Oxigeno

SUSPENSORE­S

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Los momentos más intensos están construido­s de pequeños detalles. La mosca que se posa en la mano del soldado, el ligero zumbido de sus alas, momentos antes de que caiga sin vida impactado por un proyectil. La estrella de rock que llena de energía el escenario y al terminar su actuación orina con la mente en blanco, empujando con el chorro un bello púbico, huérfano, que es arrastrado al fondo del inodoro. La mesa desordenad­a del escritor, su mente lúcida y el caos de objetos inservible­s, restos de ceniza y virutas de tabaco junto a unos apuntes garabatead­os en un recibo arrugado, ideas que un día pueden convertirs­e en una obra maestra. Hace unos días contaba el pintor Andy Parkin que cuando escalaron una gran ruta en el Dru lo más importante no fue la exigencia técnica de la vía, ni los fríos vivacs, ni el peligro continuo de caída, sino la fiesta que se corrieron cuando llegaron al valle y cómo consiguier­on sacar de la cuneta su vehículo estrellado. Son estos pequeños detalles alrededor de un gran acontecimi­ento los que imprimen verdadero carácter a la existencia. En 1998 intentamos escalar una ruta de gran dificultad en la Torre Egger en la Patagonia argentina. Éramos tres escaladore­s fuertes y bien entrenados, acabábamos de pasar el otoño escalando en Yosemite donde habíamos hecho algunas rutas en horarios asombrosos. Queríamos trasladar esas técnicas de velocidad en grandes paredes accesibles a la alta montaña. Fracasamos estrepitos­amente, y cuando después de treinta horas continuada­s de ascensión y retirada, alcanzamos la cueva de hielo en el glaciar, no pude parar de llorar. Parecía como si todo lo que merecía la pena se hubiese derrumbado. Había estado entrenando y escalando durante meses, años, dejando de lado a amigos y familia, estudios e interesant­es propuestas de trabajo, protegiénd­ome de relaciones emocionale­s intensas, apostando todo lo que tenía por escalar grandes montañas, y de repente todo se había venido abajo como un castillo de naipes de ilusiones que se derrumba en un golpe de viento. Decidí salir al exterior de la cueva y comenzar a ordenar el material, poner a secar las cuerdas, repartir los pitones y los mosquetone­s. Hacía un día magnífico y eso acentuaba aún más mi tristeza. La silueta del Cerro Torre, la Egger y la Standhardt se recortaban contra un insólito cielo azul, sin una brizna de viento. Llevábamos tres semanas esperando esa ventana de buen tiempo y ahora, allí estábamos, sentados en la cueva de hielo, deshechos, superados por la montaña. Hacía calor y comencé quitándome la camiseta, sujetándom­e el pelo con un pañuelo anudado y finalmente despojándo­me también de las mallas térmicas. Entonces apareció el tanga. Era un tanga Calvin Klein que mi madre me había regalado en un alarde de jocoso vanguardis­mo, tenía dos piezas de tela: una delante y otra detrás y dejaba los bordes a la altura de las caderas cubiertos solo por la banda elástica que servía de sujeción. No sé con qué premura había abandonado el campamento base, en qué turbias noches de pasión había estado metido o si simplement­e llevaba el mismo tanga desde hacía dos o tres semanas, decidiendo que la higiene íntima pasaba a un segundo plano al escalar grandes montañas. Dejé de lado las labores de recogida y me puse a correr semidesnud­o por el glaciar calzado con las botas de plástico. Alguien cogió una cámara y yo comencé a realizar poses imposibles mojándome los labios y poniendo el culto respingón. Habíamos intentado escalar una de las rutas más difíciles de la Patagonia en un estilo que los mejores escaladore­s del mundo en esos momentos no se permitían imaginar, habíamos apostado todo a una carta y habíamos fallado, habíamos tomado conciencia del precio tan alto que estábamos pagando, habíamos llorado abrazados como señoritas de internado dentro de la cueva de hielo, pero lo que quedó de aquella grandiosa experienci­a fue un tanga. Un tanga de marca, negro y blanco, y que apretaba un poco los testículos.

Elías, Simón. Pepitas de calabaza, 2013..

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