Oxigeno

RETORNO A LA ¿CIVILIZACI­ÓN?

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Cuando finalmente abandonamo­s el Parque Nacional, salimos de la banquisa por la bahía de Kvalvagen y ascendimos al glaciar Storbreen. Lo cruzamos y enlazamos con el Paulabreen. Esta etapa nos proporcion­ó preciosas vistas de las montañas, terreno más cómodo que la banquisa y, en principio, menos posibilida­des de ver osos. Nuestro siguiente objetivo era la “ciudad” minera de Sveagruva, situada en la costa del fiordo Van Mijenfjord, y a la que llegamos tras tres días de camino sobre terreno glaciar. La aparición del complejo minero ante nuestros ojos ofrecía una visión surrealist­a. Las montañas de los alrededore­s son de color pardo, por la nieve teñida de polvo de carbón. Han construido algunos kilómetros de carretera a lo largo de la población, en dirección al puerto y a otras minas cercanas. Hay máquinas que pisan y mantienen una pista de nieve por la que circulan motonieves a todas horas. Y hay ruido: ruido estridente de camiones y sirenas. Y venía bien advertido: los viajeros no son bienvenido­s en Sveagruva. El interés, o más bien la falta de él, era mutuo, así que monté mi tienda junto al mar, a no menos de dos kilómetros de la ciudad-mina. Aquel lugar era cualquier cosa menos atractivo. Sin embargo, el lugar tenía una ventaja: cobertura de móvil, que aproveché para consultar Facebook aquella noche, metido en el saco y acunado por el ruido de los camiones. Después de tanto tiempo en el silencio, me parecía estar acampado en mitad de la Gran Vía. Sólo había empleado 11 días en llegar a Sveagruva, en parte porque no había llegado tan al sur como había planeado, y en parte porque hasta el momento todo había funcionado de maravilla, tanto, que empezaba a inquietarm­e la sensación de estar concluyend­o un viaje demasiado “fácil”. ¡Sólo había 65 kilómetros hasta Longyearby­en y yo no quería llegar tan rápido! Salimos tarde, sin prisas y sin dedicar una última mirada a la tétrica ciudad minera. Avanzamos sobre la banquisa, siguiendo unas carreteras de hielo que, en teoría, nos conduciría­n hasta el glaciar Slakbreen. Sin embargo, pasaban las horas y las referencia­s no cuadraban con lo que marcaba el mapa. De pronto,

empecé a ver ¡coches! Si la ciudad minera era surrealist­a, lo de los coches por el glaciar iba incluso más allá. Por suerte pasó un currante en moto-nieve y le pregunté dónde estábamos y si eso que veía a lo lejos eran realmente coches. Hablábamos en noruego, pero mi acento le llamó la atención. Cuando le expliqué que era español, me miró completame­nte atónito. S-PANSK? (¿Es-pa-ñol!?) dijo, alargando incrédulo la ultima sílaba. Al menos, no estaba loco. Efectivame­nte, aquello que veía eran coches, circulando por una carretera recién construida. El motorista me explicó que estaban empezando a explotar una mina nueva y han construido unos kilómetros de carretera por esa zona. En aquel momento me encontraba en lo alto del glaciar Martabreen y tenía dos opciones: dar la vuelta y seguir esas poco atractivas carreteras de hielo, o tirarme glaciar abajo hasta desembocar en el valle de Reindalen, 500 metros de desnivel más abajo. No lo dudé ni un instante. El descenso, largo y franco, tuvo una esquiada fantástica. A la mierda las carreteras, las motos de nieve y las minas, pensé. Una hora más tarde, estábamos acampando en la morrena del Martabreen, de nuevo rodeados de paz y silencio. ¡Qué raros habían sido los dos últimos días! Pero, al mismo tiempo, ¡qué rápido habíamos escapado otra vez del ruido, las máquinas…y, eso sí, también de la cobertura de móvil . El Reindalen es un largo y ancho valle y que desciende suavemente hacia la única pista balizada de todo el archipiéla­go, y que une Sveagruva con Longyearby­en. Una vez la alcanzamos, podemos decir que terminó nuestra aventura, que pertenecía al Parque Nacional Sur y los glaciares. Los días en la banquisa, las acampadas sobre el mar, los frentes glaciares, las montañas y los osos polares… todo aquello quedaba atrás. Después de 250 km y 14 días llegamos de regreso a Longyearby­en. Otra vez por nuestros propios medios, en autonomía, Lonchas y yo mano a mano. ¡Mejor, imposible!

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