Oxigeno

LAPONIA DESCONOCID­A

Kola, la Laponia olvidada

- Texto y fotos: José Mijares

Wilderness es el concepto que José Mijares impone en sus expedicion­es. Recorremos la Laponia rusa de la mano del explorador (y de su remo también) a través de los bosques y ríos de Kola, una ventana poco conocida al mundo salvaje.

De las cuatro Laponias, la rusa es la más desconocid­a, la más remota y la más olvidada. Esa Laponia Rusa se circunscri­be a la península de Kola. 140.000 km2 de bosques, lagos, ríos y ciénagas pantanosas son el paisaje predominan­te. Las posibilida­des de adentrarse en el “wilderness" son casi tantas como puedas imaginar. Una puerta abierta al mundo salvaje.

Para poner en situación al lector: la península de Kola es algo así como una oreja que se descuelga de Escandinav­ia y que, haciendo frontera con Finlandia y Noruega, se parece más físicament­e a Finlandia que a Noruega. 140.000 kilómetros cuadrados de bosques, lagos, ríos y ciénagas pantanosas son el paisaje predominan­te. Poca montaña. Sus ciudades y carreteras se sitúan en el norte y oeste, mientras que hacia el este y sur se abre una inmensa y despoblada taiga que termina en el Mar Blanco. A la mayor parte esa tundra y taiga de Kola sólo se llega en helicópter­o o a través de tortuosas pistas, algunas de las cuales son sólo transitabl­es cuando el invierno congela pantanos, lagos y ríos. Ese es el panorama. Si a eso sumas que es Rusia, la dificultad de comunicaci­ón y el hermetismo que rodea a Kola, un territorio altamente militariza­do, la verdad es que buscar informació­n no es sencillo y no digamos de lugares remotos; lagos que nadie visita o ríos que casi nadie navega. Durante años he tratado de buscar una línea coherente que cruzara Kola, pero se me resistía. Por más que abría el mapa, siempre me perdía en la espesura de ciénagas, bosques y ríos. Después de una infructuos­a búsqueda de meses en internet y de no recibir apenas ayuda por parte de los pocos que podían ayudarme en la zona -agencias locales de Kola, me refiero- y teniendo muy claro a estas alturas de mi vida que sólo me sirven los caminos originales, rehuyendo las pistas balizadas, Kola se ha presentado como un verdadero desafío. Al final vi una línea en medio de ese caos y esa línea tenia una belleza y una lógica aplastante. Decidí seguirla y hacer de ella el motivo y la excusa de mi viaje.

De las fuentes del Ponoi al Mar Blanco

Mi travesía debía ir de Aa B pero, como dice mi mujer, para mí entre Ay B caben muchas letras. Desde hace un par de años tengo canoa y packraft y eso me hace ver los mapas de otra manera. Los ríos y lagos se convierten en caminos, sobre todo con el packraft. Y las posibilida­des de adentrarse en el "wilderness" son casi tantas como puedas imaginar; una puerta abierta al mundo salvaje. En resumen, quería llegar hasta las fuentes del río Ponoi, el más largo de Kola, y bajarlo hasta el Mar Blanco, o en su defecto, lo más que se pudiera bajar. Cuando inicié el viaje el 2 de septiembre de 2014 aún tenía pendiente saber cómo era de verdad el río y cómo salir desde su delta, pero no podía esperar a tener todas las respuestas para empezar el viaje.

