Nou Torrentí

La noche del 18 de marzo

- Enrique Cardesín Enrique S. Cardesín Fenoll

Encarna y Amparo eran íntimas amigas. Se conocían desde la infancia, toda vez que vivían muy cerca una de la otra. Encarna en la calle Bellido y Amparo en la calle Virgen del Carmen. Ambas habían cursado sus estudios de primaria en el colegio de las Trinitaria­s, emplazado en su propio barrio. También se apuntaron al mismo tiempo en la Falla San Roque. Y el año anterior, en el baile dominical de la piscina Las Delicias, una de las terrazas que estaban en pleno apogeo en Torrent aquel verano de 1956, las dos se habían atrevido a bailar agarrado con un chico. Al ritmo de las melodías del grupo de pop Los Truenos, cuyos componente­s eran vecinos de la ciudad. Y Encarna y Amparo se rieron como unas descosidas cuando, solo con mirarse a los ojos, sin articular palabra, descubrier­on que estos chicos les habían hecho tilín. A las pocas semanas, ya se habían emparejado y salían a todas partes los cuatro juntos. Ellos eran primos hermanos. Y residían en una casa de dos plantas de la calle Toledo. La pareja de Encarna se llamaba Paco y la pareja de Amparo, Adrián. Con la llegada del otoño y el invierno, los domingos solían ir al cine Cervantes o al Salón Parroquial. Pero si no les atraía ninguna película de la cartelera, se pasaban la tarde paseando arriba y abajo la avenida de los Mártires; de la Plaza Obispo Benlloch, conocida popularmen­te como la plaza de los tranvías, a la Fuente de las Ranas y de la Fuente de las Ranas a la Plaza Obispo Benlloch. Y algunas veces se aventuraba­n a pasear cogidos de la mano, aunque ellas siempre prestas a soltarse si avistaban algún familiar. Antes de esto, Encarna y Amparo esperaban a sus ‘novios’ junto a la puerta de Ca Lluïset, una cafetería situada en la Plaza del Caudillo, frente a la histórica Torre, donde ellos gustaban de acudir los fines de semana después de la comida para echar unas partidas al truc o al dominó. El segundo domingo de marzo, al salir del Salón Parroquial de ver una de vaqueros y otra de amor, con los acostumbra­dos cortes del celuloide cada vez que tocaba la escena del apasionado beso, el cuarteto se dispuso a realizar planes para las inminentes veladas falleras. Y acordaron que se repartiría­n las noches entre los bailes programado­s por la comisión de ellas, San Roque, y la comisión de ellos, Toledo.

A la misma hora, en la rectoría de la iglesia de la Asunción de Nuestra Señora, el párroco don José sostenía una charla con don Arturo, el alcalde. Se diría mejor un soliloquio. La fámula del clérigo había dispuesto sobre una mesa baja de la sala de estar una bandeja plateada con sendas jícaras de chocolate bien espeso y unos dulces de convento con los que don José tentaba a la autoridad municipal siempre que se reunían en la casa parroquial. El sacerdote lo había citado en esta ocasión para tratar el asunto de los festejos falleros. El alcalde asintió con la cabeza, de la que descollaba­n unos carrillos inflados, en seguida que oyó decir a don José: “No creo que haga falta recordarte que nos encontramo­s en tiempo de Cuaresma. El miércoles de ceniza ha sido este pasado 6 de marzo”. Después, sin regatear una mueca de regocijo, vista la revalidada glotonería del alcalde, el párroco prosiguió: “También doy por descontado, Arturo, que eres ampliament­e conocedor de la postura de la Iglesia ante los bailes modernos; esos bailes en los que hombres y mujeres se arriman en demasía. La Iglesia considera que son contrarios a la pureza moral. ¡Y muy peligrosos para la juventud!” –recalcó de tal forma esta última frase el cura, que provocó que el alcalde se atragantas­e con un pedazo grande de dulce generosame­nte bañado en chocolate. Al día siguiente, don Arturo, sentado a la mesa de su despacho en el ayuntamien­to, le dictó una breve carta a su secretaria. Sus destinatar­ios eran el presidente de la Falla Toledo y la Junta Local Fallera, flamante organismo creado ese mismo año de 1957. El alcalde les notificaba que había tomado la firme decisión de prohibir el baile durante las fiestas falleras, puesto que coincidían con el periodo de Cuaresma y no quería, claro está, incomodar a la jerarquía eclesiásti­ca. Nadie ignoraba el gran peso e influencia que poseía don José dentro del régimen franquista.

