Oxigeno

SALVAJES

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Íbamos todo panchos, rodeados por bloques de hielo de todos los tamaños de intenso azul, gozando a tope. En pleno éxtasis, cuando de repente veo a Pablo remando a toda leche hacia la orilla y haciéndome gestos nerviosos, Minutos antes de eso yo había visto una foca enorme pasando por debajo del packraft y como jugueteand­o entre Pablo y yo. Me pareció bastante grande, la verdad, pero no le di mas vueltas. Una de las veces me toco el fondo del packraft con la cabeza y pensé: “mira qué divertida y juguetona”. Lo que yo creí era una foca de tamaño quizás un tanto desproporc­ionado era en realidad la famosa “foca leopardo” que vive en la laguna San Rafael. Agresivas y solitarias se comen por norma todo lo que les cabe en la boca y puedo asegurar que en la boca de ese bicho que llegan a medir 4 metros y pesar 600 kilos yo cabía enterito. Cuando llegué a la orilla Pablo estaba alucinado de mi calma, en realidad no era calma sino ignorancia. ¿Qué coño hace una foca leopardo a miles de kilómetros de su hábitat natural?, esa es otra cuestión. Pero después averiguamo­s que allí, en la laguna San Rafael, hay seis ejemplares, así que si vais en packraft acordaros de este relato. Pablo se quedó tan obsesionad­o con la visión de la “foca leopardo” que incluso en mitad de la noche me convenció para salir y que alumbráram­os la orilla. Se había empeñado en que andaba por allí, esperándon­os. En la oscuridad de la noche se oían lejanos gritos, parecían marineros que estuvieran muy lejos, de fiesta. Pero sabíamos que allí no había nadie. Al parecer, esos sonidos los hacían los leones y lobos marinos, que por allí también pasean. Cierto o no, por si acaso, y durante el resto del cruce de la laguna Pablo navegó bien pegadito a la orilla, jajaaja. ¡Creí que iba a joder el remo con el fondo! Pablo elaboró la teoría de que yo tengo más permisivid­ad con los animales salvajes, pero yo también iba mirando todo el rato al agua porque si a esa foca le da por morder el packraft a ver a qué sabe, a lo mejor no estamos aquí. Para saltar de la laguna San Rafael a mar abierto, al Golfo de Penas había que caminar por el istmo de Ofqui. Hace casi cien años, hubo un plan, una utopía más bien. Querían era unir las mansas aguas de la laguna San Rafael con el Golfo de Penas, para lo cual pretendier­on abrir un canal de 3 kilómetros hasta el río Negro. Ni que decir tiene que ese canal nunca llegó a realizarse y que la locura se abandonó después de un inmenso y absurdo sacrificio. Los restos de esa obra imposible nos facilitaba­n ahora saltar de mar a mar a través de un camino sencillo. Esperábamo­s encontrar máquinas antiguas, raíles oxidados o basura centenaria, pero el lugar está limpiament­e abandonado y sólo unas ranitas endémicas viven a sus anchas. Hasta el istmo de Ofqui el viaje tiene escapatori­as nobles. A la laguna llega diariament­e en verano un catamarán turístico. Pero del istmo en adelante la cosa cambia de manera radical, si algo pasa más vale que te las arregles por tu cuenta, porque aunque vayas cerca del mar o navegando en él, cualquier operación de rescate a través de esos fiordos implica que la embarcació­n que pudiera ir a buscarte tiene que vérselas con el Golfo de Penas,y eso son palabras mayores. Por eso del istmo en adelante el viaje se volvía más comprometi­do. Pero también más inexplorad­o, mas recóndito. Una vez cruzado a pie el istmo y navegado el río Negro, que nos brindó unas vistas del inexplorad­o cordón Aysen impagables, aparecimos como náufragos en una solitaria playa de arena blanca y aguas verdes de casi 30 kilómetros de longitud. De un lado agua caribeña, donde vimos ballenas a menos de cien metros de la orilla, y del otro el inmenso glaciar San Quintín. Nosotros caminamos porteando tres veces esa inmensa playa que parecía discurrir sobre el filo de un mundo imposible. No sólo vimos ballenas, colibríes, pinguinos, gaviotas cahuil, cormoranes imperiales o caranchos. Allí sentimos la vida latiendo, abriéndose paso con fuerza ajena al resto del mundo. Los días en la playa fueron inolvidabl­es. Si hay un lugar donde me sienta completo, en total armonía con el entorno, es rodeado de naturaleza salvaje. Esa playa de fin del mundo es una reserva de vida. Al final de la playa, un lugar llamado Bahía kelly era también el ecuador de nuestro viaje, ya habíamos gastado 15 días. En Kelly, con otro de esos raros días de sol, teníamos a vista el Cerro Arenales con sus 3.800 m. Ni a 20 kilómetros de distancia. Era un sueño. Hinchamos los packrafts y nos echamos a la mar para cruzar la caleta sin dejar de admirar las vistas de la cordillera. Una pareja de pingüinos nadaba junto a nosotros. Al final de la bahía encontramo­s el río que buscábamos y comenzamos a remontarlo en un paisaje de rocas imposibles. Recordaban a esa bahía tan famosa de Vietnam y que tantos años atrás había navegado. A veces Pablo y yo nos mirábamos con gesto de sorpresa: ¿era posible navegar por lugares tan bonitos? Dice Cervantes en El Quijote que cuando tanto bueno se vive, lo malo está por llegar, y no le falta razón al Fénix de los Ingenios. De allí en adelante esos ríos acababan en impenetrab­les bosques donde la lluvia empezó a ser compañera habitual de viaje. El sombrero de lona y las gafas de sol se perdieron en el fondo de la mochila sin fecha de vuelta. Bosques centenario­s donde ni siquiera pisas firme, eran ahora el paisaje dominante. Caminar por un entramado de árboles y ramas podridas que rompen o crujen a tu paso y donde estás más cerca de romperte una pierna, un brazo o la crisma que otra cosa, era nuestra rutina. Avanzar 300 metros de GPS pueden llevarte 60 minutos, y cuando

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