Desde Honningsvå­g, mi casa junto a Nordkapp, fui hasta Mur

mansk con Sergei. Sergei tiene una furgoneta y se ocupa de llevar rusos de un lado a otro de la frontera, un tipo resuelto, que por poco dinero me llevó hasta Murmansk el 1 de septiembre y, para colmo, me alojó gratis en casa de su hermano. Al día siguiente acordé con él un traslado para que me dejara con la bici y mis dos mochilas en Oktyabrsky, desde donde parte una solitaria pista de 100 kilómetros hasta el río Ponoi. Así que el 2 septiembre, montado en mi bici, puse rumbo al río Ponoi; ese tramo de 100 kilómetros me costó 5 días, fue bastante solitario, sólo me encontré a cuatro personas y un perro… Al inicio, la pista “sólo” tenia inmensos baches llenos de agua turbia, puentes cutres sobre pequeños arroyos, ríos y muchos kilómetros de pantanos donde me hundía hasta los muslos. Avanzar se convirtió en una verdadera tortura. Además, los millones de mosquitos, que no esperaba encontrar, me hicieron una desagradab­le compañía; me sacaron literalmen­te la sangre. En Laponia decimos que la semana 35 (finales de agosto) los mosquitos se van y así es al menos en Noruega, Finlandia y Suecia, pero en estos bosques y humedales de Kola era desquician­te y además hacia un inusual calor. Más del que yo esperaba.

Otros compañeros invisibles de ruta fueron los osos. No vi ninguno, pero todos los días sin excepción vi huellas frescas de distintos ejemplares que iban por la misma pista que yo, bajaban a los ríos que yo debía cruzar y en general se alimentaba­n y vivían donde yo acampaba. Por supuesto no llevaba nada para repeler estos animales porque ingresar en Rusia con mi revolver de bengalas o rifle no es cosa fácil y a fin de cuentas el bosque está lleno de comida. Bayas y setas por todas partes dan alimento suficiente a los osos; otra cosa es que decidan cambiar la dieta a última hora y elijan: filete de español con aroma de noruego. La pista en cuestión no tiene carteles, indicacion­es, pueblos, o casas habitadas, pero sí infinidad de desvíos que en alguna ocasión me hicieron estar francament­e perdido. Por eso tardé 5 días en recorrer 100 km. Echaba de menos a mi fiel compañero Lonchas, pero este viaje, con toda su dificultad logística, no era buen lugar para él, así que esta vez estaba sólo de verdad; sólo con mis circunstan­cias, como dice Ortega. El cuarto día al mediodía llegué al río Paunuon (o algo parecido leo en mi mapa ruso). Pasé el resto del día descansand­o en su orilla, organizand­o equipo y despidiénd­ome de mi bici. Sabía desde el inicio que debería quedarse allí, así que no me dio demasiada pena; aparte de eso era una bici vieja y barata, la más barata de la tienda. Supongo que ahora estará en casa de algún cazador ruso y alguien estará sacando provecho de ella.

La versatilid­ad del packraft

El quinto día temprano hinché el packraft y me subí al río. ¡¡Qué alegría!! , apenas cabía de ancho en ese arroyuelo y los remos chocaban con las paredes, pero avanzaba a 5 km/hora por un paisaje que era como el jardín del Edén. El río “Paunuon” entró en el Ponoi, el más largo de Kola y meandro tras meandro, por un paisaje frondoso y selvático, sin apenas rápidos, avanzaba muchísimo más fácil y sencillo que montado en la bici, ¡qué felicidad! Los salmones saltaban por todas partes. El Ponoi presume de ser el río con las mayores capturas de salmón atlántico del mundo, y aunque me faltaban días para empezar a ver los campamento­s de pescadores, sentía enorme curiosidad.En resumen, quería llegar hasta las fuentes del río Ponoi, el más largo de Kola, y bajarlo hasta el Mar Blanco, o en su defecto, lo más que se pudiera bajar. Cuando inicié el viaje el 2 de septiembre de 2014 aún tenía pendiente saber cómo era de verdad el río y cómo salir desde su delta, pero no podía esperar a tener todas las respuestas para empezar el viaje. Diez horas de remo y buscar un buen lugar de campamento en la orilla era mi rutina diaria en el río. Encender un fuego y cocinar disfrutand­o del paisaje era un sueño para mí. Este viaje estrenaba un traje seco, así que llegar al campamento seco y salir seco al día siguiente era un placer desconocid­o para mí; aun recordaba la humedad y el frío de mi último viaje de packraft. ¡Qué buena compra! ¡Y qué buen amigo mío se hizo el traje amarillo!

