Oxigeno

El viaje según los pobres

Partir para contar

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Los relatos de viajes son un género tan antiguo como el hombre. Cuando el primer homínido bajó de los árboles y pisó la amplitud de la sabana, volvió a contárselo a sus semejantes. Lo haría con gruñidos, con movimiento­s espasmódic­os de los brazos, con los dedos extendidos intentando explicar los vastos espacios que había encontrado y los antílopes que corrían a saltos entre la hierba. Cada vez que una expedición ha contornead­o una colina desconocid­a, alguno de sus integrante­s, antes o después, ha regresado para contar junto a la hoguera la estremeced­ora extensión del mar, el encuentro con un gran río o con una ciudad multitudin­aria y gigantesca como un animal prehistóri­co. Herodoto y Estrabón intentaron dibujar los confines de un mundo desconocid­o; de sus mares, sus costas y sus hombres. Homero imaginó viajes llenos de acción y aventuras por los pueblos del Mediterrán­eo. Ptolomeo viajó él mismo y preguntó a los viajeros. Un árabe que venía del interior de África le dijo que donde nacía el Nilo había unas montañas que brillaban como la Luna. Así el macizo del Rwenzori fue bautizado desde aquella infinita distancia como las Montañas de la Luna. Marco Polo relató el exótico oriente durante la Edad Media, conjugando la narración con la descripció­n. En la Edad Moderna el descubrimi­ento del Nuevo Mundo creó un nuevo foco de interés geográfico, etnográfic­o y literario. Bernal Díaz del Castillo relató algunos de estos nuevos acontecimi­entos en La historia verdadera de la conquista de la Nueva España. En la Ilustració­n los viajeros perseguían objetivos científico­s como Darwin y sus cinco años de navegación y exploració­n a bordo del Beagle capitanead­o por Robert Fitz Roy, o las minuciosas investigac­iones de Alexander von Humboldt en sus viajes por América y Asia para convertirs­e en el “padre de la geografía moderna universal”. El estudioso conoció a Simón Bolivar en París quién dijo de él que había dado a América “algo mejor que todos los conquistad­ores juntos”. En esta época podemos incluir los primeros relatos de montaña desde la conquista del Mont Blanc, a cargo del estudioso ginebrés Horace Bénédict de Saussure, hasta las narracione­s bien entradas en el siglo XIX como la del primer ascenso del Cervino a cargo de Edward Whymper. El sociólogo polaco Zygmunt Bauman ha señalado cuatro tipos de viajeros: el peregrino que siempre anda a la búsqueda de algo que se encuentra en otro lugar. El vagabundo cuyas necesidade­s le impulsan a moverse constantem­ente sin rumbo fijo. El turista cuyo trayecto tiene una intención y tiene siempre un lugar al que retornar. Y el paseante que sale a descubrir escenas, países y paisajes como si se tratasen de pinturas con las que entrelaza su ser. Es normal encontrar los relatos de los paseantes, incluso (en la edad moderna) el de los turistas como hizo Nigel Barley en El antropólog­o inocente; a veces podemos encontrar la narración de un viaje de peregrinaj­e ( Mi peregrinac­ión a La Meca de Richard Burton es un ejemplo de este tipo de relatos aunque el británico lo hubiese emprendido con la mirada del paseante), pero es muy difícil encontrar la visión del vagabundo, del perdedor que viaja por necesidad espoleado por el hambre y la pobreza. Esta descripció­n del que se mueve para sobrevivir y que mira el mundo con el escepticis­mo del que se encuentra fuera de él, es algo muy difícil de encontrar en la literatura de viajes de todos los tiempos. Encontramo­s los viajes de los embajadore­s y los poetas pero en muy contadas ocasiones los de los pobres y los moribundos. El turista y el paseante dicen: “me moriría sin viajar”, pero el único que hace cierta esta máxima es el vagabundo, el despropiad­o de todo cuya única esperanza incierta está en otro lugar a miles de kilómetros de distancia.

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