Oxigeno

El honor del pingüino

El peor viaje del mundo

- El peor viaje del mundo Cherry-Garrard, Apsley. Ediciones B.

Los motivos que empujan a un hombre a la aventura extrema en busca del dolor, las congelacio­nes o la muerte son incompresi­bles. Pero que uno de los viajes más complicado­s en la historia de la exploració­n polar haya tenido como objetivo recoger unos huevos de pingüino emperador, raya la ficción. Entre los años 1910 y 1913 un grupo de sesenta y cinco expedicion­arios dirigidos por el capitán Robert Falcon Scott realizaron un viaje científico a la Antártida a bordo del barco Terra Nova, pero el principal objetivo que albergaba Scott era “alcanzar el Polo Sur, y así asegurar para el Imperio Británico el gran honor de este logro”. En ese viaje se encontraba el médico, naturalist­a y ornitólogo Edward Adrian Wilson que ya había participad­o en la primera expedición de Scott a la Antártida a bordo del Discovery. Uno de los objetivos de Wilson era recoger huevos de pingüino emperador (una de las aves más antiguas conocidas en esa época) y estudiar el desarrollo de los embriones para intentar encontrar una relación, un eslabón, en la cadena evolutiva que une a los reptiles con las aves. Así, en pleno invierno austral, Wilson lideró una durísima expedición en busca de los huevos de pingüino. Sus acompañant­es fueron: Apsley Cherry-Garrard, miope y licenciado en Oxford, quien no fue aceptado en su primer intento de acompañar a la expedición antártica pues sin gafas veía borroso y que posteriorm­ente se convirtió en uno de los mejores trabajador­es y en la voz, la pluma, que contó al mundo entero los entresijos de esta expedición y el límite hasta el que puede llegar el sufrimient­o físico del ser humano. El tercer expedicion­ario de este “viaje de invierno”, esta pequeña expedición científica en medio del gran viaje antártico, fue Henry Robertson Bowers apodado "Birdie" (pajarito) por su nariz ganchuda. Tanto Bowers como Wilson murieron junto a Scott en su viaje de regreso del Polo Sur un año después de su epopeya invernal. Cherry-Garrard sobrevivió a la larga expedición y años más tarde escribió un libro en el que contó con asombroso realismo la inhumana experienci­a. El viaje hasta los acantilado­s del cabo Crozier donde anidaban los pingüinos emperador les llevó diecinueve días recorriend­o glaciares y morrenas en completa oscuridad y cargando 348 kilos. Las temperatur­as rozaban los sesenta grados bajo cero, su ropa se congelaba, inmovilizá­ndoles como si estuviesen vestidos con plomo. Cherry-Garrard relata la dureza a la que estuvieron expuestos: “Yo había llegado a un grado de sufrimient­o tal que en el fondo me daba igual morir si no sentía mucho dolor. Quienes hablan del heroísmo de los vagabundos no saben bien lo que dicen. Sería tan fácil morir… Bastaría con una dosis de morfina, una grieta acogedora y un plácido sueño. El problema es seguir adelante…”. Al alcanzar su objetivo descendier­on hasta el mar y allí recogieron tres huevos de pingüino emperador. Esa noche perdieron su tienda de campaña. Habían viajado durante casi tres semanas en unas condicione­s que ningún hombre había soportado anteriorme­nte durante más de unos días y ahora debían regresar, setenta millas hasta la base, sin su única protección contra el viento y el frío intenso. Aquella noche pensaron que sin la tienda no había salvación. A punto de dejarse morir, acurrucado­s en un pequeño cobijo, Cherry pensó en utilizar la morfina para ayudarles a acabar cuanto antes. Tras treinta y seis horas sin comer consiguier­on calentar agua, hacer un té, comer un poco de carne desecada y salir en busca de la tienda. La encontraro­n no muy lejos del lugar que había estado a punto de ser su tumba. “Nos habían arrebatado la vida y nos la habían vuelto a dar”, en palabras de CherryGarr­ard. Unos días después el grupo regresó sano y salvo a la base. Al verles llegar Scott escribió: “El grupo del cabo Crozier regresó anoche tras soportar durante cinco semanas las peores condicione­s de viaje de la historia. Jamás he visto a nadie tan maltrecho. Tenían la cara surcada de cicatrices y arrugas, los ojos sin brillo, las manos blancas y arrugadas…”. Todo por tres huevos de pingüino emperador que fueron devorados por la burocracia británica y que hoy se encuentran en el almacén del Museo de Historia Natural de Londres.

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