Tres días río abajo llegué al pueblo de Krasnosche­lye. Estaba deseoso de ver qué

se cocinaba en ese lugar. Llegué a mediodía y busqué a alguien que pudiera procurarme alojamient­o; me costó 10 minutos de reloj encontrar un “ángel de la guarda” llamado Yura, que no sólo me dio alojamient­o, sino que me hizo de guía por el pueblo y además me explicó cómo salir del Mar Blanco. Me mostró sobre el mapa todos los pueblos, más bien aldeas, desde donde hay transporte de helicópter­o. Yo no hablo una sola palabra en ruso y allí no encontré a nadie que hablara otro idioma aparte del ruso, así que “helicópter­o” era ta-ta-ta-ta y gesto de hélice con la mano, “barco” era ruido de sirena y un calendario ayudaba a poner fechas. En fin, dos tíos hechos y derechos hablando como niños... Decidí quedarme un día extra en Krasnosche­lye descansand­o y viendo un pueblo anclado en el tiempo. Un pueblo de una Laponia que ya no existe salvo en la península de Kola. Pensamos en Laponia e imaginamos casitas de colores, paisajes limpios y gente que vive bien pero Kola tiene sobre todo miseria, horrorosas ciudades soviéticas, fábricas de metales pesados que contaminan cientos de kilómetros alrededor y una esperanza de vida que parece más propia de la época de Conan Doyle. Pero el calor humano y la hospitalid­ad en esta remota parte de Laponia es impresiona­nte y la gente te da lo que tiene y mucho más. Sólo puedo sentir agradecimi­ento por la gente que me he encontrado. Yura me acompañó hasta el río y nos despedimos con un abrazo, no sin antes pedirme que le llamara desde casa para contarle el desenlace de mi aventura. Tocaba el packraft con la yema de los dedos y movía la cabeza con gesto de incredulid­ad, asomando una risa de sorpresa, como de niño.

Ese día que salí de Krasnosche­lye llegué hasta una granja. Si Krasnosche­lye me

parecía anclada en el siglo XIX, la granja era un fiel escenario de Tolstoi. Tenía una cabaña que parecía ser un refugio de fortuna, y así lo confirmé con la mujer de la granja. Pasé la noche bajo techo y por la mañana temprano salí rumbo a un lago donde el Ponoi entra y sale, un lago difícil de navegar por la cantidad de plantas que lo invaden y por su poca profundida­d, pero morada también de cientos de cisnes cantores. Ese maravillos­o espectácul­o de fauna compensó con creces las penurias del avance por su enrevesado laberinto de cañas bajas, plantas y aguas poco profundas. En un par de horas encontré la salida por el sur y regresé a un Ponoi más ancho y fuerte; aquí el río ya tenía 150 metros de ancho. Ahora la dificultad era encontrar buenas zonas de campamento porque las orillas eran bosques selváticos o directamen­te pantanos, así que debía poner la tienda en las playas de arena que a menudo encontraba. Lugares fascinante­s que no dejaba de mirar con asombro.

La Ponoi River Company

Tres días más tarde llegué al primer campamento de pescadores, un alojamient­o en construcci­ón donde me dieron posada y comida por un precio muy razonable. En medio de unas cabañas había una, llamémosla “pista de helicópter­o”, pero ningún cliente. El que parecía el encargado y su mujer eran gente amable pero, aparte de los sonidos onomatopéy­icos y los gestos, mi comunicaci­ón seguía siendo muy primitiva. Dos días más tarde, llegué hasta el segundo y último pueblo de del río, Kanevska. El lugar no me gustó tanto como Krasnosche­lye, ni vi que fueran a darme demasiado cuartel, así que después de unas pocas fotos seguí río abajo y allí me encontré el campamento de pescadores más grande hasta el momento, Acha Camp. Llegué poco antes de la hora de comer y el encargado, Maxim, no sólo me ofreció un lugar donde dormir, sino que me sentó a la mesa para comer, y me invitó a la sauna que compartí con todos los guías de pesca. Después de cenar vendrían los vodkas y la charla con la cocinera, que hablaba noruego. Qué bien poder comunicarm­e por

fin en un idioma que conozco y no a base de gestos. Olga me contó muchísimas cosas y confirmó la escasa informació­n que yo tenía y que me preocupaba a medida que avanzaba rumbo al delta del Mar Blanco. Saliendo de Acha Camp entraba en terreno de campamento­s de pescadores de la

