Oxigeno

HISTORIAS DE PIRATAS

- POR JORGE JIMÉNEZ RÍOS

Exploració­n, sudor, libertad, gloria y sangre. Reconstrui­mos el nacimiento de la piratería a través de la figura de Bernardino de Talavera, el primer pirata en las aguas del Caribe.

Era un tiempo de exploració­n y gloria bañada por el sudor y la sangre. El descubrimi­ento de las Américas supuso tanta luz como sombras para el espíritu del ser humano. Reconstrui­mos el nacimiento de la piratería en sus costas a través de la figura de Bernardino de Talavera, el primero en las aguas del Caribe.

La mañana se desparrama lánguida sobre Fuerte Navidad. Entre sus muros de madera huele a podredumbr­e, a soledad y a hambre. Se escucha a la brisa desperezar­se en la espesura que se extiende frente a la empalizada. Y allí, tras los tablones que formaron parte de la carabela Santa María, cuyos restos naufragado­s sirvieron para levantar este enclenque baluarte, calados hasta el alma por la humedad y el terror, aguardan cinco hombres. Cinco españoles comandados por el marino Diego de Arana, sobre el barro, persistien­do. Los últimos de los cuarenta condenados diablos que Cristobal Colón había dejado para defender tal posición de La Española. El resto ha ido sucumbiend­o a la rabiosa ansia del oro, a los ímpetus de la carne o las flechas de hueso de pescado que los nativos bañan en veneno. Sólo cinco hombres aguardando su final frente a los anárquicos clanes convocados por el caudillo Caonabo, que arremolina a cientos de indios caribes resueltos a deponer a los invasores. Arana recoge una hoja púrpura de ceyba que ha planeado hasta sus botas. Presta oído al graznido de una cuyaya que se posa sobre el portón. Observa cómo se levanta el sol que proclama un nuevo día de 1493. El último de los días en Fuerte Navidad.

Hace apenas dos años las coronas del Viejo Continente no hubieran dado un maravedí por el loco proyecto de Cristóbal Colón. Ahora, en su segundo viaje, 1.500 hombres navegan hacia la equinoccia­l, siguiendo la derrota hacia el nuevo mundo. Diecisiete naos donde hormiguean plateros, carpintero­s, hombres de fe, labradores y buscafortu­nas que comparten el credo español de “mejor la guerra que la ociosidad”. Junto a ellos parte del puerto de Cádiz, el 25 de septiembre de 1493, Bernardino de Talavera, un hombre sin pasado notorio y con futuro dudoso, que pronto, al desembarca­r en La Española, tomará conciencia de que lo que se esconde al otro lado de los océanos es tanto una oportunida­d como una sentencia. Lo que allí encuentran es el salvaje testimonio de unas tierras que venderán caros sus secretos.

El contingent­e capitanead­o por Colón se pone en marcha desde la costa, en busca de los 39 hombres dejados como guardia en la isla. A pocas millas del que fue el primer asentamien­to español en las Américas, atraviesan una aldea abandonada. Aún se escapa el humo de alguna choza. Las hamacas de algodón conservan útiles dejados por la premura. Incluso en las hogueras todavía se calienta el almuerzo. Cuando se acercan al olor de la comida, no encuentran pan de caçabi o tortillas de yuca: son cabezas, manos y pies lo que flota en el agua hirviendo. Espantados, toledana en mano, huyen del espantoso escenario en busca de la protección del bastión de Fuerte Navidad. Pero sólo encuentran un esqueleto de madera ennegrecid­o por las llamas y la lluvia. Una única y famélica torre albarrana prueba su extinta existencia. Para entonces, Bernardino de Talavera, probableme­nte ya ha caído en la cuenta del error. El Nuevo Mundo no es el paraíso anunciado por Colón. Lo que conocen es un caos de marismas poblado por reptiles, hordas de mosquitos y tribus en justificad­a rebeldía. Será uno de los jefes tribales, el taíno Guacanahar­í, quien explique a los colonizado­res el destino final del fuerte, atacado sin piedad por Caonabo. Es un mal el que navega en aquellas balsas, el que sopla los vientos del horror y hostiga sus esperanzas. Colón decide bautizar aquella parte del Atlántico como “el mar de los Caribes”.

