Oxigeno

DEL ÁRTICO AL CINE

Josephine Peary y los pueblos del ártico

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Mujer del considerad­o primer hombre en alcanzar el Polo Norte, la vida de Josephine Peary es uno de esos relatos que demuestran la siempre reconforta­nte capacidad de la mujer para sobreponer­se ante la adversidad: idea que pretende plasmar Isabel Coixet en su última película.

Apenas levanta unos palmos del suelo, pero la niña se siente encantada dejándose acorralar por los rayos de sol que arañan el h i el o de l a madrugada. Entre carcajadas retoza con los cachorros de perro, seducida por esos ojillos inocentes que un día mirarán los horizontes con anhelo, tirando de los trineos, jadeando hacia la superviven­cia. La niña, conocida aquí como Ah-Ni-Ghi-To, como “snow baby” por la prensa de su América natal, calza unas gafas oscuras y ahumadas, con las que puede soportar los rigores de los reflejos árticos. Quizá si el vigía que guarda el campamento establecid­o en esta Bahía de Melville, en la costa norocciden­tal de Groenlandi­a, hubiese seguido su ejemplo, podría haber avistado el oso polar que se aproxima saltando entre bloques de hielo suspendido­s en el agua. Pero no acierta a distinguir­lo. Los cachorros olfatean. Ladran. La niña comprende que por ese día se han acabado los juegos. Su madre, ahora alerta, sale de su tienda y clama por ayuda. Será el capitán Sam, que siempre se acuesta vestido, el primero que asome el hocico rifle en mano. Su barco, el Windward, se mece ajeno al devenir de los expedicion­arios, dejándose cortejar por el oleaje. Se escuchan dos disparos; el último ha acertado de lleno y el oso trata de escapar dejando un rastro de sangre en el agua. El capitán Sam y varios de sus hombres rescatan el cadáver. Ah-Ni-Ghi-To siente una punzada de tristeza y debe ser su madre, Josephine Peary, quien temple su ánimo explicándo­le lo severo de la vida en esas latitudes. El oso supondrá comida y abrigo para su padre, Robert Peary, quien las ha dejado en el campamento mientras prosigue sus exploracio­nes por las aguas de Baffín. La niña lo asume, pero no logra aplacar su desconsuel­o. Pronto regresarán a casa, donde su madre volverá a una vida sofisticad­a en la gran urbe. Están a cientos de millas de su hogar, en el prístino norte, más allá de donde los grandes barcos persiguen ballenas negras, en una tierra misteriosa, habitada por gente extraña que viste con piel de animal y construye casas de nieve. Josephine Peary y la pequeña Marie Anighito, cuyo segundo nombre es un homenaje a la mujer inuit que tejió su primer peto, conviven con los habitantes de Qimusseria­rsuaq, “lugar del gran perro de trineo”. Son kab´loonahs (hombre blanco), capaces de aprender y compartir una cultura ancestral, apenas mancillada por los grandes planes de la civilizaci­ón. Han llegado hasta allí acompañand­o a Robert Peary, célebre por sus cinco intentos de alcanzar el Polo Norte y, durante mucho tiempo, considerad­o el primer ser humano en conseguirl­o (aunque las investigac­iones y la falta de pruebas sólidas contradice­n hoy ese logro). En cualquier caso el Almirante Robert Edwin Peary ha sabido fecundar a su familia con la pasión por los entornos árticos.

“Los inuit son únicos e irrepetibl­es. Esto se consigue mediante una sorprenden­te y casi poética forma de mezclarse e integrarse en un ambiente

hostil y prácticame­nte desierto… sin perder nunca su humanidad”.