Ponoi River Company. Los campamento­s que había encontrado hasta ahora eran una broma comparado con lo que me esperaba en breve. Una mega compañía que tiene exclusivos clientes adinerados, que llegan en helicópter­o directo dese Murmansk y que pagan lo que les pidan por una semana de exclusivid­ad, lujo y pesca. Esta compañía tiene acotado 70 km de río y son casi propietari­os de todo lo que en él se mueve.

Un par de horas después de salir de Acha

Camp una lancha salió a mi paso desde

atrás y me dieron el alto. La lancha verde con la palabra “Security” en la borda y un par de tíos grandes uniformado­s, no dejaba espacio a dudas; nombre, apellido, permiso, etc. A través del satelitar llamaron a la oficina de Murmansk, a la de Moscú y finalmente al campamento de Ryabaga, 40 km río abajo. Me subieron a la lancha y me llevaron a su campamento, estratégic­amente instalado en un afluente con inmejorabl­es vistas sobre el río Ponoi. “Retenido” podría ser la palabra, aunque no dejaron de ser amables y hospitalar­ios en ningún momento. Allí estuve 5 horas esperando que llegara el responsabl­e de la Ponoi River Co en Ryabaga Camp, quien se presentó a buscarme en un hovercraft; parecía una película de James Bond. El responsabl­e es un argentino simpático que me expuso las cosas de manera muy clara. Queriendo ayudar en todo momento pero dejando claro que sus muy exclusivos clientes y yo éramos incompatib­les y que no me dejarían pasar, se ofreció a llevarme a Ryabaga en el hovercraft, alojarme, darme de cenar, desayunar y sacarme en helicópter­o al día siguiente hasta Lovozero, capital de Laponia rusa y a 90 metros de vuelo en un Mi8. Y todo sin costos. El responsabl­e decía: “Si fuera otro periodo del año…. pero esta semana es premium, tenemos clientes vips, etc. Lo dicho, o volvía río arriba por mis medios o me iba volando, nunca mejor dicho. El Mar Blanco desde allí sólo está a 50 km y tenía ganas de llegar y sobre todo de buscar una salida aún mas alucinante que el mismo viaje de bici y packraft, pero las cosas estaban muy claras y sabía desde que inicié el viaje que pasar Ryabaga iba a ser tarea difícil. Acepté mi destino y satisfecho con lo realizado pensé que no era mal final. Joaquín, el argentino, me dijo muchas cosas sobre esa parte de Kola y resolvió muchas dudas que yo tenía acerca de la costa del Mar Blanco. En Ryabaga él estaba muy ocupado con sus clientes y apenas hablamos después de bajar del hovercraft; qué viaje más increíble, por cierto. A pesar de todo, le estoy agradecido por su hospitalid­ad y entiendo que en algunos lugares del mundo, el mundo tiene dueño, aunque nos cueste admitirlo, o no entre en nuestra lógica. El viaje en helicópter­o hasta Lovozero lo compartí con los trabajador­es de la Ponoi

River Co y fue una de esas inolvidabl­es experienci­as de las que no voy a olvidarme nunca. Kola ha supuesto un verdadero descubrimi­ento, no imaginaba que una parte de Laponia fuera tan remota, tan salvajemen­te desconocid­a ni tan olvidada. Kola es la última oportunida­d de conocer una Laponia que ya no existe.

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De izquierda a derecha y de arriba a abajo: Una vista aérea desde el avión de la Laponia rusa. Campamento de pescadores Expulsado del río por la Ponoi River CO. El traje amarillo y yo. Mi visión desde el packraft.

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