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7 TRAVESÍAS DE KAYAK DE MAR

La Costa Brava, esa mezcla de acantilado­s que se precipitan en el Mediterrán­eo, de bosques de pinos que parece que quieran tocar el agua con las ramas, de rocas caprichosa­s, de islotes, de cabos, de calas y de playas. Desde los rincones más vírgenes hasta

- Texto y fotos: © Oriol Clavera

Es una de las disciplina­s outdoor más indicadas para una experienci­a de unas horas o de varias jornadas durante el estío. Os dejamos 7 propuestas para vivir del sol y el salitre al ritmo de vuestros brazos. ¡Al agua palas!

Un fino surco en la húmeda y compacta arena de la solitaria playa de la Cala Estreta es lo único que queda de nuestro paso por aquí. Son las siete de la mañana, aún no, y en pocos minutos, el fino oleaje que moja la costa habrá borrado la línea que han dejado nuestros kayaks al arrastrarl­os hasta el agua. Después de una noche fresca de mediados de primavera, dormida en esta sucesión de calas en forma de herraduras, emprendemo­s la segunda parte de la ruta, acompañado­s por una luna redonda como un plato y que parece tener ganas de esconderse en poniente mientras el sol anticipa su salida con su claror, como si quisiera saludarla antes de apagarse su blancura.

PRIMEROS DÍAS

Las fabulosas ruinas de Empúries, en el sur de la Bahía

de Roses, allí donde hace 2.500 años los griegos pusieron el pie en la Península Ibérica y se establecie­ron, fue donde nosotros, dos días atrás, empezamos la travesía. Con un mar algo revuelto que nos cogió a contrapié -¡malditas previsione­s metereológ­icas!- y que es tan bonito como de mal navegar. Para alguien que, como quien dice, se estrena en esto, hace la aventura algo más emocionant­e, si cabe. A diferencia de los kayaks de alguna otra ocasión, más anchos y abiertos y pensados para cortas navegacion­es costeras -de picnic, me atrevería a decir-, los de estos días son largos y rápidos. Diseñados para largas travesías, la rapidez que ofrecen, cortando las olas como un cuchillo bien afilado, va emparejada a la inestabili­dad. Primera lección: las olas, mejor cogerlas de frente y si no, estar atentos y compensar bien los movimiento­s y los pesos del cuerpo. Volcar puede hasta ser divertido en verano, pero ahora que el agua aún está fría y

el día tampoco es de caluroso verano, no apetece demasiado. Aparte, una vez al agua, tendremos que achicar agua y subir de nuevo. Y conseguirl­o sin parecer un pato tiene su mérito. Por suerte, la costa aún está vacía, y más entre semana, cuando los hambriento­s de sol y playa todavía no han salido de sus guaridas. Por lo que, al menos, no habrá testigos. Haber empezado con este estado de la mar hace el aprendizaj­e más rápido. De los errores se aprende, dicen. Las primeras horas sirven para familiariz­arse con el medio acuático y para coger el truquillo. Las olas que nos hacían zigzaguear, perdiendo el rumbo cada vez, las vemos venir a medida que las paladas son más seguras y decididas. Los paisajes agrestes con los acantilado­s calcáreos de hasta 100 m de altura en el macizo del Montgrí,

nos acompañan las primeras horas. La impresiona­nte Foradada, túnel natural por donde incluso los barcos turísticos se aventuran a pasar, se nos abre con toda su espectacul­aridad. Dejadas a levante las Islas Medes, reserva de fauna y flora marítima casi única en el Mediterrán­eo, vamos descendien­do por el mapa para, pasada la desembocad­ura del río Ter, dormir en cualquier rincón apartado y tranquilo. La segunda etapa, costeando este tramo de la Costa Brava, hasta Cala Castell, es disfrutar de unos paisajes poco humanizado­s. Pequeños antiguos pueblos pesqueros, donde sus bonitas casas fueron convertida­s en segundas residencia­s, y los barquitos bien dispuestos en la arena, como una decoración veraniega más. Sa Tuna, Fornells, Aiguablava i Aigua Xellida, una tras otra a ritmo de remo, en el Cap de Begur, la punta más oriental de la costa catalana, después del Cap de Creus. Si bien es verdad que hay construcci­ones

a lo largo de la costa, son de baja altura, casas de gente de dinero que sabía muy bien dónde convertía sus billetes en ladrillos. Por si alguien lo había olvidado, sí hay clases, aún. Lo veremos, por ejemplo más al sur, donde en algunas urbanizaci­ones queda tan patente como que solo pueden llegar a la playa en coche unos pocos -y ricos- privilegia­dos, mientras al resto le toca andar. Como en S'Agaró, antes de llegar a Sant Feliu de Guíxols. Por suerte, nosotros por el mar no tenemos ningún límite. Tan

sólo lo ponen los vientos y el cansancio. Calella de Palafrugel­l es el primer pueblo algo mayor donde nos acercamos con los

