El testimonio de Clara
Era su primer viaje al extranjero. Por eso revisó varias veces su bolso de mano antes de salir de casa, para confirmar que guardaba en su interior el pasaporte y el billete de avión. Se presentó con bastante antelación en el aeropuerto de Barajas. Aún faltaban más de tres horas para la salida de su vuelo a Ginebra.
Susana llevaba poco más de un mes trabajando en la redacción del semanario de información general Triunfo. Había cursado la carrera de periodismo en Barcelona. En seguida entró a formar parte de la plantilla del diario La Vanguardia Española. Una de sus crónicas atrajo la atención de Manuel Vázquez Montalbán, por su prosa limpia y elegante, y por su calidad literaria. Manuel Vázquez Montalbán, bajo el seudónimo de Sixto Cámara, firmaba en Triunfo la sección “La capilla sixtina”. De modo que el escritor barcelonés le habló de ella al fundador y director del semanario, José Ángel Ezcurra, valenciano como Susana, quien no hubo de emplear demasiadas energías para convencerla de que se trasladase a Madrid. Para la joven periodista Triunfo encarnaba la cultura y las ideas de la izquierda, con las que ella se sentía plenamente identificada. A fines de septiembre de 1971, Susana le pidió a su director autorización para desplazarse a la ciudad suiza de Lausana. Faltaban escasos días para que se cumpliera el cuarenta aniversario de la aprobación en las Cortes republicanas del sufragio femenino en España, que se logró el 1 de octubre de 1931. Y Susana quería entrevistar a su principal impulsora, Clara Campoamor, incansable defensora de los derechos de la mujer, que se había exiliado en esa bella ciudad helvética situada a orillas del lago Lemán. La víspera de su viaje a Suiza, Susana compartió mesa y mantel, en un restaurante próximo a la redacción, con su compañero Eduardo Haro Tecglen y con el dibujante OPS (seudónimo de Andrés Rábago). La periodista se extasiaba con la conversación de ambos, culta e inteligente, y siempre aderezada con una sutil ironía. “Enhorabuena, Susana, ya me he enterado de que te vas a Lausana para entrevistar a Clara Campoamor” –le dijo el redactor jefe de Economía de Triunfo, con el que nunca había cruzado una palabra, al pasar por su lado, apenas sin detenerse, junto a otros dos varones, que la miraron fijamente, y a los que vio desaparecer tras el reservado del establecimiento. Eduardo, frunciendo el ceño, apostilló: “Uno de los acompañantes del sibilino Roberto es el empresario más influyente del Régimen, con libre acceso al palacio de El Pardo. Ha amasado una enorme fortuna gracias a las concesiones de obra pública: los pantanos del enano; el otro, y creo que no yerro, es el comisario de la Brigada Político-Social”. Susana cogió un tren en Ginebra. Al cabo de algo más de media hora, se apeó en la estación principal de Lausana, con su exiguo equipaje en una mano y el periódico madrileño Pueblo en la otra, para facilitar su reconocimiento, igual que había visto hacer en las películas de espías que tanto le gustaban. De hecho, aún le entraba la risa al recordar esta ocurrencia suya que se había atrevido a adelantar por teléfono a su ilustre interlocutora. Entre la muchedumbre que se agrupaba al inicio del andén, distinguió a una mujer mayor que agitaba una mano, ejecutando el mismo movimiento que la aguja de un metrónomo. Sin embargo, no era Clara Campoamor, sino Antoinette Quinche, otra destacada sufragista en su país, que había acogido en su residencia de Lausana a la abogada y política española, con la que trabó amistad en la década de los veinte. “Clara está perdiendo la vista, y apenas sale a la calle – le informó Antoinette, cumplimentadas las convenciones sociales de rigor-. Pero mañana hará una excepción y se reunirá contigo a las nueve en punto en una cafetería de la céntrica Plaza de la Palud” –prosiguió, al tiempo que se encaminaban hacia el Hotel Continental, que se encontraba delante de la estación, donde Susana había reservado una sola noche; el vuelo de regreso a Madrid lo tenía previsto para la tarde del día siguiente. Antes de despedirse, Antoinette le preguntó a Susana si tenía algún inconveniente en regalarle el periódico español. La periodista negó con la cabeza. “¡Magnífico! Clara podrá informarse esta noche, aunque solo sea leyendo los titulares, de las noticias que publica la prensa de la España del dictador Franco”. Luego, las dos se desearon en castellano “buenas noches”.
