Los Médici y el modelo de filantropía florentina
Para uno de los grandes filántropos de nuestro tiempo, Bill Gates, la filantropía siempre ha sido un imperativo moral. Dice que se lo inculcó su madre, la directora financiera y profesora universitaria Mary Gates, que solía repetirle que "es de aquellos que más han recibido de quienes hay que esperar más". Gates tuvo la inmensa suerte de educarse en una de las pocas escuelas estadounidenses que ya disponían de un ordenador a finales de los 60. En el aula de informática de la Lakeside School de Seattle estaba aquella especie de fascinante animal mitológico, un ordenador de primerísima generación, fruto de una donación anónima, al que los alumnos tenían acceso muy de vez en cuando. "Estoy en deuda con la persona que nos hizo un regalo tan generoso y tan útil", decía Gates en una entrevista reciente, "aquello estimuló mi curiosidad y despertó mi instinto
de emprendedor. De alguna manera, es uno de los grandes secretos de mi éxito".
Podría decirse que el fundador de Microsoft aprendió filantropía en las mejores escuelas. En concreto, poco antes de lanzar la Fundación Bill y Melinda Gates, estudió en profundidad las vidas de Andrew Carnegie y John D. Rockefeller, grandes capitanes de la industria norteamericana y pioneros también en el patronazgo y la promoción del talento. Carnegie solía decir de sí mismo que había dedicado la mitad de su existencia a acumular una inmensa fortuna y la otra mitad a gastársela en acciones filantrópicas. Y Rockefeller, hombre que siempre exhibió un pragmatismo descarnado, decía que el único verdadero problema que plantea la riqueza es que no siempre se te ocurre qué hacer con ella.
Gates ha defendido en múltiples ocasiones el legado de Carnegie y Rockefeller, a los que considera herederos de una rica tradición de
mecenazgo honesto y genuino que se remonta a la Italia del Renacimiento. Sin embargo, cuando le preguntaron hace unos años, en una charla universitaria, por esos padres putativos de la filantropía moderna que fueron los Médici, no supo muy bien qué contestar. "Supongo que dedicaron gran parte de su dinero a embellecer la ciudad de Florencia", comentó tras reflexionar unos instantes, "y el resultado está a la vista de todos, así que podríamos decir de ellos que, en efecto, fueron grandes filántropos".
Una defensa reticente que se explica, en cierta medida, por la leyenda negra (una historia de promoción infatigable de la excelencia, pero también de ambición y oportunismo) que acompaña a los Médici desde que se convirtieron en el principal poder político del tercio norte de Italia a finales del siglo XV. Se dieron a conocer por su inesperado apoyo a una insurrrección de los pobres florentinos en 1378. Décadas después, estos banqueros y líderes gremiales se habían transformado en uno de los clanes aristocráticos más ricos y poderosos de Europa. Maquiavelo, en su muy minuciosa Historia de Florencia, sintetizó la relación de amor odio que le unía con los Médici en una frase lapidaria: "Aunque Cosme de Médici gastó gran parte de su dinero en construir iglesias y en obras de caridad, eso le sirvió más para restaurar el equilibrio político en su propio favor que para devolverle a Dios una parte de lo mucho que el Todopoderoso le había dado". Más que un imperativo moral, la filantropía fue para Cosme un arma política. Una manera de afianzar su prestigio y su estatus.
En su libro Ricos: de la esclavitud a los superyates, John Kampfner describe hasta qué punto los principales clanes aristocráticos del norte de Italia compitieron de manera encarnizada durante el Renacimiento en el terreno del patronazgo de las artes y el fomento de las obras públicas. A través de su asociación con pintores, escultores, artesanos o empresarios de las artes como Vasari y Rucellai, los Médici estaban enfrentándose a rivales como los Sforza, los Este o los Borgia en el terreno de la generosidad y la opulencia. El mecenazgo competitivo era, en este enrevesado contexto, una especie de continuación de la guerra por otros medios.
Según Kampfner, para Lorenzo el Magnífico, heredero de Cosme, convertirse en ‘patrón’ de Botticelli o Donatello era “el equivalente a lo que supone hoy en día para un jeque catarí fichar a un jugador como Neymar para su equipo de fútbol”. Un adorno. El broche de oro a una historia de éxito. Sin embargo, tal y como señala el crítico de arte de The Guardian Jonathan James, “reducir el mecenazgo de los Médici a simples caprichos de multimillonario ocioso sería una frivolidad”. Gastaron su dinero con criterio, “en inversiones tan estratégicas como la construcción de la galería de los Uffizzi o la profunda renovación urbanística de Florencia que llevaron a cabo Battista o Brunelleschi”. Además, “o bien se dejaron asesorar o demostraron mucho tino y muy buen gusto a la hora de identificar el verdadero talento y apostar por él”. Es decir, justo lo que se espera de un buen filántropo.
Incluso Leonardo da Vinci, que abandonaría su Florencia natal en varias ocasiones para trabajar en la corte de mecenas como la milanesa familia Sforza, César Borgia o Francisco I de Francia, se benefició en su día del generoso patronazgo de los Médici. En Leonardo da Vinci, la monumental biografía escrita por Walter Isaacson, se explica que Leonardo consideraba a Lorenzo de Médici un patrón paciente, sensato y respetuoso. Un santo varón que le apoyó en sus primeros años y toleró incluso la natural tendencia a dispersarse del genio florentino, hombre de curiosidad omnívora que no tenía el menor reparo en dejar aparcados algunos de los encargos de sus mecenas cuando sus intereses artísticos e intelectuales le llevaban por otros derroteros.
Al final, tras varios desencuentros menores, sería el propio Da Vinci quien renunciase de forma definitiva a la protección de los Médici y, en consecuencia, a seguir trabajando en el seno de la República Florentina. En verano de 1505, Da Vinci y el nuevo protegido del clan aristocrático, Miguel Ángel, fueron incitados por la autoridades locales a competir en un insólito duelo de artistas, al recibir cada uno de ellos el encargo de pintar una de las paredes del Gran Salón del Ayuntamiento de Florencia.
Tal y como explica Isaacson, Leonardo, fiel a su temperamento visionario, se planteó una serie de ambiciosos retos técnicos que dificultaron la realización de su propio fresco, dedicado a la batalla de Anghiari. Pero lo que peor soportaba era la cercanía del joven y vehemente Miguel Ángel, con el que se vio obligado a pintar codo con codo, mirando el uno de reojo a la obra del otro, y con el que nunca quiso competir, porque él no concebía la creación artística como una carrera de caballos. Aquella fue la última vez que Da Vinci se vio implicado en la vasta red de mezcenazgo artístico de los Médici que hoy conocemos como modelo de filantropía florentino. Empujado a competir con Neymar, Leonardo no quiso ser el Messi de la familia Médici. Por imprescindibles que resulten los mecenas, el verdadero talento es escurridizo.
"Más que un imperativo moral, la filantropía fue para Cosme de Médici un arma políticaa"