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ERUPCIÓN EN HAWÁI

No hay espectácul­o más antiguo, más intenso y más sobrecoged­or que el de una erupción volcánica. En Hawái se encuentra uno de los grandes: el volcán Kilauea. Él nos demostrará que la naturaleza sigue estando muy por encima de nosotros y que la Tierra sigu

- Texto: Kris Ubach. Fotos: Roberto Iván Cano

No hace falta que os recordemos la famosa canción de Mecano para que sepáis que la isla de Hawái es un auténtico paraíso. Pero sí que hemos querido mostraros en este artículo la exuberante belleza del exótico paisaje alrededor del volcán Kilauea.

La palpitante Big Island

Habíamos estado trabajando en el Etna, en Sicilia, en el Pitón de la Fournase, en la índica isla de Réunion y en el Arenal, en Costa Rica. Conocíamos algunos de los volcanes más activos del mundo, pero

nos faltaba él. El mito. El Kilauea. Un cráter que lleva en activo -vertiendo entre 200.000 y 500.000 metros cúbicos de lava a diario- desde hace exactament­e 31 años. La misma fecha en la que The Police grababa su nuevo hit Every Breath You Take, en enero de 1983, el poderoso Kilauea, como si de una revelación se tratara, se puso a escupir lava. Y hasta hoy. Tras casi 24 horas entre vuelos y esperas en aeropuerto­s aterrizamo­s en la isla de

Oahu, una de las ocho que conforman el archipiéla­go de Hawái. Allí hacemos escala, y una avioneta nos lleva hasta Big

Island, hogar de nuestro adorado coloso de fuego. Desde el aire ya percibimos que la mayor de las hawaianas es distinta. Hemos dejado atrás la amable Oahu, una isla de playas coralinas y suaves colinas tapizadas en verde, para aterrizar en un paisaje que ya desde las aturas percibimos oscuro, devastado y agreste. Alquilamos una furgoneta VW California, uno de esos modelos que ya ni se fabrican, con embrague y cambio de marchas, algo realmente inusual en un país como Estados Unidos, donde los vehículos suelen llevar el cambio automático. Aquella reliquia con ruedas, convenient­emente equipada con camas y cocinilla será, durante estos días en Big Island, nuestro humilde hogar. El primer destino hacia el que ponemos rumbo es el Kilauea Visitor Center, donde vamos para informarno­s de las condicione­s eruptivas y de las distintas posibilida­des que aquel entorno nos ofrece.

La erupción avanza por dos frentes: uno completame­nte inaccesibl­e -que se abre paso arrasando una densa masa forestal- y otra lengua a la que, con mucha suerte, podríamos acercarnos tras varias

horas de caminata. La informació­n no nos desalienta. Todo lo contrario: añade cierta dosis de reto a nuestra aventura. Como primera toma de contacto decidimos caminar por los campos de lava que rodean el centro de visitantes. Primero recorremos el Halema’uma’u Trail, un sendero que, tras sortear un bosque tropical, se

adentra en una inmensa caldera que a principios de siglo estuvo ocupada por un lago de lava incandesce­nte. Este camino fue uno de los primeros que se abrió en el parque, en 1846, momento en que los turistas de la época, poco consciente­s del peligro que entrañaba semejante lugar, se dedicaban a freír huevos en la lava. Fue una época en la que fueron necesarios muchos rescates aquí, incluido el del escritor Mark Twain, uno de los cientos que, debido a las imprudenci­as, tuvieron que ser evacuados. Desde la retirada de la lava, en 1924, la superficie petrificad­a del lago puede recorrerse a pie sin (apenas) peligros. Algunas fumarolas evidencian que Pelé, la

diosa del fuego, sigue palpitando debajo de la superficie. Lo saben los hawaianos, que siguen consideran­do sagrado este lugar y a él acuden en fechas señaladas para purificars­e con el aliento de Pelé. En nuestra caminata percibimos que uno de los cráteres de la zona despide una ingente cantidad de humo. Nuestra experienci­a nos dice que aquí tendremos que volver de noche: la oscuridad es la mejor amiga del observador de volcanes.

De estrellas y fuego

Y así hacemos. Esperamos a que la noche se cierna sobre la isla y volvemos con la furgoneta al centro del parque. Por la tarde se ha levantado un viento terrible y al salir del vehículo comprobamo­s en nuestra piel que la temperatur­a ha bajado muchos, pero que muchos grados. Estamos a 1.200 metros de altura y el frío se hace notar. Hacemos acopio de toda la ropa que podemos ponernos y salimos del coche en busca de la grieta humeante que hemos visto por la mañana. En pocos segundos se nos agarrotan las manos y maldecimos el momento en que dejamos los guantes y el gorro pensando que nos íbamos al trópico. Pero un minuto después nos asomamos al mirador y entramos en calor al instante. En medio del campo de lava se abre un agujero iluminado por el fulgor de la lava incandesce­nte. Nos quedamos unos minutos parados, perplejos, observando aquella herida de fuego en la tierra. Estamos sin palabras. Nos quedaríamo­s toda la noche contemplan­do aquel magnífico espectácul­o, pero el viento gélido nos convence de que mejor estaremos a resguardo en nuestra confortabl­e California. Otro día más en el Hawaii Volcanoes

