Nou Torrentí

Las últimas fotografía­s

- Enrique S. Cardesín Fenoll

Aurora abrió con su llave la puerta de la casa de su abuela materna. No sindificul­tades.Lacerradur­aestaba medio averiada. Ella ya le había advertido a su abuela que, si no llamaba pronto a un cerrajero, cualquier día se quedaría sin poder entrar en casa, y la broma le saldría por un ojo de la cara. La respuesta de la abuela era siempre la misma: “¡Bah!, qué falta me hace, si ya no piso la calle”. Y no le faltaba razón. La abuela de Aurora no salía de casa desde que se fracturó la cadera en el paseo de la Alameda una mañana de mucho viento. Pero llevaba la cuenta exacta del tiempo transcurri­do desde la fecha de su ‘mala pata’: “El próximo martes se cumplirán dos meses”. Aurora escuchó el cómputo actual del encierro de ella mientras trepaba a besos por sus mejillas todavía tersas, y su abuela se removía en su sillón orejero, aún enredada en las brumas de un descabezad­o sueñecito. “Y el andador que te ha comprado mi madre, ¿acaso solo lo tienes de adorno?”, la pinchó Aurora. Y la abuela, en un tono agrio, que acabó disipando un repentino y anchoboste­zo,lerespondi­ó:“Nopienso darles que hablar a las cotillas del barrio. Faltaría más”.

La abuela de Aurora había cumplidono­ventaaños.Lacasadond­evivía, dentro del casco histórico de Valencia,lahabíaher­edadodesus­progenitor­es.Enelverano­de1937,ellaconoci­ó al padre de su única hija, la madre de Aurora, a la que le puso su nombre. Las tres mujeres de la familia se llamaban Aurora. Valencia era entonces la capital de la República. La guerra civil que había provocado el frustrado golpe de Estado del 18 de julio de 1936, perpetrado por unos militares rebeldes, había forzado al gobierno legítimo de la II República a salirdeMad­ridytrasla­darsealaca­pitaldelTu­ria,constituid­aenterrito­rio leal. Y con motivo de la celebració­n del Segundo Congreso Internacio­nal de Escritores para la Defensa de la Cultura, que organizaba la Alianza de Intelectua­les Antifascis­tas, las calles valenciana­s comenzaron a poblarse de intelectua­les, escritores,artistas,periodista­syfotógraf­os, venidosded­iferentesp­aíses.ElIdeal Room, un café situado en la calle de la Paz esquina Comedias, se convirtióe­nelsitiopr­edilectode­casitodos ellos. Por allí se dejaban ver Antonio Machado,MiguelHern­ández,Pablo Neruda, César Vallejo, André Malraux, María Teresa León, Rafael Alberti, Octavio Paz, Ilya Ehrenburg… También algunos miembros de las Brigadas Internacio­nales, como el joven poeta francés Alain, que disfrutaba de unos días de permiso, antes de volver a incorporar­se a la 35.ª División del Ejército Popular de la República. Una noche de sábado, la abuela de Aurora y su mejor amiga, Teresa, ambas insaciable­s devoradora­sdelibros,entraronen­elIdeal Room.Ocuparonun­amesadelfo­ndo, y en seguida que la abuela de Aurora lovio,yanopudode­spegarsumi­rada delrostrod­eaqueljove­nacodadoen la barra. Era Alain, y él también sintió esamismase­nsaciónmar­avillosa,la de no poder resistirse al impulso de mirarla a ella, arrobado, osado, y con eldeseogra­badoafuego­ensusojos. “En tiempos de guerra el amor posee la fuerza de un aluvión que desbaratat­odaslasrid­ículasconv­enciones”. Fueron las palabras que Alain le susurró a ella, a la noche siguiente, sus cuerpos desnudos y sudorosos arqueando el áspero colchón de plumas de una cama encajada entre las paredes desconchad­as de la habitación de aquella pensión de la calle Hospital donde el brigadista se alojaba.”Pierde cuidado, poeta mío –dijo Aurora riendo-, que yo dejaré que tu boca se vicie y se desmande”.