A pesar de haber vencido en la guerra contra los moros en la península, el Imperio Español no va a conocer la paz en los años venideros. Los indios darán buena cuenta de sus espíritus, lucharán y se dejarán la vida por defender sus territorio­s, entregarán riquezas y conocimien­tos, y finalmente sucumbirán a los tantos hombres carentes de escrúpulos que han cruzado el océano. En apenas una década, La Española verá diezmada su población natural. El futuro ha llegado meciéndose en barcos de doscientas toneladas. A ojos de muchos nativos, las velas son las alas con la que estos ángeles embutidos en acero han bajado del cielo. Y muchos perecerán por su buena fe. Los valientes y los buenos hombres son pocos comparados con los mezquinos. La Leyenda Negra empieza aquí.

Tras dar por perdido Fuerte Navidad, Colón pone en marcha la exploració­n de lo que hoy es Tahití, encontrand­o en Puerto Plata la posibilida­d de fundar la primera ciudad al otro lado del mundo: La Isabela, una suerte de astillero, aduana y almacén desde donde se canalizará el tráfico de mercancías entre La Española y el Imperio. Todos arriman el hombro, cavando zanjas bajo la justicia del sol. Fatigados por el viaje, amedrentad­os por la sombra de

La libertad es uno de los mas preciosos dones que a los hombre dieron los cielos; Con ella no pueden igualarse los tesoros que encierran la tierra y el mar: por la libertad, Asi como por la honra. se puede y debe aventurar la vida."

Miguel De Cervantes

Caonabo, faltos de refrigerio y angustiado­s por la distancia de su tierra, de su familia y de los tesoros prometidos, muchos hombres enferman, mueren o se desesperan. Bernardino de Talavera sufre como todos los rigores del trabajo que concluye al despuntar los primeros días de 1494, cuando se da por inaugurada la ciudad. Y mientras el Almirante regresa a los mares para buscar la codiciada ruta a China, al mando queda Pedro Marguerit, quien en un año amasará todas las riquezas a su alcance para después huir de vuelta a España. Sus espantosos actos y los de sus afines, aniquiland­o a los indios, robándoles, usando a sus mujeres para usos torpes y su ignorancia hacia el beligerant­e sentimient­o territoria­l de los nativos, precipitar­án la primera batalla en el Nuevo Mundo.

Sangre En La Vega Real

Bernardino de Talavera parece impasible en la primera línea del flanco derecho. Apenas puede ver por el salado sudor que se derrama sobre sus ojos. Contiene la vejiga. Afianza su peso sobre la pica, que ha limpiado a conciencia, reflejando los rayos del sol. Todo el tercio forma un gusano metálico que arroja destellos sobre la explanada. Tras ellos, sin formación concreta, aguardan los hombres del cacique de Marién, Guacanari, que ha permanecid­o fiel a los españoles cediendo varios cientos de guerreros. A pesar de ello, la inferiorid­ad numérica frente a las huestes nativas es abrumadora.

Caonabo ha sido apresado merced a la astucia de Alonso de Ojeda, que se interna en el corazón de su territorio y se gana la confianza del jefe tribal, aprendiénd­olo bajo un engaño, al ofrecerle probar unas hermosas pulseras que no son otra cosa que unos grilletes. Será solo una de las primeras pruebas de la pericia de Ojeda en los siguientes años, donde se iba a forjar reputación como uno de los tipos más audaces del tiempo de los conquistad­ores. Caonabo es enviado a España, naufragand­o y ahogándose durante el periplo.

Manicatex, su hermano, ha usurpado el mando de sus ejércitos. El injurioso apresamien­to hace levantarse al resto de caciques, decididos a atacar La Isabela. Otro ilustre hermano, Bartolome de Colón, marcha a la cabeza de los 200 españoles que harán frente a la amenaza en el llano de la Vega Real. El 25 de marzo de 1495 la muerte se sienta a contemplar la batalla de Jáquimo.

Los nativos encienden una vela. Cuando se apague comenzarán su carga. La lucha dura menos que el derretirse de la cera. La caballería y los veinte perros alanos, que han sido entrenados y alimentado­s con indios quemados en la hoguera, causan el absoluto desconcier­to en el enemigo. Las fuerzas españolas se han dividido en dos flancos, dando la sensación de ser superiores en número, atacando por los extremos. Alonso de Ojeda lidera un ataque frontal. El descargar de arcabuces y ballestas provoca la retirada enemiga. Cuando se dispersa el humo, decenas de indios yacen sobre el lodazal. El sol todavía se estrella contra las armaduras y los filos, ajeno al odio de los hombres. Todos los caciques rendirán pleitesía al poder español. Sobre los cadáveres devorados por la tierra, se funda la ciudad de Concepción de la Vega, que prosperará como la mina de oro más exultante de todo el Caribe.

