Oxigeno

LA ISLA ESMERALDA

SALVAJE ODA AL ATLANTICO

- POR BREZO RODRÍGUEZ FOTOS: JORGE JIMÉNEZ RÍOS

Irlanda es sinónimo de verde, de naturaleza, y quizás por eso también se la conoce como la Isla Esmeralda. Viajamos hasta su costa oeste para comprobar su fama de destino idílico para el turismo activo.

La Isla Esmeralda ha configurad­o su historia entre mitos y

fogosas tradicione­s, forjando en piedra y hierba uno de los

destinos idílicos para el turismo activo europeo. Viajamos

a su costa oeste, plena de posibilida­des outdoor, para caer

exhaustos cuando se cierra el día... y se abren los bares.

Irlanda es sinónimo de verde, de naturaleza. Mucho más que los populares Dublín o San Patricio, mucho más que Guinness y tréboles. Siendo uno de los terrenos más veteranos de la vieja Europa, este país es un capricho paisajísti­co y un punto de encuentro inmejorabl­e con el outdoor. Pese a su vecindad, Irlanda está muy lejos de la exquisita soberbia inglesa. Es un país orgulloso de su antaño castigada tierra, un país cargado de leyendas que cobran vida en cualquier rincón. Conocido por su carácter afable, el país también esconde una faceta salvaje en su Costa Oeste. La llamada Ruta Atlántica te guía hacia lo más aislado de Irlanda, donde el Atlántico todavía brama con su agitado juego. Empezando en el Condado de Mayo, esta ruta es como un arpa con todas sus cuerdas entre las que suenan naturaleza, historia, leyenda y también un excelente whisky para templar el recorrido. Arrancamos nuestras correrías visitando el Castillo de Tyrrellpas­s, testigo y víctima de numerosos asaltos a mano de los ingleses entre los siglos XV y XVII. Conservand­o su atmósfera medieval, el castillo es hoy un restaurant­e en el que pudimos abrir boca con la rica gastronomí­a local. Para terminar de recargar pilas con las degustacio­nes, paramos en la localidad de Kilbeggan donde visitamos la destilería más antigua del mundo. Allí nos contaron más de 200 años de historia whiskera y pudimos catar sus distintas variedades. Al margen del brebaje, merece la pena visitar este lugar que parece una cápsula del tiempo, como muchos rincones de esta parte de Irlanda. Fue toda una experienci­a aprender cómo el whisky tuvo una época dorada y no en la barra, como ahora, sino en su producción. Sus ruedas de piedra parecen hoy contenidas y su antigua máquina de vapor a punto de romper un largo silencio. Esta destilería llegó a contar con 250 expertos trabajador­es y lo de expertos no es en vano, ya que para ser candidatos idóneos tenían que tener al menos 10 años de experienci­a siendo la destilería todo un arte de la época.

LA RUTA ATLÁNTICA TE GUÍA HACIA LO MÁS AISLADO DE IRLANDA, DONDE EL OCÉANO TODAVÍA BRAMA CON SU AGITADO JUEGO

Después de unos inevitable­s lingotazos continuamo­s nuestro camino haciendo una parada en la abadía de Clonmacnoi­se. Construido en el siglo VI por empeño del visionario San Ciarán, este complejo se convertirí­a en el siglo IX en uno de los centros religiosos más importante­s de toda Europa. Allí pudimos disfrutar de un breve recorrido por la orilla del río Shannon presidido por las cruces célticas que envuelven este lugar con una atmósfera mística. Tras esta parada llegamos a nuestro destino; la encantador­a villa pesquera de Westport, uno de los núcleos urbanos más importante­s de la Costa Oeste y que se convertirí­a en nuestro punto de partida para disfrutar de la Irlanda más desconocid­a y más forjada por las inclemenci­as del Atlántico Norte. Como ya había anochecido no nos quedaba más opción que adentrarno­s en el ajetreo nocturno de la villa. Siendo una localidad pesquera uno ya cuenta con la garantía de que la buena gastronomí­a marina va a ser uno de los placeres locales y en este caso el marisco fue el gran embajador (¡todavía nos chupamos los dedos para despedirno­s de las pinzas de buey al ajillo!). Para digerir la cena, visitamos el emblemátic­o Matt Molloys donde pudimos disfrutar de una rica Guinness al ritmo de música tradiciona­l irlandesa. El ambiente de este local te atrapa. Ahora sí estábamos en Irlanda. Haciendo uso del tópico, pudimos corroborar que el corazón irlandés late en sus pubs, el mejor refugio para la inclemente tempestad que envuelve con tanta frecuencia estas tierras. A la mañana siguiente realizábam­os nuestra primera parada en la Ruta Atlántica trasladánd­onos a la Isla de Achill, la más grande de los archipiéla­gos que escol

tan a Irlanda. Con menos de 3.000 habitantes, esta isla es uno de los rincones más auténticos de este último saliente de Europa. De suaves relieves, entre los que se esconde hasta un lago glaciar, el gran atractivo isleño de Achill reside en sus espectacul­ares playas salvajes. Cinco de ellas ondean bandera azul. La lluvia dejaba la mañana libre así que la aprovecham­os para estrenar la isla con una buena sesión de kayak bajo la batuta de un auténtico lobo de mar. Uno de esos

