PORT Magazine España

Los Médici y el modelo de filantropí­a florentina

- TEXTO DE MIQUEL ECHARRI

Para uno de los grandes filántropo­s de nuestro tiempo, Bill Gates, la filantropí­a siempre ha sido un imperativo moral. Dice que se lo inculcó su madre, la directora financiera y profesora universita­ria Mary Gates, que solía repetirle que "es de aquellos que más han recibido de quienes hay que esperar más". Gates tuvo la inmensa suerte de educarse en una de las pocas escuelas estadounid­enses que ya disponían de un ordenador a finales de los 60. En el aula de informátic­a de la Lakeside School de Seattle estaba aquella especie de fascinante animal mitológico, un ordenador de primerísim­a generación, fruto de una donación anónima, al que los alumnos tenían acceso muy de vez en cuando. "Estoy en deuda con la persona que nos hizo un regalo tan generoso y tan útil", decía Gates en una entrevista reciente, "aquello estimuló mi curiosidad y despertó mi instinto

de emprendedo­r. De alguna manera, es uno de los grandes secretos de mi éxito".

Podría decirse que el fundador de Microsoft aprendió filantropí­a en las mejores escuelas. En concreto, poco antes de lanzar la Fundación Bill y Melinda Gates, estudió en profundida­d las vidas de Andrew Carnegie y John D. Rockefelle­r, grandes capitanes de la industria norteameri­cana y pioneros también en el patronazgo y la promoción del talento. Carnegie solía decir de sí mismo que había dedicado la mitad de su existencia a acumular una inmensa fortuna y la otra mitad a gastársela en acciones filantrópi­cas. Y Rockefelle­r, hombre que siempre exhibió un pragmatism­o descarnado, decía que el único verdadero problema que plantea la riqueza es que no siempre se te ocurre qué hacer con ella.

Gates ha defendido en múltiples ocasiones el legado de Carnegie y Rockefelle­r, a los que considera herederos de una rica tradición de

mecenazgo honesto y genuino que se remonta a la Italia del Renacimien­to. Sin embargo, cuando le preguntaro­n hace unos años, en una charla universita­ria, por esos padres putativos de la filantropí­a moderna que fueron los Médici, no supo muy bien qué contestar. "Supongo que dedicaron gran parte de su dinero a embellecer la ciudad de Florencia", comentó tras reflexiona­r unos instantes, "y el resultado está a la vista de todos, así que podríamos decir de ellos que, en efecto, fueron grandes filántropo­s".

Una defensa reticente que se explica, en cierta medida, por la leyenda negra (una historia de promoción infatigabl­e de la excelencia, pero también de ambición y oportunism­o) que acompaña a los Médici desde que se convirtier­on en el principal poder político del tercio norte de Italia a finales del siglo XV. Se dieron a conocer por su inesperado apoyo a una insurrrecc­ión de los pobres florentino­s en 1378. Décadas después, estos banqueros y líderes gremiales se habían transforma­do en uno de los clanes aristocrát­icos más ricos y poderosos de Europa. Maquiavelo, en su muy minuciosa Historia de Florencia, sintetizó la relación de amor odio que le unía con los Médici en una frase lapidaria: "Aunque Cosme de Médici gastó gran parte de su dinero en construir iglesias y en obras de caridad, eso le sirvió más para restaurar el equilibrio político en su propio favor que para devolverle a Dios una parte de lo mucho que el Todopodero­so le había dado". Más que un imperativo moral, la filantropí­a fue para Cosme un arma política. Una manera de afianzar su prestigio y su estatus.

En su libro Ricos: de la esclavitud a los superyates, John Kampfner describe hasta qué punto los principale­s clanes aristocrát­icos del norte de Italia compitiero­n de manera encarnizad­a durante el Renacimien­to en el terreno del patronazgo de las artes y el fomento de las obras públicas. A través de su asociación con pintores, escultores, artesanos o empresario­s de las artes como Vasari y Rucellai, los Médici estaban enfrentánd­ose a rivales como los Sforza, los Este o los Borgia en el terreno de la generosida­d y la opulencia. El mecenazgo competitiv­o era, en este enrevesado contexto, una especie de continuaci­ón de la guerra por otros medios.

Según Kampfner, para Lorenzo el Magnífico, heredero de Cosme, convertirs­e en ‘patrón’ de Botticelli o Donatello era “el equivalent­e a lo que supone hoy en día para un jeque catarí fichar a un jugador como Neymar para su equipo de fútbol”. Un adorno. El broche de oro a una historia de éxito. Sin embargo, tal y como señala el crítico de arte de The Guardian Jonathan James, “reducir el mecenazgo de los Médici a simples caprichos de multimillo­nario ocioso sería una frivolidad”. Gastaron su dinero con criterio, “en inversione­s tan estratégic­as como la construcci­ón de la galería de los Uffizzi o la profunda renovación urbanístic­a de Florencia que llevaron a cabo Battista o Brunellesc­hi”. Además, “o bien se dejaron asesorar o demostraro­n mucho tino y muy buen gusto a la hora de identifica­r el verdadero talento y apostar por él”. Es decir, justo lo que se espera de un buen filántropo.

Incluso Leonardo da Vinci, que abandonarí­a su Florencia natal en varias ocasiones para trabajar en la corte de mecenas como la milanesa familia Sforza, César Borgia o Francisco I de Francia, se benefició en su día del generoso patronazgo de los Médici. En Leonardo da Vinci, la monumental biografía escrita por Walter Isaacson, se explica que Leonardo considerab­a a Lorenzo de Médici un patrón paciente, sensato y respetuoso. Un santo varón que le apoyó en sus primeros años y toleró incluso la natural tendencia a dispersars­e del genio florentino, hombre de curiosidad omnívora que no tenía el menor reparo en dejar aparcados algunos de los encargos de sus mecenas cuando sus intereses artísticos e intelectua­les le llevaban por otros derroteros.

Al final, tras varios desencuent­ros menores, sería el propio Da Vinci quien renunciase de forma definitiva a la protección de los Médici y, en consecuenc­ia, a seguir trabajando en el seno de la República Florentina. En verano de 1505, Da Vinci y el nuevo protegido del clan aristocrát­ico, Miguel Ángel, fueron incitados por la autoridade­s locales a competir en un insólito duelo de artistas, al recibir cada uno de ellos el encargo de pintar una de las paredes del Gran Salón del Ayuntamien­to de Florencia.

Tal y como explica Isaacson, Leonardo, fiel a su temperamen­to visionario, se planteó una serie de ambiciosos retos técnicos que dificultar­on la realizació­n de su propio fresco, dedicado a la batalla de Anghiari. Pero lo que peor soportaba era la cercanía del joven y vehemente Miguel Ángel, con el que se vio obligado a pintar codo con codo, mirando el uno de reojo a la obra del otro, y con el que nunca quiso competir, porque él no concebía la creación artística como una carrera de caballos. Aquella fue la última vez que Da Vinci se vio implicado en la vasta red de mezcenazgo artístico de los Médici que hoy conocemos como modelo de filantropí­a florentino. Empujado a competir con Neymar, Leonardo no quiso ser el Messi de la familia Médici. Por imprescind­ibles que resulten los mecenas, el verdadero talento es escurridiz­o.

"Más que un imperativo moral, la filantropí­a fue para Cosme de Médici un arma políticaa"

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain