EL DILEMA
Mi forma de viajar por el Ártico ha cambiado desde que me acompaña "Lonchas", mi malamute de cuatro años. Sencillamente, ya no sé si puedo concebir un viaje sin él, ni con otro compañero, de cuatro o dos patas. Fui consciente de eso en los dos viajes “preparatorios” que hicimos juntos en enero y febrero. El primero, la travesía del Padjelanta en la Laponia sueca: 11 días solos en condiciones bastante duras; el segundo, al Lemenjokki en Finlandia. En ambas ocasiones formamos un equipo perfecto. Cualquiera que haya viajado con perro sabe que hacen más y mejor compañía que muchos humanos. Además, en Spitzbergen Sur, Lonchas sería una ayuda esencial para detectar osos polares en la cercanía. Yo dormiría más tranquilo sabiendo que Lonchas detectaría su presencia y me alertaría. Y, mientras marchábamos, mi amigo cubriría la retaguardia. Sin embargo, seguía deshojando la margarita. Porque, pese a mi sincero deseo de hacer este viaje mano a mano con Lonchas, se trataba de un viaje no exento de peligros. Cada vez que pensaba en pros y contras, tratando de estudiar la cuestión de la manera más objetiva posible, sólo conseguía terminar hecho un lío. Finalmente un día a principios de marzo, en un impulso, di el paso y compré los billetes. Ya estaba hecho (es decir, pagado), no había vuelta atrás. Partimos el ocho de abril. Como viajero independiente, debía obtener un permiso especial para moverme libremente por la isla. Es un trámite gratuito pero laborioso que, en el caso de llevar perro, se complica muchísimo ya que Spitzbergen es una zona con peligro para los animales de contraer la rabia. Por tanto, nuestra primera visita tras aterrizar fue a la oficina del Gobernador, donde estuvimos un buen rato ocupados con el papeleo. Luego fuimos a hacer algunas compras de última hora, como gasolina para cocinar, un rifle (alquilado), munición para mi revolver de bengalas, explosivos para la cerca anti-osos, y cosas por el estilo.