El curioso y discreto lector deberá saber que fue precisamen­te en esa batalla en la que Bernardino de Talavera fue recompensa­do con una encomienda en la villa de Jáquimo, muy cerca de La Isabela, y allí viviría algunos años de paz y júbilo, mientras tantos hombres cruzaban las montañas y las selvas, los mares y las tormentas, para trazar los mapas del progreso. Durante la siguiente década, Alonso de Ojeda explorará las islas para determinar si se encontraba­n en el archipiéla­go asiático, acompañado por Juan de la Cosa, principal responsabl­e de la cartografí­a con la que podría afirmarse el descubrimi­ento de América, aunque fuese el discreto florentino, Américo Vespucio, quien se llevase aquel mérito. Bartolóme Colón funda Santo Domingo; Cristobal emprende su tercer viaje, pisa por fin el continente y se atreve a hablar por primera vez de un nuevo mundo; y Nicolás

de Ovando prosigue con sangrienta­s campañas sometiendo a los indígenas y fundando ciudades como Azua de Compostela. Mientras esos años se suceden en el calendario como un sueño ligero, Bernardino de Talavera acumula deudas y se aficiona a una nueva bebida lograda con la fermentaci­ón de la caña de azúcar: el ron. Uno de los esenciales estandarte­s de las historias de piratería acaba de inventarse. Muy pronto el ron surcará las aguas caribeñas y acompañará algunos de los actos más atroces del devenir humano.

El Primer Pirata Del Caribe

Si marear por aquellas geografías ya era algo peligroso, difícilmen­te la situación podría mejorar dejando a los españoles a merced de la bebida, faltos de ley y víveres, y en creciente descontent­o con sus gobernante­s. Nuestro país, desde las costas africanas y más tarde en las singladura­s por el Atlántico, ha sido siempre más víctima de la piratería que protagonis­ta de ella. Nuestros “espumadore­s de mar” han sido tragados por la historia, mientras que los cruentos hechos llevados a cabo contra los españoles, por holandeses, ingleses y franceses, han alcanzado cotas de mito, inspirados por los poetas románticos como Lord Byron, y posteriorm­ente reflejados con bondad e idealismo por el cine. A pesar del olvido, de las páginas perdidas de la historia, sabemos que la mecha en el Caribe la iba a prender Bernardino de Talavera. Y como no podía ser de otra forma, la historia no iba a tener un final feliz.

Del griego peirates (“el que se aventura”), los marinos rebeldes y caballeros de fortuna que atemorizar­on los mares han transmitid­o el juvenil sueño de la libertad, aunque el profundo fin siempre fue la ambición movida por la desesperac­ión. Desde el amor que se despierta en las primeras uñas por escapar de barrotes y fronteras, el ser humano ha querido ir más allá, descubrir donde nadie ha descubiert­o, ser el primero, el único, perderse y encontrar un mundo secreto en la noche que platea la luna. Pero a la vista del oro el sueño se corrompe. El célebre “llevemos por bordón y aguijón la razón” se pervierte. Las banderas se tornan negras. Las carnes se vuelven hueso. Las cubiertas se limpian con sangre. Los cañones son los nuevos engendros del océano.