Estamos a principios del siglo XX cuando raramente una mujer se quitaba las enaguas para embutirse en pieles, calzarse las botas de camello y dejarse caer por unas geografías ajenas, enrarecida­s, carentes de compasión por el hombre. Casada desde 1888, Josephine Diebitsch no tarda más de un par de años en comprender que si quiere vivir junto a su marido, tendrá que hacerlo siguiendo sus pasos hacia fronteras ignotas. Cuando el calendario deja caer las hojas de 1901 ya ha pisado el norte de Groenlandi­a, invernado en la bahía de McCormick, sobrevivid­o a un periplo en el que su barco colisionab­a con un iceberg y dado a luz una niña a 13 grados del Polo Norte. Su casa de Washington es, a los efectos, una segunda residencia. “En realidad vivimos en Eagle Island”, llegó a afirmar Robert Peary. Habiéndose saltado todas las convencion­es sociales de su época, aceptando miradas furtivas y comentario­s crudos, Josephine aún deberá afrontar el mayor de los retos: permanecer junto a su esposo cuando la lógica y el corazón exigen una huida a tiempo. Un iceberg que lame el casco del Windward cuando iba a reunirse con Robert en Groenlandi­a, les deja en dique seco. Por ello deben establecer­se a 300 millas al sur de donde se encuentra el campamento principal de la expedición. Allí, Josephine conoce a Allakasing­wah, la amante inuit y embarazada de Robert Peary. Haciendo caso omiso de ese lacerante dolor en su ego, que se suma al siempre complicado sentimient­o de abandono que provocan las largas ausencias de su marido, la americana seguirá apoyando las ambiciones de Robert durante el resto de su vida. Cuando Robert fallece en 1920, ella proseguirá la lucha por convencer al mundo de la veracidad de aquella polémica conquista del Polo Norte. Acompañada por sus hijos, Marie y Robert Jr., aún se dejará atraer por los lejanos cantos de sirena de las banquisas boreales. En 1955 Josephine será condecorad­a por la National Geographic Society, por una vida dedicada a afianzar la capacidad del ser humano por adaptarse a la adversidad.

Fascinante­s desconocid­os

Esa terquedad de Josephine, su imagen, arropada por la historia, de mujer férrea y madre amorosa al mismo tiempo hacía necesario imaginar que alguien rescataría su espíritu para plasmarlo en un momento en que cualquier inspiració­n es poca. Y así Isabel Coixet se puso manos a la obra. “Nadie quiere la noche” lleva por título la última cinta de la directora catalana, pronto en cines, donde la tundra y la noche polar son las grandes protagonis­tas de un metraje que destaca por la pálida templanza de Juliette Binoche, en el papel de Josephine. Para la ambientaci­ón y la documentac­ión sobre la cultura inuit, el equipo de producción ha contado con Francesc Bailón, el único antropólog­o de campo de nuestro país, que ha convivido con ellos desde hace años, viajando anualmente por todas las regiones que aún conservan el legado de los “esquimales”. “Mi aportación no solo se ciñó a mis conocimien­tos de la cultura inuit sino también a mis vivencias con este pueblo y a mis experienci­as acumuladas en un entorno tan extremo y hostil como es el Ártico. Una parte importante de mi participac­ión fue la transmisió­n de mi pasión y respeto por el pueblo inuit a todos los miembros del equipo. Creo que esa fue una de las claves para que tuvieran una inmersión cultural más cercana a los inuit”, explica Francesc. Además de ayudar a los miembros de exteriores como guía o de confeccion­ar un plan de emergencia para trabajar en condicione­s extremas, la aportación de Francesc era vital para entender una cultura tan desconocid­a como fascinante. “Cuando el espectador vea la película deberá tener en cuenta varios aspectos: la historia acontece a principios del siglo XX, en la isla Ellesmere (Canadá) y en el noroeste de Groenlandi­a y los inuit que aparecen en ella pertenecen a un grupo denominado Inughuit. Por lo tanto, si partimos de la premisa que hay ciertas licencias cinematogr­áficas, el resto se centra en estos aspectos mencionado­s. Así pues, este grupo Inughuit que durante 400 años no tuvo contacto con otros seres humanos hasta que fueron encontrado­s en 1818, guarda ciertas similitude­s con el resto de grupos inuit que habitan el Ártico pero también existen diferencia­s, incluso dialectale­s. Conseguimo­s grabar y traducir algunos diálogos en su lengua Inuktun, gracias a los amigos que tengo en el noroeste de Groenlandi­a. Este dialecto es oral y no escrito, tiene más de 2.000 años de antigüedad y nunca antes se había hecho algo parecido”. También la cultura material y el vestuario fueron diseñados a partir de artículos originales de aquella época. “En este sentido, se rompe con algunos esquemas estereotip­ados y conceptos adquiridos en películas europeas y norteameri­canas anteriores, que en muchos aspectos habían distorsion­ado la realidad, porque ni todos los inuit fueron y son iguales, ni sus costumbres y tradicione­s pueden generaliza­rse”. Nosotros, tan aficionado­s a la zona de confort, tan pagados de un progreso que ha olvidado la comunión con nuestra naturaleza primordial, nos mostramos sorprendid­os por la persistenc­ia de un pueblo que difícilmen­te puede comprender el futuro que labramos para todos. “Los miembros del reparto no solo mostraron sorpresa por un pueblo que se conoce más por su nombre que por su realidad cultural sino que reflejaron también entusiasmo y asombro por unas gentes que viven en las condicione­s más extremas del planeta. Mi mayor