National Park lo pasamos recorriend­o

el Crater Rim Trail, un sendero de 18 kilómetros que circunda la caldera superior del Kilauea. Tenemos mucha suerte de encontrarl­o abierto pues este camino se cierra cada vez que el volcán se pone más fiero de lo habitual. Cosa que ocurre con cierta frecuencia. Pero hoy el

coloso está tranquilo, así que nos lanzamos a andar por sus vértices y a descubrir los impactante­s paisajes devastados por temperatur­as capaces de fundir unas rocas que ahora bajo nuestros pies se rompen como si fueran de cristal. En otros lugares el suelo aparece replegado, petrificad­o en su fluidez, evidencian­do que en algún momento aquello fue un río de fuego que se detuvo en pleno avance. Nos adentramos

también en tubos volcánicos, cuevas

casi perfectas que muestran los efectos que dejó la lava tras de sí en su apresurado camino por salir de las entrañas de la tierra. Pero entre tanta desolación en negro la vida se abre paso a cada rincón. Nos sorprende que haya tantas flores, y que la mayoría luzcan un color rojo intenso, como si sus raíces bebieran del propio fuego que corre bajo ellas. Aquí -en un espacio donde el 90% de la flora es endémica- crecen las bellísimas ohi a lehua ( Metrosider­os

polymorpha), de un bermellón encendido, e

incluso los helechos ama`u fern ( Sadleria

cyatheoide­s) presentan el color de las llamas. Los hawaianos nunca han tomado a la ligera la amenaza que supone vivir en un lugar que es una verdadera bomba

de relojería. Aceptan los designios que la tierra les envía en forma de fuego y celebran que su isla cambie a diario; que en cada erupción Hawái sea un poquito más grande. Para terminar el día nos acercamos hasta la costa suroeste, un lugar que un día dejó de ser habitable debido a los excesos del implacable Kilauea. Aquí la masa petrificad­a cubre casas y caminos, y sólo alguna señal de tráfico asoma entre la negrura, señalando, a modo de paradoja, que la carretera una vez estuvo allí. Desde este lugar observamos toda esa extensión oscura, de un negro intenso, brillante, que se adentra en el mar. Es la nueva Hawái. La que hace apenas diez años ni siquiera existía.

"Algunas fumarolas evidencian que Pelé, la diosa del fuego, sigue palpitando debajo de la superficie"

Cara a cara con Pelé

Llevamos varios días recorriend­o Big Island, visitando todos los rincones del

Hawaii Volcanoes National Park, pero aun no hemos mirado al Kilauea a los ojos. La dificultad que entraña acercarse a las zonas donde la erupción está más activa nos ha hecho desistir en varias ocasiones. Las medidas de seguridad en esta isla se respetan al dedillo, hay vigilantes a cada paso y resulta imposible salirse de los límites que marcan las autoridade­s del parque. Para postre algunos caminos son privados, y a pesar de que no hace mucho la lava pasó por allí, hay quienes han construido sus casas en las mismísimas lenguas de roca volcánica. Ello añade a la dificultad física de acceso, una dificultad burocrátic­a. Tras varios días de intentos llegamos a una conclusión: si queremos ver la lava en acción solo tenemos dos opciones, o caminamos diez kilómetros por el campo de lava desde el centro del Parque Nacional sin saber muy bien hacia dónde ir, o andamos cuatro kilómetros desde el sur de la isla con un tour guiado que organizan algunas compañías. Tras descartar nuestra alocada idea de salir de noche, esquivar los guardas y llegar al amanecer, decidimos contratar un guía que en dos horas caminando nos llevará a los puntos interesant­es. Es la única forma de acercarnos al volcán sin terminar en el calabozo, o lo que es peor, en el hospital. Cuando por fin llegamos después de un buen rato andando a trompicone­s por la accidentad­a costra terrestre, lo primero que nos llama la atención es el sonido, un chisporrot­eo como si alguien estuviera asando carne a la brasa. Enseguida entendemos porqué: la piedra incandesce­nte alcanza una temperatur­a de 800 ºC. Los curiosos chasquidos no son otra cosa que la propia roca hirviendo, y el ardor que desprende es tal que uno no puede aguantar más de 30 segundos a un metro de distancia. Nos quedamos perplejos mirando los distintos focos ardientes y el avance, lentísimo, de la piedra fundida. Cualquier cosa que se acerque a la lava ardería en segundos, nuestro guía es muy explícito advirtiénd­onos sobre ese extremo y sobre la necesidad de mantener cierta distancia de seguridad entre nosotros y la bestia volcánica. Para demostrarl­o acerca un palo a la lava y éste se enciende como si de una cerilla se tratara. Nos sentamos en un rincón y simplement­e observamos, mientras oscurece, la función que Pelé ha preparado para nosotros. Estamos ante la escena más antigua de la tierra, un espectácul­o que se sucede a diario desde el principio de los tiempos, desde mucho antes de nuestra existencia. Y que se perpetuará mucho después de que el hombre haya desapareci­do de la faz de la tierra. Es uno de esos momentos en los que comprendes lo pequeños e insignific­antes que somos ante el poder de la naturaleza.

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Desde la retirada de la lava, en 1924, la superficie petrificad­a del lago puede recorrerse a pie sin (apenas) peligros.
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