La periodista alcanzó sin ningún contratiempo la Plaza de la Palud, de estilo medieval, siguiendo las instrucciones precisas del simpático conserje del hotel. La temperatura de esa mañana en Lausana descendía algunos grados con respecto a la que marcaba el termómetro el día anterior en Madrid. Así que salió embutida en una gabardina, y no se olvidó de meter en los bolsillos la grabadora y su sempiterna libreta para tomar notas, en la que había pergeñado el cuestionario para la entrevista. Clara y Antoinette la aguardaban bajo un reloj de pared, del que a la hora en punto se asomaron unas figuras. Clara Campoamor y Susana se abrazaron efusivamente. Dentro ya del café, la periodista sacó el magnetófono de casete y le pidió permiso a Clara para grabar la conversación. De golpe y porrazo, Clara desplegó sobre el velador el periódico Pueblo, y le dijo: “Te voy a contar una historia, Susana, que no la conoce nadie. Sé que no te van a permitir su publicación, porque son hechos que, como he averiguado anoche en este periódico –lo señaló con el dedo índice-, afectan a un alto jerarca del Régimen. Pero estoy de acuerdo en que grabes mi relato por si algún día no muy lejano tienes la oportunidad de sacarlo a la luz. De manera que ya puedes empezar a grabar”. Este inesperado giro de los acontecimientos pilló desprevenida a Susana, aunque supo reaccionar con prontitud, y sus dedos, que permanecían suspendidos por encima del aparato, se precipitaron como ave rapaz sobre las teclas. “Por influencia de varios compañeros del Partido Republicano Radical –reanudó Clara Campoamor su testimonio-, yo ingresé en la masonería. Fui miembro durante unos años de la logia Reivindicación. En 1950 entré clandestinamente en España. No era la primera vez. Ya lo había hecho en las navidades de 1947. En ambas ocasiones me alojé en casa de la oftalmóloga Elisa Soriano Fisher, que fue además una de las máximas responsables del feminismo asociativo e intelectual. Yo sabía que el Tribunal de Represión a la Masonería me tenía fichada. De modo que logré que la reconocida autora Concha Espina accediese a escribirme una carta de presentación ante las autoridades de ese Tribunal. Los responsables de los Servicios Especiales de Información me hicieron esperar en una habitación, de aspecto lúgubre y con las paredes desconchadas, que se quedó con la puerta entreabierta. Entre tanto pude oír con claridad la delación de un individuo. También le vi perfectamente la cara, puesto que se hallaba en el cuarto de enfrente, con la puerta abierta de par en par. Se pasó un buen rato proporcionando en voz alta los nombres de antiguos ‘hermanos’ de la logia masónica a la cual él había pertenecido. A bastantes personas de las que citó yo las había tratado durante mi etapa de diputada en las Cortes republicanas: eran dirigentes de partidos de izquierda o nacionalistas. Tiempo más tarde, me llegaría la noticia de que algunos de ellos fueron condenados a muerte y fusilados. Yo poseía la certeza, claro, de que habían dejado a propósito mi puerta entornada. Pretendían que me contagiara del miedo cerval del otro y procediera del mismo modo que él. Concluida su confesión, el interrogador cerró la puerta y permaneció con el soplón dentro. Entonces yo aproveché la ocasión para escaparme a toda prisa de aquel siniestro lugar y dirigirme directamente al aeropuerto. No regresé nunca más a España”. Clara Campoamor alzó en vilo el periódico Pueblo y señaló con el mentón una fotografía. En ella aparecía, en una audiencia con Franco, el influyente empresario que la periodista había visto en compañía del redactor jefe de Economía de Triunfo. “Es el delator” –y se le rompió la voz a Clara Campoamor, y se le enturbió la mirada.
Dos guardias civiles sacaron a Susana de la fila formada ante el control de pasaportes del aeropuerto de Barajas. Y la condujeron a una sala, donde un sujeto de paisano registró a conciencia su equipaje y su bolso de mano. Se incautó del magnetófono y de la libreta de notas. “Lárguese de aquí” -le espetó, displicente, ese tipo. A la periodista, en cuanto le sonó su cara, le vinieron a la memoria las palabras de su compañero Eduardo Haro Tecglen: “Es el comisario de la Brigada Político-Social”. Con los años, también descubriría que fue el que interrogó al delator.