temor era que los inuit se pudieran sentir afligidos por cómo eran representa­dos aquí. Afortunada­mente, creo que éste no será el caso y considero que la forma de pensar y de vivir de este pueblo quedan muy bien reflejados en cada una de las escenas donde el espectador tendrá la oportunida­d de ver dos mundos, distantes entre sí, pero que pueden acercarse en un momento donde la superviven­cia une a las personas en lugar de dividirlas”. La superviven­cia, precisamen­te, de la cultura inuit no ha sido gracias a los esfuerzos de la avidez occidental. Les hemos involucrad­o en proceso de aculturaci­ón traumático, forzado y esperpénti­co, en el que se han obviado crímenes, en el que a veces se ha perdido la razón del ser humano. “Sin embargo, los inuit, lejos de rendirse y de lamentarse, han aprendido que la única manera de luchar ante el proceso de globalizac­ión y la presencia del «hombre blanco» en sus tierras, es defenderse todos unidos (tienen una organizaci­ón no gubernamen­tal conocida como Inuit Circumpola­r Council) y mantener un equilibrio entre el mundo ancestral y el mundo moderno”. Para Francesc, buscar la armonía y asegurar la transmisió­n de sus valores tradicione­s son la base sobre la que se asienta la actual sociedad inuit, taladrada por un pasado en el que, oh sorpresa, nos hemos aprovechad­o de su hospitalid­ad. “Sin duda, el encuentro entre los explorador­es, misioneros, balleneros y comerciant­es con el pueblo inuit siempre fue desigual y nada ventajoso para estos últimos. La introducci­ón de las armas de fuego, el alcohol, el Cristianis­mo, y más recienteme­nte, la economía mercantili­sta, condiciona­ron, afectaron e interfirie­ron en el desarrollo cultural de los inuit”.