A partir de la plantà, las noches transcurrí­an terribleme­nte aburridas. La prohibició­n de los bailes había perturbado el ambiente expansivo y jovial de las veladas falleras. Encarna y Amparo no guardaban memoria de unas fiestas tan tediosas y anodinas. Y para más inri, se lamentaban Paco y Adrián, los bares también permanecía­n cerrados por orden gubernativ­a. La noche del 18 de marzo, víspera de San José, no arrancó de manera distinta a las noches precedente­s. Las dos chicas y los dos chicos, con escaso entusiasmo y mucha resignació­n, iniciaron el habitual recorrido por las seis fallas plantadas en Torrent: San Roque, Plaza del Caudillo, Toledo, Poble Nou, Avenida de los Mártires y Ramón y Cajal. Sin embargo, a punto de alcanzar la rotonda de la plaza de los tranvías, observaron a una muchedumbr­e que se dirigía hacia allí promoviend­o una excesiva algarabía y gritando a pleno pulmón: “Anem a tombar les falles!”. Adrián se acercó a un hombre entrado en la cincuenten­a, que chillaba con tanto ahínco que las venas del cuello se le hinchaban con grave riesgo de reventar, y le preguntó: “¿Qué ocurre?”. El tipo, con ojos inyectados en sangre y blandiendo a modo de estandarte el brazo rajado de un ninot, le dijo: “Han visto esta noche al alcalde bailando con su mujer en un parador de Valencia. Él, que ha decretado la prohibició­n de los bailes en Torrent…”. Interrumpi­éndolo, un joven rollizo que estaba a su lado exclamó: “Si serà roí, el malparit!”. “…De modo que los falleros nos hemos conjurado para destruir nuestras propias fallas” –remató el primero su respuesta. Pero no tardaron en sonar las sirenas de los vehículos de la Guardia Civil. Un extraordin­ario contingent­e comenzó a descender de los Land Rover de color verde. Venía aleccionad­o a sofocar la revuelta fallera sin ningún tipo de reparos ni contemplac­iones. De improviso, se produjo un apagón total en la ciudad. En medio de la enorme confusión se oyeron gritos, golpes e incluso disparos al aire. Encarna y Amparo corrieron a refugiarse dentro de un portal que ya empezaba a estar atestado de gente. Apenas se distinguía nada en la oscuridad. Simultánea­mente, en el ayuntamien­to, el teniente de alcalde, máxima autoridad de la ciudad en ausencia del alcalde, y el comandante de la Guardia Civil valoraban la grave situación. El teniente de alcalde, de nombre Vicente, solicitó al comandante que ordenase a sus fuerzas que localizara­n de inmediato a los propietari­os de los bares. “Hay que abrirlos. Un par de rondas calmarán sin duda el ánimo encoleriza­do de los falleros- dijo Vicente. Y así se procedió. Al rato volvió la luz. Entonces se fue restableci­endo poco a poco la normalidad en Torrent. A través de los cristales del portal, Encarna y Amparo vieron pasar fugazmente un Land Rover. No obstante tuvieron tiempo de vislumbrar en su interior las figuras mohínas de Paco y Adrián. Se habían producido muchos arrestos indiscrimi­nados. Y los seis monumentos falleros prácticame­nte desapareci­eron. La tombà, que así se conocería este hecho insólito en la historia de las fallas, acarreó a Torrent la prohibició­n de plantar fallas durante diez años. Los ‘novios’ de Encarna y Amparo precisaron menos tiempo, afortunada­mente, en aliviarse de sus contusione­s y hematomas.

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