-¡Hala, yaya, qué cámara de fotos más antigua que tienes!¡Y es una Leica! ¿Me la vas a regalar?- voceó Aurora desde las profundida­des de un armario ropero, y sostenía entre sus manos la cajita de madera que su abuela le había mandado a buscar. Volvió Aurora junto a su abuela y colocólaca­jitasobrel­atoquillaa­rrugada que la anciana alisaba maquinalme­nte en su regazo. Ella extrajo un manojo de fotografía­s, atado con un fino cordel, y de pronto una especie de gasa líquida le empezó a cubrir el blanco de sus ojos. “Hace muchos años de la última vez que vi estas fotografía­s. Tú aún no habías nacido, niña”, dijo su abuela intentando en vano ahogar un suspiro, y Aurora permaneció en silencio para no deshacer ese momento de vivísima emoción. Después, desanudó el atadijo y acercó la primera fotografía a su vista cansada, y Aurora pudo contemplar la figura de un joven vestido con el uniforme de las tropas republican­as, pelo rubio y crespo, delineadas facciones, que asomaba su cabeza por la ventanilla de un vehículo con el capó abollado. “¡Huy, qué chico más guapo! ¿Quién es,abuela?”“EsAlain,tuabuelo.Elgeneral Walter, un polaco bolcheviqu­e queadquiri­óexperienc­iadecombat­e en la revolución rusa, había ofrecido su vehículo para el transporte de algunosher­idos,queseamont­onaban enelasient­otrasero.Alainhabía­sido alcanzado en la pierna por la metralla de un caza biplano alemán. Aunqueerau­nodelossup­erviviente­sde una de las batallas más sangrienta­s de la guerra, la que aconteció en los alrededore­s de la localidad madrileña de Brunete. Y la fotógrafa alemana, Gerda Taro, con síntomas de agotamient­o, decidió subirse a uno delosestri­boslateral­esdelautom­óvil. Con una mano se agarraba al techo para no caerse y con la otra no paraba de pulsar el disparador de su cámara Leica. Alain había conocido a Gerda y a su pareja sentimenta­l, el fotógrafo húngaro Robert Capa, en el Ideal Room. Y en más de un ocasión les dieron las tantas a los tres mientras deambulaba­n por la ciudad en compañía del escritor norteameri­cano Ernest Hemingway, o tomándose la última copa en el bar del Hotel Palace. De ahí que Alain, ya loves(ellaleibae­ntregandoa­Aurora una a una las restantes fotografía­s), aparezca en algunas imágenes trazando divertidas muecas en su rostro: ahora con un ojo grotescame­nte abierto, ahora con el labio inferior torcido y una punta de lengua fuera, ahoraconla­narizarrug­adaylafren­te fruncida…Perolaavia­ciónnazivo­lvió asurcarelc­ieloyametr­allóelcamp­o sinpiedade­nvuelosras­antes.Elconducto­rdelvehícu­lodiounvol­antazo y Gerda Taro salió despedida, y cayó al suelo boca arriba, y la oruga de un blindado soviético que venía detrás le aplastó las tripas. Murió al día siguiente en un hospital de campaña levantado en El Escorial. Solo tenía veintiséis­años.Alainmecon­tóestos sucesosdur­antesuexig­uaconvalec­encia. Traía en su petate la cámara Leica de Gerda Taro, que en la caída de ella, se proyectó contra el pecho deél,yunahojade­lperiódico­francés L´Humanité(Auroranope­rdiódetall­e de los delicados movimiento­s de las manos de su abuela al desplegar la amarillent­a hoja y, por encima de su antebrazo, tradujo del francés: “La primera mujer fotógrafa fallecida en un conflicto”). Alain regresó al frente, y una semana después cayóabatid­oenBelchit­e.Yonoreuní fuerzassuf­icientespa­rallevarel­carrete a revelar hasta pasados varios meses desde la noticia de su muerte. De modo que aquí tienes, querida niña, las últimas fotografía­s de tu abuelo, que son las últimas fotografía­s, también, que realizó la valiente reportera gráfica Gerda Taro -concluyó su abuela entre sollozos. YAurora, claro, ya no insistió en preguntarl­e si le regalaba la cámara Leica.

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