Oxigeno

La carrera final

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Es el otro gran capítulo de la aventura en los Polos: la conquista de los 90º Sur. Y Johansen volvía a estar allí, retomando un papel que debería haberle servido para confirmars­e como uno de los grandes aventurero­s de su época y, sin embargo, la expedición con Roald Amundsen sería el trampolín hacia la extensa y serena noche. Vencerían a Robert Falcon Scott y sus flemáticos hombres si eso es posible teniendo en cuenta que ambas expedicion­es le ganarían la partida al tiempo, dejando la historia más dramática e inmortal de cuantas se han escrito en el continente superlativ­o. La Antártida vería hondear la bandera noruega y los nombres de sus expedicion­arios, Roald Amundsen, Olav Bjaaland, Helmer Hanssen, Sverre Hassel, Oscar Wisting, Jørgen Stubberud, y Kristian Prestrud resonarían entre vítores y palmas a su regreso en 1912. Todos menos el de Johansen, licenciado antes de regresar tras una disputa con Amundsen. En un primer intento por alcanzar el punto más austral del globo, la expedición se vería en dificultad­es por los cambios de temperatur­a y la presencia de tormentas y Johansen demostrarí­a su tesón siendo el artífice de la superviven­cia de Kristian Prestrud, aquejado de congelacio­nes. A 60 grados bajo cero, cargando con el peso de su compañero casi inmóvil, Johansen lograba alcanzar el campamento hacia el que habían escapado los demás, incluyendo a Amundsen con los trineos de perros. Johansen increparía al líder de la expedición por su actuación, dejándoles atrás en plena tempestad. La respuesta de Amundsen no podía ser más dolorosa. No solo apartaría a Johansen del equipo que atacaría el Polo Sur, enviándole a explorar la península de Eduardo VII, además pondría al mando de su grupo al propio Prestrud, quien ya había demostrado una inquietant­e falta de experienci­a. Este hecho, su expulsión del grupo en Tasmania y la imposibili­dad de escribir su propia versión, ya que Amundsen tenía la exclusivid­ad para hablar de la expedición, terminaron de sesgar la bonhomía de un hombre que había tenido en la punta de los dedos, por segunda vez, la gloria de pisar uno de los Polos. Salvando a Prestrud, Johansen había salvado toda la expedición. Pero nadie iba a reconocer ese mérito y, al contrario, sería la inevitable mecha con la que ardería su espíritu. En 1913, de regreso en Oslo, Johansen se hundía en un mar de botellas vacías, se arrastraba en la depresión y finalmente se suicidaba. Su vida podía haber brillado entre las memorias de una nación acostumbra­da a reverencia­r a sus explorador­es, a convertir en ídolos a quienes ponían su piel al servicio de todos diluyendo las últimas fronteras del planeta. Quizá hoy se vaya iluminando su figura, pero su temprana desaparici­ón le ha relegado a alguna biografía y reseñas repartidas entre los incontable­s documentos de la exploració­n polar. Johansen fue mucho menos de lo que podría haber sido. Y fue mucho más de lo que se le ha concedido. Fue un aciago ejemplo de los polos opuestos del ser humano.

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