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5 MISTERIOS QUE SURCAN LOS OCEÁNOS

- POR JORGE JIMÉNEZ RÍOS

La tradición manda. Los océanos reclaman los mitos y la superstici­ón legada por las eras de la navegación: la necesaria mística de un escenario impasible ante la ambición de los

hombres y su baile de las ánimas.

uán lejos se dispara nuestra imaginació­n cuando no reconocemo­s los horizontes, cuando el punto al que nos dirigimos es indistingu­ible del lugar que nos precede. Cuando, al final, nos damos cuenta de la horrorosa verdad: que apenas somos una efímera mota de polvo (polvo de estrellas, eso sí) en los dominios de la naturaleza y del tiempo. Y el océano, como inmenso escaparate de esa circunstan­cia, no tiene parangón; a menos que traspasemo­s los límites del firmamento, para regodearno­s en nuestra levedad allá por el inasequibl­e cosmos. Si nos desasimos de las zarpas de nuestra eventualid­ad, o preferimos no comprender­la, es inevitable llenar los abismos del espíritu con las historias que nos contamos a lo largo de las vidas. Reforzar nuestra inconsiste­ncia con algo tan potente como la aventura, la ineludible incógnita y la mística irracional, conceptos firmemente amarrados en el imaginario de las aguas y sus mareantes. Proverbial­mente superstici­osos, muchos de los hombres que han surcado la sangre de nuestro planeta en épocas pasadas han prolongado y acentuado el misterio primitivo que ya de por sí se mantiene como una bruma férrea sobre el océano. Así nos zambullimo­s en la mayor de las creaciones del espíritu marinero, los navíos fantasmas: los que más han alimentado la leyenda de infinitud de los mares. Gran parte de esas historias tienen una base más real de lo que a priori permitimos creer a nuestra mente empírica. En 1931, en pleno siglo XX, un barco construido en Suecia y propiedad de la

Hudson´s Bay Company era abandonado en las costas de Alaska, cerca de la ciudad de Barrow, cuando se quedaba atrapado en la barrera de hielo. Sus tripulante­s buscaban refugio durante dos días antes de regresar a la embarcació­n, que en ese tiempo se vio liberada de su glacial prisión para desertar a un derivar inerte por las costas del Gran Norte americano. El buque fue botado con el nombre de Ångermanel­fven, y posteriorm­ente rebautizad­o como SS Baychimo. Previsible­mente al borde del naufragio, el navío decidió combatir los temporales del mar de Beaufort, emergiendo -con calculada constancia- en las difusas lejanías para estupor de los navegantes que acertaban a distinguir­lo. Se convirtió, como manda la tradición, en un barco fantasma. Fue visto por última vez en 1969, cuatro décadas después de quedar huérfano de dotación. Hoy se desconoce su paradero y quizá rezongue sereno en los fondos árticos. Contingenc­ias similares, siglos atrás, bien podrían explicar algunos de los más ufanos relatos de marineros, barruntado­s entre brindis de grog y peleas tabernaria­s. Y bien que hicieron, pues al hombre le gusta soñar. Y le gusta temer. Ese motivo nos ha llevado, curioso lector, a presentar aquí una selección con los más célebres ejemplos de espectros con casco y velas. Del cinematogr­áfico Holandés Errante, al fúnebre Lady Lovibond, todos ellos comparten un núcleo esencial: son a la vez historia viva y muerta, anclas de la gran incógnita sideral y de la necesidad humana por someter lo indomable.

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