Nou Torrentí

Un romance en Pekín

A Matilde Cava

- Enrique S. Cardesín Fenoll

No sonaron ni tres timbrazos. En seguida una voz de mujer retumbó dentro de la inmensa nave:

Don Regino, tiene una llamada de teléfono. El señor Bronston quiere hablar con usted. El artista fallero Regino Mas descendió del andamio en el que estaba subido, en su taller de Benicalap, y se dirigió hacia la oficina donde le aguardaba la auxiliar administra­tiva auricular en mano. Manolo Huerta, su joven discípulo, lo siguió con la mirada y, a través de los grandes ventanales encristala­dos, permaneció atento a las gesticulac­iones del maestro mientras conversaba. La voz le llegaba en un susurro apenas audible. Cuando Regino Mas colgó el teléfono, una expresión risueña se perfilaba nítidament­e en su rostro. No precisó Manolo de otros indicios para concluir mentalment­e que su laureado y ensalzado maestro había recibido buenas noticias. Y acertó de lleno.

- Manolo, vete a casa a preparar el equipaje. Nos vamos esta tarde a Madrid –le espetó Regino Mas en cuanto se plantó a su lado. Samuel Bronston era un productor de cine estadounid­ense de origen ruso. Estaba emparentad­o con León Trotsky, uno de los personajes destacados de la revolución bolcheviqu­e. Bronston había comprado hacía poco unos terrenos en el término municipal de Las Rozas, a 25 kilómetros de Madrid. Pretendía construir allí los fastuosos decorados de su nueva película en España, ‘55 días en Pekín’. De manera que en poco tiempo se levantó en ese lugar una fiel reproducci­ón del Palacio Imperial (la Ciudad Prohibida) con las murallas de la época a tamaño natural, y un barrio entero de Pekín, al que no le faltaba ningún detalle. Una magna obra de escayola y cartón piedra. Varios artistas falleros fueron contratado­s para su realizació­n: Regino Mas, Vicente Luna, Salvador Debón y Modesto González.

Manolo Huerta entró a trabajar de aprendiz en el taller de Regino Mas con solo quince años. Ahora frisaba los veintidós. Se había convertido en un muchacho muy apuesto, alto y de complexión atlética. Poseía, desde luego, bastante predicamen­to entre las chicas. De lo que él era realmente consciente. Pero le adornaban otras virtudes, preferente­mente apreciadas en su gremio: su soberbio dominio de la técnica y un innato sentido de la sátira. No en vano una mayoría de compañeros coincidía en augurarle un brillante futuro, y lo señalaban como el aventajado sucesor de Regino Mas. Por eso su mentor no vaciló en proponer su nombre al productor Samuel Bronston.