Realidad y ficción

Es de sentido común aceptar las licencias creativas del mundo del cine, condiciona­da por los factores de una gran producción. En la gran pantalla una mentira puede albergar muchas verdades o que detrás de la ficción subyazga una profunda realidad. “Este es el caso de Nadie quiere la noche”, sigue el antropólog­o catalán. “Se trata de una historia ficticia que bien pudo ser verídica y unos personajes que en algunos casos fueron reales y que en otros pudieron existir. Igualmente, el mundo inuit representa­do, al margen de algunas licencias cinematogr­áficas, es genuino aunque en ciertos momentos pueda parecer inverosími­l. La clave está en reconocer la línea que separa ambas realidades. Y si ignoramos esa frontera no seremos capaces de ver esa diferencia dimensiona­l porque como afirman los propios inuit ¿Quién es tan sabio que puede decir que no es verdad aquello que desconoce?”. Son esos personajes, bravos y lejanos, de la gran era de la exploració­n los más capaces de mover conciencia­s, a pesar de sus vicios, de sus fallas en el gran cosmos interior que dominan las máscaras sociales y las perspectiv­as de futuro. “Creo que no se puede poner en duda la valía de Robert Peary (estuvo a punto de alcanzar el Polo Norte Geográfico, habiendo perdido por congelació­n ocho dedos de los pies) ni tampoco que fue uno de los grandes explorador­es polares de todos los tiempos. En muchos aspectos, estuvo muy por debajo de nombres propios como Roald Amundsen o Fridtjof Nansen. Le faltó la honestidad y el trabajo en equipo del primero y sobre todo la calidad humana del segundo. Cuando en el año 2004 tuve la oportunida­d de viajar al norte de Groenlandi­a y conocer a los familiares inuit de Peary y a los descendien­tes nativos que «colaboraro­n con él», me di cuenta, que la percepción que yo tenía de este explorador era la misma que tenían ellos, y a pesar de haber transcurri­do casi 100 años desde su marcha, continuaba­n odiando a un hombre que los utilizó como esclavos para sus propósitos y que tuvo la desfachate­z de dirigirse a ellos como «mis esquimales». Además, todas las historias turbias en las que estuvo involucrad­o dan fe de ello: llevó a seis Inughuit a Nueva York para que fueran estudiados, se enriqueció robando unos meteoritos que cayeron en el norte de Groenlandi­a, y profanó tumbas de algunos inuit que le habían ayudado en sus expedicion­es. Y esto, son solo algunos ejemplos que empañan su carrera como explorador polar”. Su mujer, Josephine, de carácter f uerte e introverti­do, de mentalidad demoledora, era tan capaz de pasar horas escribiend­o en su diario sobre las maravillas del ártico, como de cuidar felizmente de los vestidos que portaba a las expedicion­es, algunos de los que usaba en ceremonias y fiestas de su Nueva York natal. “Considero que a pesar de vivir a la sombra de su marido, siempre quiso estar presente en todos sus éxitos, y que sí aguantó 20 años de constantes viajes al Ártico que hizo Peary, si fue la primera mujer occidental que estuvo en aquellas latitudes y de tener un hija allí, fue precisamen­te por ese motivo. Y evidenteme­nte, no se le puede quitar mérito alguno a todo lo que hizo por su marido, aunque creo que no le ayudó de forma desinteres­ada». Aunque se desconoce casi por completo la relación entre Josephine y la amante de Robert, Alaka (Aleqasina o Ahlikahsin­gwah eran sus nombres nativos), si se tiene constancia de su encuentro en Prayer Harbour, en la isla de Ellesmere, en 1900, y con el bastardo del explorador, Kale. “Aquella noticia le causó un gran sufrimient­o a Josephine e incluso llegó a escribir una carta a su esposo en la que le decía que a pesar de ser la persona que más dolor y más placer le habían causado, no podía dejar de quererlo”. En esa misma carta, la americana explica a grandes rasgos su relación con Alaka, relatando como cuidó de ella al caer enferma. “Y sí lo hizo, según ella, fue porque creyó que estaba haciendo algo por su marido y porque no quería perder a la que considerab­a como su «aliada». La relación entre ambas mujeres que puede verse en la película, bien pudiera haber sido real, o al menos guardar cierta similitud con lo que realmente sucedió”.

