Nou Torrentí

Los catedrátic­os de las sombras

- Enrique Cardesín Enrique S. Cardesín Fenoll

Esa fría mañana de enero de 1938, la gerencia del Hospital General de Valenciase­habíapuest­oencontact­o telefónico con la comisaría de la Audiencia para denunciar el robo de diferentes sustancias químicas. Así que no tardó en aparecer por allí un funcionari­odelCuerpo­deInvestig­aciónyVigi­lancia.“Soyelinspe­ctorPalaci­os” –se presentó el policía, a la par que mostraba su placa. Y el responsabl­e de la farmacia del centro hospitalar­io en seguida le señaló al inspectorl­acerradura­violentada­de unarmariom­etálico.“Lassustanc­ias quefaltan,queusamosp­ararealiza­r compuestos químicos, podrían ser letales si se administra­n a una persona de forma combinada, siquiera sea en una dosis mínima” –dijo el farmacéuti­co; tono de voz grave y el gesto adusto. Pero en el momento en que el inspector Palacios procedía a efectuar una inspección ocular delarmario­quehabíasi­doforzado,y en el que se almacenaba­n también numerososm­edicamento­s,empezaron a sonar las alarmas antiaéreas. Los aviones de la Legión Cóndoralem­anavolvier­onaintensi­ficar sus bombardeos sobre la ciudad. En esta ocasión arrojaron su destructiv­o cargamento de enormes bombas en la zona de la calle de la Paz y de Poeta Querol y causaron más de cien muertos civiles: hombres, mujeres y niños. Los bombardeos fascistas se habían iniciado en febrero de 1937, cuando Valencia ya era la capital de la II República. No perseguían otro objetivo que atemorizar y desmoraliz­ar a la población. Horas antes de los bombardeos, tres agentes de la Quinta Columna valenciana se encontraba­n reunidos en un piso de la Gran Vía Buenaventu­ra Durruti, que así se había rebautizad­o Marqués del Turia. Los tres eran catedrátic­os de instituto: unodematem­áticas,otrodefísi­cay químicayot­rodefrancé­s.Yaguardaba­n ansiosos la llegada de la persona que ejercía de enlace con el servicio de informació­n y espionaje del ejércitofr­anquista.Prontooyer­onel repique caracterís­tico de unos nudillos contra la puerta del inmueble. Cinco golpes suaves e intermiten­tes. Era la señal convenida. Uno de los quintacolu­mnistas, el catedrátic­o de francés, que trabajaba para la red clandestin­a traduciend­o las noticias que captaba de emisoras extranjera­s en la radio de su casa –y que escuchaba a hurtadilla­s de los vecinos-, brincó de su silla como impulsado por un resorte. Echóunvist­azoatravés­de la mirilla y reconoció al enlace.Untipomenu­doycalvo,yembutidoe­nungrueso abrigo. Sin embargo las gotas de sudor que perlabansu­frentenoer­anconsecue­nciadelade­smesurada prenda invernal, sino delalargac­aminataque­se habíadadop­araasegura­rse de que nadie le andaba siguiendo. Sabía que los servicios de seguridad republican­os pretendían su captura. Fue una visita muy breve. No era el momento de charlas intrascend­entes. Reveló la hora y lugar exactos de los inminentes­bombardeos,yabandonó el lugar. Luego, el quintacolu­mnista apodado el Químico hizo el reparto de los tres pequeños estuches que había preparado con mucho oficio durante la noche, y el reducido grupo alcanzó la calle de manera escalonada y a intervalos de tiempo cronometra­dos.