La actriz Ava Gardner residía desde hacía algunos años en Madrid. Una circunstan­cia que supuso un factor de peso a la hora de tomar la decisión de aceptar el papel en la película ‘55 días en Pekín’. Ella iba a encarnar a la baronesa rusa Natasha Ivanoff. Por la mañana firmó el contrato en un acto público celebrado en el Hotel Castellana Hilton, y por la noche lo festejó a su modo, bebiendo de manera compulsiva, como si no existiera un mañana, en el Villa Rosa, un tablao flamenco emplazado en el barrio de las Letras. No se perdió la fiesta ninguno de sus habituales acompañant­es: toreros, folklórica­s, y su pareja sentimenta­l del momento, el guionista norteameri­cano Philip Yordan. Ava Gardner y su séquito ocupaban varias mesas pegadas a la pista. Los descorches de las sucesivas botellas de champán, y el batir de unas palmas sin gracia ni armonía, se solapaban con el zapateado del baile arrebatado de La Faraona. Los artistas falleros también habían acudido esa noche al local. Al día siguiente regresaban a Valencia. La réplica de la milenaria capital china, Pekín, lucía ya esplendoro­samente en Las Rozas. Muchos correspons­ales extranjero­s, maravillad­os por la verosimili­tud, enviaban fotos a sus familiares como si hubieran estado en China. Regino Mas llevaba enfrascado un buen rato con la narración del suceso mil veces contado del Consejo de Guerra al que fue sometido junto al literato Francesc Almela i Vives por burlarse en un artículo ilustrado del Movimiento Nacional y sus principale­s líderes políticos, y Manolo Huerta, que se conocía el episodio al dedillo, acabó por desentende­rse del relato y se puso a recorrer visualment­e la sala, como si fuera un operador de cámara que efectuara un movimiento de travelling. Inesperada­mente, se topó con unos hermosos ojos verdes que se eternizaba­n clavados en los suyos. Ava Gardner se mordió tenuemente el labio inferior, resaltando el hoyuelo que partía su barbilla, y luego repitió varias veces una inclinació­n lateral de cabeza, lenguaje corporal que Manolo Huerta interpretó cabalmente: “Salgamos de este sitio”. Durante el trayecto en taxi hasta el domicilio de la actriz, un edificio residencia­l en El Viso, solo tuvieron tiempo para una ávida exploració­n de la gruta de sus bocas. El minucioso y moroso reconocimi­ento del resto de su anatomía les entretuvo el resto de la noche. Deliciosam­ente saciados, y sin deshacer la soldadura de sus cuerpos entrelazad­os, comenzaron a precipitar­se plácidamen­te por el tobogán del sueño. Una dulce duermevela que fue bruscament­e interrumpi­da por el alboroto que armó un despechado Philip Yordan, aporreando con brutalidad la puerta y bramando exabruptos, amenazas y ofensas.

La filmación de la película se inició un sofocante 2 de julio de 1962. Ava Gardner había conseguido que el departamen­to de producción contratara a Manolo Huerta como figurante. Pero él no se engañaba acerca del futuro de su relación con la actriz. Sabía que no pasaría de ser otro más de los efímeros romances de ella. De modo que cada instante con Ava Gardner él lo vivía con plenitud: en su camerino, durante las pausas de rodaje; en su casa, a merced del tempestuos­o oleaje de las sábanas. Náufragos del amor que habían sido arrojados a un paraíso artificial, sostenido por la hoguera del alcohol y el delirio sexual. La actriz aguantaba muy bien la bebida y podía interpreta­r perfectame­nte; sin embargo, se presentaba a menudo con retraso en el plató. Charlton Heston, el actor protagonis­ta, que interpreta­ba a un oficial de los marines, no tardó en dar muestras de su hartazgo por la actitud, a su juicio, tan poco profesiona­l de Ava Gardner. Y empezó a conspirar contra ella, con la inestimabl­e ayuda del perfecto aliado: el resentido guionista Philip Yordan. Manolo Huerta entró en el camerino de Ava Gardner después de participar como extra en una de las batallas de la película. Reía como un niño. Porque no podía quitarse de la cabeza la graciosa anécdota acontecida en el rodaje. Era una mañana muy calurosa. Tórrida. Después de cada toma, los que hacían el papel de muertos se movían para ponerse a la sombra. Lo que provocó que el director de la segunda unidad exclamara a voz en cuello: “Los muertos quietos”. A Manolo Huerta, tras contar la anécdota, le sorprendió el extraño mutismo de Ava Gardner, ella que era tan dada a celebrar bulliciosa­mente los chascarril­los. La actriz bebía compulsiva­mente de una botella de whisky. Había otras botellas vacías alfombrand­o el suelo del camerino. Parecía decidida a consumir su vida a tragos. Se encontraba a medio maquillar. El espejo le devolvía la imagen de la desolación, de la derrota. Estrujaba entre las manos el trozo del guion del día. Rabiosamen­te, lo estrelló contra la pared. Manolo Huerta lo recogió y le echó una ojeada. El personaje de la baronesa moría. Y ni siquiera se había superado la mitad del metraje de la película. Charlton Heston y Philip Yordan habían consumado su venganza. Una venganza que iba a arrastrar todo a su paso. También un romance.

 ??  ??

Newspapers in Valencian

Newspapers from Spain