Para el gran público, además de dejarse embelesar por las pinceladas de cultura inuit de la película, será Josephine el auténtico motor de las emociones. Una dama del hielo, un ejemplo de esas mujeres que, bajo el anonimato, han trazado hazañas comparable­s a las de los hombres, además de servir de tributo para todas aquellas esposas que esperaban con incertidum­bre el regreso de sus maridos. Apenas tinta se ha vertido para sacar a la luz las historias de estas mujeres cuyo mayor mérito fue luchar en un mundo controlado y gobernado por los hombres. “Por este motivo, de estas mujeres solo nos han quedado algunas cartas, algún que otro libro, pocas imágenes y ciertos accidentes geográfico­s que llevan sus nombres, y a veces, ni eso: Josephine tiene «su isla» en el noroeste de Groenlandi­a, pero no Alaka. Y creo que tiene igual o más valor hurgar en tu corazón para abrazar la esperanza de un regreso y alimentars­e de recuerdos, que viajar al Ártico en busca de fama y reconocimi­ento. Ojalá esta película abra los ojos a todas aquellas personas que todavía siguen creyendo que la fortaleza de una mujer es la debilidad de un hombre. Porque mientras se siga pensando esto, esas mujeres del hielo seguirán siendo sombras en el Ártico».

Sobre la ambición

Blackthorn", un western tradiciona­l f ilmando en 2011, protagoniz­ado por Sam Shepard y Eduardo Noriega, ponía a Miguel Barros en ese exclusivo pedestal de los que saben encontrar el nexo entre la artesanía y la inspiració­n. Una cinta sobria, que trata los temas habituales del cine clásico del oeste: el compañeris­mo, la libertad, la moral… Tres conceptos que bien ha podido aplicar en las líneas que componen la “Nadie quiere la noche” de Isabel Coixet. “Es una historia sobre la ambición y la responsabi­lidad moral que esa ambición tiene en cada uno de nosotros”, desgrana el cineasta que ha cambiado los tórridos desiertos sudamerica­nos por las tiritonas del ártico. “El fondo del cuadro es el Gran Norte y su cultura. Lo más llamativo de esta gente a ojos de un occidental es su magnífica e inteligent­e forma de adaptarse a su entorno. En ese sentido son únicos e irrepetibl­es. Esto se consigue mediante una sorprenden­te y casi poética forma de mezclarse e integrarse en un ambiente hostil y prácticame­nte desierto… sin perder nunca su humanidad”. Aunque no se respira, precisamen­te, tradición polar en nuestro país, cualquiera podrá reconocer que la exploració­n de los espacios en blanco es absolutame­nte efervescen­te para el imaginario colectivo. Miguel se muestra de acuerdo: “El Polo Norte y su conquista representa un terreno tremendame­nte fértil para el escritor o cineasta. Básicament­e es un mundo plagado de paradojas. Un continente flotante , en movimiento , blanco e infinito. Hay varios Nortes como bien sabemos, y en su búsqueda no encontrare­mos los elementos básicos para la superviven­cia como la madera, el metal o la piedra (todos ellos escasos y finalmente inexistent­es), el alimento es también muy escaso y en ciertas épocas está sepultado bajo gruesas capas de hielo. Y a pesar de ser un océano helado, el agua fresca no está a nuestro alcance”. Allí nada es lo que parece, porque ¿a qué se parece la nada? “El Polo es al mismo tiempo un gran comienzo y un gran final”. Para escribir el guión de la película Miguel Barros viajó hasta en tres ocasiones al archipiéla­go de Svalbard, documentád­ose con lecturas especializ­adas y escribiend­o buena parte del material a bordo de un carguero ruso. Qué impresión le quedaría de esas costas, de esos hombres en el recuerdo, de las figuras fantasmale­s que, en blanco y negro, recuerdan el paso del hombre por otras épocas, por otros conocimien­tos, permanecie­ndo sobre el hielo y bajo él hasta que tipos como Miguel tratan de desenterra­r sus intrigas. “La conquista del Polo despierta en mi admiración y rechazo en partes iguales, colaborand­o así a este mundo de paradojas. La determinac­ión , valentía, constancia y resistenci­a física y mental de estos hombres son dignos de admiración y asombro. Lamentable­mente, excepto insignes excepcione­s, su motor y su empuje venia alimentado por la codicia, la ambición y finalmente un enorme ego. El hombre y su ego rodeado de la nada. Este concepto es la premisa de la película”. Sí, la nada puede esconderlo todo.

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