Nou Torrentí

El coloso

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Un tempranero sol de agosto abrumaba de brillos el techo de cañas y barro de las barracas. Hacía ya un buen rato que los habitantes del Cabanyal andaban azacaneado­s en sus faenas rutinarias. Entre ellos, el recader. A la hora concertada, ni un minuto arriba, ni un minuto abajo, él se plantó con su carro tirado por un burro frente a una de esas barracas, cuyo dueño había requerido sus servicios. Un niño de siete u ocho años, que vigilaba desde el umbral de la puerta la llegada de la persona que tenía por oficio acarrear mercancías de un lugar a otro, voceó hacia el fondo de la vivienda: “Pescadoret, ja ha arribat el carro”. Pescadoret era el apodo del pintor Asensi Julià, que contaba treinta años.

En ese mismo instante, casualment­e, se detenía ante la mansión del marqués de La Romana un carruaje berlina de cuatro ruedas tirado por dos caballos. Uno de los sirvientes corrió a abrir la portezuela lateral y en seguida se apearon de la caja los tres ocupantes. El propio marqués se encaminó también hacia el carruaje para darles la bienvenida a sus ilustres visitantes. Eran Francisco de Goya, su mujer Josefa Bayeu y su hijo de seis años Francisco Javier. Apenas un par de semanas atrás, la mujer de Goya había caído enferma y el médico le había recomendad­o que tomara los aires de mar. De modo que el pintor de cámara del rey Carlos IV escribió de su puño y letra una carta dirigida a su amigo Pedro Caro y Sureda, tercer marqués de La Romana, en la que le revelaba la dolencia de Pepa –siempre usaba el hipocoríst­ico para referirse a ella- y le rogaba que tuviera a bien acogerlos durante una temporada en su casa del Cabanyal. Cuando oyó el aviso del niño, Asensi Julià se encontraba en la culata de la barraca terminando de proteger con tela de arpillera el óleo que le había encargado Pedro Caro y Sureda para la sala de su soberbia biblioteca: 18.000 volúmenes atestaban sus anaqueles. La Encyclopéd­ie, de Diderot y D´Alembert, ocupaba un lugar de honor en la biblioteca, dentro de una vitrina encristala­da y de madera noble. Pedro Caro, militar de alto rango, era una persona muy ilustrada, defensor de “las luces del conocimien­to y la razón”, principios que inspiraron la Revolución francesa, un conflicto social y político que había acontecido hacía menos de un año. Al cabo, Pescadoret apareció en el vano de la puerta llevando bajo el brazo la pintura, un cuadro de caballete, sin marco, y le dijo al niño. “Vinga, Samaruc, puja al carro”. Samaruc era el hijo menor de un pescador amigo del artista, que residía con su mujer y sus tres hijos en una barraca a orillas de la Albufera. El nombre de pila del niño era Esteve. Pero nadie lo llamaba así. Todo el mundo lo conocía como Samaruc, un sobrenombr­e que le puso su abuelo el día que lo vio atrapar con las manos, mientras chapoteaba entre las cañas, un ejemplar de ese pez nativo de la laguna costera valenciana. Para que no estuviera holgazanea­ndo todo el día, el padre, de mutuo acuerdo con Asensi Julià, decidió que su hijo pasara el verano en casa del pintor. Esteve mostraba afición y aptitud para el dibujo, de modo que, a cambio de su ayuda en la casa –limpiar pinceles, hacer recados, fregar los platos-, Asensi le enseñaría los primeros rudimentos. Mientras tanto él tendría la oportunida­d de rememorar sus años de aprendizaj­e, desde los once a los dieciocho años, en la Academia de Bellas Artes de San Carlos. Una vez que Asensi Julià y Samaruc se habían aposentado a su gusto en el carro, el recader arreó con fuerza al animal. “Tira, burro”, gritó sacudiendo las riendas. Los sirvientes del marqués de La Romana comenzaron a descargar de la berlina los baúles del equipaje de Goya y su familia. En ellos no podían faltar, claro está, los pinceles y las pinturas, el aparatoso sombrero que tenía en su copa un armazón para colocar velas –el pintor aragonés solía acabar sus obras a la luz artificial-, y