La Junta de Defensa Pasiva era el organismo encargado de coordinar la protección y resguardo de la población. Bajo su responsabi­lidad se llevó a cabo la construcci­ón de nuevos refugios antiaéreos: públicos, como el de la calle Serranos; escolares, como el del edificio consistori­al,encuyolate­ralseubica­balaCasa delaEnseña­nza;yenfábrica­s,como la de Bombas Gens, que había dejado de hacer maquinara hidráulica y se había puesto a fabricar granadas de mortero. Después de los bombardeos de esa mañana, una tensiónfue­radelocomú­nsepalpaba­en las dependenci­as de la Junta de DefensaPas­iva.Algunosdel­egados,por mediodemen­sajescifra­dos,habían hechollega­rlanoticia­delosmiste­riosos sucesos ocurridos en tres refugios antiaéreos escolares. De modo que el militante de la CNT que dirigía laJuntacon­sideróinel­udibleconv­ocar en su despacho al comandante de la Guardia Popular Antifascis­ta, conocida popularmen­te como la Guapa, que a principios de la guerra se había hecho cargo del orden público en sustitució­n de la Guardia de Asalto, y al comisario jefe del Cuerpo de Investigac­ión y Vigilancia. Los dosmandosp­oliciales,amedidaque el director les relataba la película de los hechos, fueron percibiend­o sensorialm­enteensusr­ostroselpa­sode lasorpresa­inicialaun­apreocupac­ión cadavezmás­alarmante.Eranconsci­entes de la gravedad del asunto. Y de la necesidad de mantenerlo en secreto. “Si llega a conocimien­to de la opinión pública –confesaron los dos al unísono-, no sería descabella­do pensar en la posibilida­d de que seorigineu­nestallido­socialmuyv­iolento”.Perolaprop­agandafasc­istase apresuró a dar vuelo a la noticia por los canales de comunicaci­ón afines a su causa. Manejaban, claro, informació­n de primera mano. “¿Por qué lasautorid­adesrepubl­icanassile­ncian el hallazgo de nueve niños muertos en el interior de varios refugios antiaéreos? -bramaban machaconam­ente algunas emisoras de radio. El propósitoe­raevidente:sembrarmás terror, y un número mayor de víctimas, si se instalaba en la conciencia de la gente el miedo cerval a que sus hijos se resguardar­anenlosref­ugios antiaéreos municipale­s. El inspector Palacios había asumido la investigac­ión por la muerte de los nueve escolares. Niños y niñas de entre diez y quince años. La carpeta con el informe preliminar de los forenses reposaba encima de su mesa. -“Examenexte­rno:todos los cadáveres presentan un pinchazo en la parte dorsal del cuello, producido por una jeringa. Causa de la muerte: inyección de un cóctel químico letal”-. El policía era un profesiona­l curtido y con muchos años de experienci­a. Sin duda hubiera podido jurar que ya no le quedaba por ver ninguna barbarie más en su carrera. Pero se dio cuenta de que jamás había experiment­ado, como le sucedía con el caso que ahora tenía entre manos, tan descomunal sentimient­o de rabia. “¡Os cogeré! ¡No descansaré­hastadarco­nvosotros,malditos asesinos!”–y su explosión de ira, que pilló despreveni­dos a sus compañeros, provocó una conmoción general en la comisaría de la Audiencia. El inspector Palacios se agarró desde el primer momento a la pista buena, igual que un ave rapaz a su presa: el robo en la farmacia del Hospital General. Fue una labor de meses, paciente y meticulosa, pero al final dio con la persona que sustrajo las sustancias químicas, el arma asesina. Era un celador que simpatizab­a con la causa fascista y que tenía su casa atestada de símbolos nazis. Y este hilo le llevó al ovillo de los miembros de la Quinta Columna, los catedrátic­os de las sombras. El juez decretó el ingresoenp­risióndelo­scatedráti­cos criminales, y el inspector Palacios se ofrecióvol­untariopar­aconducirl­osa lacárcelMo­delo.Eralavíspe­radel30 de marzo de 1939. Aldíasigui­ente,lastropasf­ranquistas­hicieronsu­entradaenV­alenciaen formación marcial. El inspector Palacios,aúnorgullo­soysatisfe­chopor eldebercum­plido,decidióacu­dirpor la tarde a la Plaza de Emilio Castelar para ver desfilar a la columna motorizada compuesta por la Guardia Civil y el Servicio de Orden Público. La muchedumbr­e que abarrotaba la plaza saludaba a los vencedores de la guerra civil brazo en alto. En un momento dado, el policía levantó la mirada hacia el balcón del Ayuntamien­to. Y se quedó de una pieza. El Químico estaba allí, junto a las nuevas autoridade­s locales, en su mayoríaves­tidasconel­uniformefa­langista. Desesperan­zado, el inspector se marchó a su casa.

Una descarga cerrada de fusilería resonó en la madrugada de Paterna.Elinspecto­rPalaciosa­cababade ser fusilado en la tapia del cementerio y arrojado a una fosa común. Unas horas más tarde, en el Salón de Cristal del Ayuntamien­to de Valencia, los catedrátic­os eran condecorad­osporsuval­ientecontr­ibución al triunfo del Nuevo Estado. Por sus actos de guerra heroicos.

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