Oxigeno

Legar la esperanza

Alejandro Magno más allá del Hindu Kush

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Pocas veces a lo largo de las eras encontrare­mos un prototipo más llamativo sobre la capacidad de la juventud para brillar con luz propia, para mirar con otros ojos el mundo en que ha desarrolla­do su inextingui­ble fe en el progre

so de todos. Alejandro, el Magno, el renacido Heracles, fue un conquistad­or futurista, tan capaz de reducir a cenizas una ciudad como de fundar un mundo nuevo,

trazando el mapa del inminente mundo occidental. Fallecido a los 33 años, su imperio forjado durante una década de campañas, a sangre y fuego macedonio, fue la mecha de los

estados helenístic­os, llevando la cultura griega hasta el fin de los territorio­s conocidos y propiciand­o su fusión con los rasgos culturales de oriente, una herencia que después sería cotejada por las civilizaci­ones romanas desembocan­do en la “cultura clásica”, base primordial de la civilizaci­ón occidental. La siguiente cita del griego ejemplific­a en gran medida su ambición definitiva: «He venido a Asia, no con el propósito de recibir lo que vosotros me

deis, sino con el de que tengáis lo que yo deje».

El carácter visionario de Alejandro Magno desbordaba los campos de batalla y las forma

ciones militares. Para cuando sus tropas desafiaban las esbeltas alturas del Hindu Kush (cordillera soberbia a caballo entre los actuales Afganistán y Paquistán), había dejado tras de sí varias decenas de ciudades fundadas y habitadas por sus seguidores. Todavía restaban

tres siglos para que fijásemos el calendario cristiano y el agraciado retoño de Filipo II de Macedonia y Olimpia de Epiro ya había dejado un inmenso testamento para las generacio

nes universale­s. Los detalles de sus medidas administra­tivas son objeto de estudio en las facultades de economía, como sus programas de educación pública o sus iniciativa­s para la celebració­n de certámenes de arte y eventos deportivos que servían de para elevar los espíritus y las conciencia­s de los hombres que compartier­on el gran viaje de Mégas Aléxandros.

Aquel imponente imperio que se extendía desde Grecia a la India, que dejó marcadas para la historia las calles de ciudades con nombre de leyenda como Samarcanda, fue la línea de pólvora que haría estallar el comercio globalizad­o. Se construyer­on carreteras y canales, se establecie­ron lazos hasta China, impulso fundamenta­l para el trazado de la muy productiva Ruta de la Seda, que ligaba los baluartes del Extremo Occidente con el pacífico caos del

Lejano Oriente.

Supo gobernar como nunca antes lo había hecho nadie, acogiendo bajo su glorificad­a a la a todo tipo de pueblos, respetando sus costumbres y afianzando los nexos comunes entre

todos los seres humanos. Cuando Perdicas, uno de los más estimados generales de sus ejércitos, le preguntaba a Alejandro cuál sería su beneficio en aquella campaña, ya que todas sus riquezas las había repartido entre los hombres, la respuesta fue superlativ­a. “Para mí he

dejado lo mejor: la esperanza”.

“He venido a Asia, no con el propósito de recibir lo que vosotros me deis, sino con el de que tengáis lo que yo deje”. Alejandro Magno

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