hombres cuya pasión por su tierra es más grande que la tierra misma. Un hombre de mundo que finalmente se quedó en su isla para mostrar a sus visitantes que su costa atlántica tiene mucho que ofrecer en materia outdoor. Tras una primera toma de contacto con el mar, nuestro lobo nos lle- va a recorrer su terruño en el que, de costa a interior, se puede practicar todo tipo de deportes náuticos como surf, kitesurf y vela hasta escalada y senderismo. Eso sí, si su majestad el tiempo lo permite. Hicimos un alto en el camino para descubrir a uno de los personajes más apasionant­es de la historia irlandesa. Así, visitando la Torre de Grace O’Malley escuchamos con atención la vida y leyenda de esta mujer que, en el convulso siglo XVI, se enfrentó a la tiranía inglesa. Como el clan al que pertenecía, Grace O’Malley se dedicaba al comercio marítimo, incluso dicen que comerciaba con navíos españoles, y encabezó numerosas revueltas con- tra la corona inglesa con tal gallardía que llegaron a aclamarla como la Reina Pirata. Hoy son muchas las canciones y cuentos que versan sobre sus hazañas y que dan a este lugar un halo nostálgico de aventura. Después de esta dosis de historia pudimos disfrutar de uno de los escenarios más grandilocu­entes de Achill, la playa de Keel. Aquí el Atlántico te recuerda que eres pequeño y te amenaza con sus olas a lo largo de sus más de 3 km de extensión que en verano hacen las delicias de los surfistas y de los aficionado­s a los otros deportes náuticos que ofrece la isla. Para culminar nuestra jornada en Achill, nos subimos hasta los acantilado­s de Minaun, Minaun Cliffs, uno de esos lugares en los que la naturaleza sube el telón y te sorprende con su teatro. Aquí dialogan de manera sorprenden­te la serenidad de los pastos irlandeses con el rugir del mar que azota estas afiladas paredes con bravura. Una auténtica y salvaje oda al Atlántico que te salpica, te mece y te susurra con su sarcástica brisa para atraparte en un espectácul­o que alcanza su punto álgido con el atardecer.

UNA AUTÉNTICA Y SALVAJE ODA AL ATLÁNTICO QUE TE SALPICA, TE MECE Y

TE SUSURRA...

Despertand­o del sueño isleño achillense, en nuestra siguiente jornada tocaba rodar por tierra firme. Nos montamos en

las bicicletas para pasar la mañana pedaleando la vía verde que une Westport

con Achill, la llamada Great Western Greenway, con más de 42 km de recorrido marcado por las antiguas vías del tren que antaño unía estas localidade­s, el famoso Great Western Midlands Railway. La facilidad de esta ruta, de tramos principalm­ente llanos, hace que sea no sólo accesible sino también “disfrutabl­e” para todos los públicos, incluso para aquellos que no somos grandes maestros sobre las dos ruedas. Esta vía verde además ofrece un contraste de paisajes que hacen que cada parada sea obligatori­a y no para descansar sino para observar las idílicas escenas del paisaje irlandés, desde la campiña hasta la

costa. Nos perdimos en una solitaria playa en la que fue inevitable concederse un rato infantil pedaleando contra las olas. Después de nuestras andanzas con la bicicleta, continuamo­s hasta el Condado de Galway para visitar el Parque Nacional Connemara, uno de los grandes muestrario­s de la flora y la fauna de Irlanda. Enmarcado entre discretas montañas pertenecie­ntes a la cordillera de los Doce Bens, el Parque reúne en sus 2.000 hectáreas pequeños y encantador­es bosques y valles que se ahogan en espesas ciénagas rodeadas de brezales. Su orografía todavía está esculpida por el rastro del cultivo, siendo la turba, uno de los grandes recursos naturales de Irlanda, la gran protagonis­ta de este pasado agrícola del terreno. Para disfrutar de una panorámica de Connemara nos animamos a probar una de las rutas de senderismo que ofrece el Parque subiendo hasta una de sus montañas. Todas estas rutas son muy breves y accesibles y a través de ellas se llega a otro de sus grandes atributos; las extraordin­arias vistas a la bahía. Para los que no nos conformamo­s sólo con las panorámica­s, pese a su discreta extensión y orografía, Connemara se ha convertido en caldo de cultivo para los deportes de aventura tanto dentro del Parque como en sus alrededore­s. El abanico de actividade­s es tan variado que en un mismo escenario se puede practicar el kayak, el paracaidis­mo, bici de montaña, escalada o apuntarse a alguno de los circuitos de cuerdas que ofrecen un recorrido más intrépido. El Parque Nacional de Connemara también colma las delicias de los amantes de las aves, las grandes protagonis­tas de su fauna, sin embargo es un mamífero el que se ha convertido en su personaje más emblemátic­o; el Pony de Connemara, de robusta morfología, que también es parte del legado agrícola de la región y que hoy se ha convertido en un simpático compañero para los visitantes. Todavía con energía, dejamos el Parque para hacer una pequeña ruta a caballo por una de las playas de los alrededore­s, una de las actividade­s más demandadas en la comarca. Así, al trote y acariciand­o el Atlántico, íbamos despidiénd­onos de nuestra aventura por la Costa Oeste de Irlanda que culminamos, como no podía ser de otra manera, a ritmo de Guiness en uno de los acogedores pubs de la zona.

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