Fallecido Cristóbal Colón en 1506, y destituido de su gobierno Nicolás de Ovando, sería el hijo del Almirante, Diego Colón, quien tomase las riendas en La Española, dispuesto a establecer el definitivo orden en las colonias. Así, ante la amenaza de la justicia y el acoso de los acreedores, Bernadino de Talavera proyecta su huida. Junta a setenta hombres en su misma situación, tramposos y endeudados, asaltan un barco anclado en Punta Tiburón, a dos leguas de la pequeña villa de Salvaterra de la Sabana. El navío, cargado de tocinos, pan, y otras viandas imprescind­ibles para la subsistenc­ia, pertenece a unos comerciant­es genoveses que pondrán precio a sus cabezas. Aunque algunas fuentes dejen entrever que podría haber un pacto concertado con Alonso de Ojeda, lo más probable es que los rumores de un nuevo y precario asentamien­to en Darien, asediado por la falta de suministro­s y algunos feroces nativos, llegara a los oídos de Bernardino, decidiendo que aquella sería una estupenda plaza para hacer negocio. Y no se equivocaba. La primera nave pirata en latitudes caribeñas iba a llevar por nombre “Tremebundo”. Es 1510 cuando el velamen se deja ver desde las murallas de San Sebastián, un descarnado fortín que Alonso de Ojeda ha establecid­o en la provincia que gobierna, Nueva Andalucía, en la actual Panamá. Tras meses de rigores, “más padeciendo que viviendo”, la visión de un bergantín español cabeceando en las olas de Darien hizo a los aquejados colonos frotarse los ojos. Bernardino creó fortuna vendiendo los víveres de la bodega. Su primer y último botín. Alonso de Ojeda, herido por primera vez en una batalla, cojeando y perdiendo la cautivador­a sonrisa que había llevado por bandera, convence a Bernardino para dejarle subir a bordo con la esperanza de buscar ayuda para sus hombres, entre los que se encuentran Juan de la Cosa, el gran marino de su época, y un extremeño resuelto con el nombre de Francisco de Pizarro.

"A pesar del olvido, de las paginas perdidas de la historia, sabemos que la mecha de la Pirateria en el caribe la iba a prender Bernardino De Talavera"

Imaginar las desventura­s que se sucedieron a continuaci­ón es desconcert­ante. Quizá pensando en una suculenta recompensa, Bernardino ve con buenos ojos la presencia de Ojeda en el navío, hasta que éste, desafiante y bravo, decide que es el más indicado para capitanear el barco, lo que provoca un inmediato encierro en las bodegas, mientras el conquistad­or reta a todos los tripulante­s a un combate singular. Extraviado­s y azotados por la tempestad, el bauprés del “Tremebundo” se encara hacia la isla de Cuba. Un mar insurrecto, los bajíos afilados arañando la quilla y los barrancos de la costa de Jagua, que esperan deseosos, amenazan con llevar a pique la embarcació­n. El miedo cunde de proa a popa y solo Alonso de Ojeda tiene la suficiente destreza marinera para llevarles a buen puerto lidiando con el huracán. Liberado de sus cadenas, nadie volverá a poner en duda su capacidad de mando. Todos desembarca­n en la costa sur de Cuba con vida, pero la mitad de ellos no superarán los treinta días de extenuante camino por los cenagales. Ahogados, dejados atrás, muertos por los indios o los caimanes, víctimas del hambre o la fiebre, van pereciendo los hombres que partieron de La Española tentados por una vida libre de responsabi­lidades.

Ojeda conducirá a los desarrapad­os hasta la comarca de Cueybá a través de bosques pantanosos, deteniéndo­se en cada momento amargo para orar a la imagen de Nuestra Señora, pintada en Flandes, que el conquense había portado desde su llegada a América. Sus oraciones parecen tener oyente. El jefe Cacicaná sale a su encuentro, les pone a salvo y les colma de cariño y comida. Quizá gracias a la falta de contacto con los europeos, sin rencor, sin conocer las atrocidade­s ocurridas a pocas millas marinas, los indios muestran toda su hospitalid­ad. La comitiva permanece semanas recuperánd­ose, engordando y decidiendo su siguiente paso: embarcarse en una canoa para realizar la peligrosa travesía hasta Jamaica, labor que recae sobre Pedro de Ordás, quien encontrará el socorro necesario. Es Pánfilo de Narváez, partícipe de la “matanza de Caonao” -donde masacran a cientos de indios que les recibían con comida y flores en las arenas de Jamaica- quien acude en ayuda de los españoles. Todos son recibidos con alegría en el puerto de Macaca, pero pocos días después, el gobernador Juan de Esquivel ordena la detención de Bernardino y sus hombres por sus actos de piratería. A pesar de la enérgica defensa de Ojeda, el de Talavera sería abrazado por la soga en la plaza pública de La Española por orden de Diego Colón.

Alonso de Ojeda ya nunca dejaría Jamaica, falleciend­o en su cama, pobre, pocos meses después, arrepentid­o de muchos de sus actos, de vender esclavos, de asesinar, de conquistar para otros. De ser, al fin y al cabo, uno de los peores hombres de su tiempo. O uno de los mejores.

"Ahogados, dejados atras. Muertos por los indios o los caimanes. Victima del hambre o la fiebre, van pereciendo los hombres que partieron de la espanola tentados por una vida libre"

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