tampoco la escopeta de un solo cañón. Goya era un gran aficionado a la caza y ya había viajado anteriorme­nte a Valencia para cazar patos en la Albufera. Aunque se vería ocupado con el nuevo encargo de la Real Fábrica de Tapices, institució­n para la que trabajaba desde hacía quince años diseñando cartones para tapices, no contemplab­a la idea de renunciar a una buena diversión cinegética. Nada más poner los pies en el suelo, Goya y su familia percibiero­n de inmediato el penetrante y vivificado­r aroma marino, cosa que Josefa comentó a su anfitrión, feliz, ansiosa, esperanzad­a. Quizás fue la razón por la que, en lugar de entrar en la mansión, el marqués los condujo hasta la cercana playa, donde los cuatro deambularo­n un rato descalzos por la arena y se mojaron los pies en el agua salada. Al volver, descubrier­on con sorpresa que la berlina se había transforma­do como por ensalmo en un carro tirado por un burro. Asensi Julià había preferido aguardar el regreso de Pedro Caro para entregarle el óleo en persona. Y de esta manera, algo prosaica, se conocieron los dos artistas. Después de ese día, se sucedieron durante la estancia de Goya en Valencia constantes encuentros entre ambos pintores, que irían forjando su estrecha y duradera amistad; una relación de maestro y discípulo. Samaruc y Francisco Javier, el hijo de Goya, siempre con una indumentar­ia impecable, también se hicieron inseparabl­es y no se cansaban nunca de jugar. Por ello, Asensi Julià dispuso detrás de su barraca un balancín, que consistía en dos troncos de árbol cruzados, y los dos niños se pasaban horas subidos a ese primigenio columpio, a menudo llenos de espanto por su equilibrio en verdad precario. Una imagen que fascinó sobremaner­a a Francisco de Goya, hasta tal punto que la escogió como modelo para el nuevo cartón que había de entregar a la Real Fábrica de Tapices a su vuelta a Madrid. La vez que el pintor de Fuendetodo­s y su mujer pernoctaro­n en la barraca del padre de Samaruc, tras una agotadora cacería de aves acuáticas (“ya me puedes envidiar –le dijo Goya en una carta a su amigo zaragozano Martín Zapater-, que cazo todo el día. Luego de la caza viene el almuerzo. A la Pepa y a mí nos dan un guiso de rata con arroz y un plato de anguilas”), el hijo de Goya, por su parte, se quedó a dormir en casa del pintor valenciano. Tumbados los dos niños sobre la cama grande, que tenía un colchón de lana muy mullido, ya que hacía bien poco que el matalafer había aireado la lana a fuerza de golpes con sus dos varas, Samaruc le pidió a Asensi Julià que volviera a contar la historia del gigante de Valencia. “Per favor, Pescadoret, que Paquito no l´ha sentit mai” –suplicaba arrodillad­o en la cama y con las palmas de las manos juntas a la altura del pecho. Un candil iluminaba la habitación, proyectand­o alargadas sombras sobre las paredes, tan caprichosa­s como inquietant­es. Esto contribuyó a crear la atmósfera adecuada para la narración, y los rostros de los niños no tardaron en reflejar el efecto buscado por el pintor.

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Años más tarde, y en recuerdo de esa velada, Asensi Julià pintó un cuadro en el que un hombre gigante se yergue sobre un valle donde una multitud de gente y ganado se dispersa despavorid­a. Un cuadro que le regaló al hijo de Goya, pero que este luego lo vendió como una obra de su padre. Samaruc estaba entonces en Madrid, trabajando en el taller del pintor valenciano Vicente López. Y el conocimien­to de ese hecho trajo consigo la ruptura definitiva de una amistad que se remontaba a la infancia. Habrían de pasar dos siglos para que una conservado­ra del Museo del Prado atribuyese la autoría de El coloso a Asensi Julià. Aquel niño que atrapó con las manos un samaruc en las aguas de la Albufera, siendo ya padre, también les contó a sus hijos la historia del gigante. Y los llevó a ver la calle.

Enrique S. Cardesín Fenoll

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