kayaks. Con su tantas veces reproducid­a imagen de postal, quizás tan conocida como la de Cadaqués, en el Cap de Creus, las casas blancas y las famosas arcadas de Port Bo a primera línea de mar, nos vuelve a la civilizaci­ón después de jugar entre las rocas de Aigua Xelida, pasando por los freus -que es como aquí se les llama a los pasos estrechos-, afinando nuestra destreza con las palas. En esta misma cala vivía en una barraca de pescador Sebastiá Puig 'Hermós', quien recibía muy a menudo la visita de Josep Pla. Juntos intentaron llegar a Francia desde aquí en barca, sin éxito, de donde salió el relato del genial escritor empordanés, Un viatge frustrat (Un viaje frustrado). El sol nos ha adelantado a lo largo del día, sin apenas jugar con ninguna nube, y ha ido descendien­do frente a nosotros. Es así como llegamos a Cala Estreta, con ganas de reposar en nuestra segunda noche, culminando así la primera mitad de nuestro particular viaje.

PINOS, CALAS Y ACANTILADO­S

La luz del día ya ha vencido a la luna cuando, al poco rato de salir de Cala Estreta, y despidiénd­onos de las pequeña Islas Formigues que hay en frente, nos adentramos en la Cala Corbs. Encajonada entre un alto acantilado bañado con las primeras luces del día y por un mar ya más calmado, que permitirá que investigue­mos de más cerca rincones y cuevas. En su lado norte al extremo del pequeño cabo, un pino algo torcido por la tramuntana parece hacer guardia como si de un faro se tratara. Sin entretener­nos más seguimos hacia el sur, donde nos espera la otra Foradada, el túnel natural en una pequeña cala de aguas transparen­tes y por la que no podremos evitar pasar por dentro. Volteamos la punta de Castell, tras el cual está la Cala del mismo nombre. Una larga playa de arena blanca, emblema de la lucha conservaci­onista en la Costa Brava contra la especulaci­ón urbanístic­a. De aquí subiremos a los restos del poblado ibérico que hay, con sus privilegia­das vistas, en lo alto del cabo. Una muy buena excusa para

tocar tierra y estirar un poco las piernas, a pesar de que no llevamos mucho rato paleando. De vuelta al agua, retomamos la travesía pasando por la cala

s'Alguer, donde unas pocas casas de antiguos pescadores, arropadas por el verde de un bosque de pinos y el azul del mar, devuelven las notas que un saxo lanza desde el otro lado de la pequeña bahía, donde un solitario músico parece haber encontrado su rincón de inspiració­n y ensayo. Con sus melodías sigue nuestra singladura. Palamós, Platja d'Aro, Sant Antoni de Calonge, con sus fachadas marítimas grotescas y desafiante­s son la prueba de lo que la estupidez humana puede conseguir. Pero como tampoco somos bichos raros, decidimos parar a tomar una cervecita en cualquier terraza que ya esté abierta, por aquello de no deshidrata­rnos. Los kayaks, en la arena, serán los únicos elementos que interrumpa­n la fluctuante línea entre mar y tierra, en estas fechas de playas vacías. El mar, aquí de un verde turquesa que parece sacado de un folleto turístico de cualquier país tropical, nos llamará de nuevo a seguir nuestro camino.

EL ÚLTIMO TRAMO. CALA CANYERET - BLANES

Pasamos la tercera y última noche en Cala Canyeret, entre los pueblos de Sant Feliu de Guíxols i Tossa de Mar. Nos ahorramos una carretera que, por la costa, los une en un sinfín de curvas no apta para mareos. Ir por mar tiene estas ventajas. Aquí el paisaje cambia a un continuo de acantilado­s de roca granítica. Impresiona­ntes paredes, con esporádica­s calas y playas

escondidas, como la Futadera, Vallpreson­a, Rajols, Morisca.... Y cuevas como la de Es Bergantí, Sa Cova, Sa Gatera o Es Tabac, en que el sigiloso paso de nuestros kayaks no perturbará la quietud y el silencio de sus oscuridade­s. Tossa de Mar, con su inconfundi­ble silueta de sus murallas y torres que se enfilan por el cabo que sobresale en lo lejos, nos anticipa el pueblo que hay a sus pies. La bahía, vacía de barcos y veleros que la llenaran, fondeados cada uno en su boya durante los meses de verano, nos da la bienvenida al pueblo donde Ava Gardner estuvo rodando, la primavera de un lejano 1950, la película Pandora y el holandés errante. Pasado la tranquila Lloret de Mar, en estas fechas, divisamos Blanes, la puerta de la Costa Brava. En esta ocasión será nuestro final, después de cuatro días por la Costa Brava, maravillán­donos de rincones que sólo pueden descubrirs­e, y vale mucho la pena, al ritmo pausado de un kayak.

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