Las condiciones de vida en el campamento son relativamente cómodas. Un generador y varias antenas parabólicas proporcionan una conexión no del todo fiable con el mundo exterior. En la sala de oficiales, un pequeño televisor ofrece cierto entretenimiento vespertino.
«Ponemos películas que motiven», nos dijo un hombre. «¿Tipo Rambo?», bromeó Cory.
«Sí, exacto», respondió él, totalmente en serio. Otros destacamentos lo pasan peor. En Urdukas, una avanzadilla de apenas tres iglúes de poliestireno plantados en un espectacular mirador a unos 4.000 metros de altitud, solo hay destinados cuatro soldados rasos. «Es un aburrimiento –susurró uno de ellos mientras comía un guiso de pollo correoso con pan roti–. Sin móvil, sin pelis…». En invierno solo hay cuatro horas y media de luz solar al día. Rodean el campamento cientos de bidones de queroseno, la sangre vital del soldado, imprescindible para cocinar y calentarse. El interior de los refugios está cubierto de hollín. Los únicos lujos son el naswar –una variedad tosca de tabaco de mascar– y el ludo –una versión paquistaní del pachisi que se juega en tableros caseros–. «Si hay oficiales, lo ponen más cómodo», dijo un soldado.
Al día siguiente nos topamos con una docena de soldados que descendían tras tres semanas de patrulla. Charlé con un afable capitán médico que bajaba fumándose un cigarrillo. «Fue bien, esta patrulla –dijo–. Tuvimos que evacuar tres edemas cerebrales, pero es lo normal».
Hasta 2003 las escaramuzas con artillería y francotiradores eran habituales, pero el alto el fuego acordado ese año ha dejado a los militares con poco que hacer salvo observarse mutuamente y sobrevivir a los elementos. «Es como un partido de fútbol –me dijo otro capitán sobre la vida en el frente–. Normalmente avisamos levantando una bandera roja. Advertimos: "Parad. Tenemos las armas a punto". En respuesta, ellos izan la bandera blanca para decir: "Vale, paramos"». Por lo demás, las horas se miden en cigarrillos y tés, partidos de voleibol o críquet, rezos y tareas diarias.
Tanto la India como Pakistán han aprendido en estos 35 años de guerra de alta montaña a cuidar de sus tropas en este entorno. Los médicos militares se dieron cuenta de que la intoxicación por monóxido de carbono y las embolias son problemas comunes que aquejan a los soldados cuando pasan demasiado tiempo sin moverse en destacamentos bloqueados por la nieve. En la actualidad se obliga a la tropa a hacer ejercicio diario. «Los POE [procedimientos operativos estándar] se aprenden con sangre», dijo un coronel.
Muchos de los soldados que conocimos en la montaña ya habían vivido combates en las zonas tribales de Pakistán que limitan con Afganistán, en el marco del esfuerzo del Gobierno paquistaní por hacer frente al terrorismo islámico. «Aquí tenemos tenemos que luchar contra la naturaleza, y la naturaleza es impredecible –dijo el doctor, compungido–. Los humanos son más fáciles».
EN OTOÑO DE 1985, más de un año después de que la India se apoderase del Siachen y transcurridos 17 desde la publicación de la línea de Hodgson, un diplomático indio cursó una solicitud oficial. Esta llegó a la mesa del geógrafo del Departamento Departamento de Estado de ese momento, George Demko.
Más de un año después, Demko publicó una actualización de la orientación cartográfica en la que declaraba que la Oficina del Geógrafo había revisado la representación de la frontera indo-paquistaní en los mapas de Estados Unidos y detectado «una incoherencia en la representación y la categorización de la demarcación por parte de diversos organismos de producción [de mapas]». Para corregirla, escribió, «la Línea de Alto el Fuego no se alargará hasta el paso del Karakorum, a diferencia de la práctica cartográfica anterior».
La línea de Hodgson había pasado a la historia. Aunque su trazo desapareció de los mapas estadounidenses, la Oficina del Geógrafo no ofreció ninguna explicación acerca de dónde había salido en su momento.
Unos años después de la corrección de Demko, Robert Wirsing, un investigador de la Universidad de Carolina del Sur que seguía de cerca el conflicto del Siachen, empezó a indagar en los pormenores de aquella línea que durante un tiempo había figurado en los mapas estadounidenses. Wirsing,
quien sabía por un general indio que el Gobierno de ese país había pedido explicaciones sin éxito, escribió al Departamento de Estado y a la Agencia Cartográfica de Defensa interesándose por el caso.
En 1992, el sucesor de Demko, William Wood, respondió. «Nunca ha sido política de Estados Unidos mostrar frontera de ningún tipo entre el NJ9842 y la frontera china», escribía. Wirsing lo dejó correr.