La Noria de Luis Romero
Luis Romero
Empieza a amanecer. No se sabe cuándo surgió esta leve claridad entre las azoteas de la ciudad. Una sonoridad desconocida, nueva, vibra en el aire, y en la atmósfera se está produciendo el diario milagro. El reloj de un convento, madrugador y disciplinado, da cinco —o quizás seis, que tanto vale— campanadas. Son campanadas levemente románticas, misteriosas, que siempre parecen sonar lejanas. Por un instante se diría que se ha paralizado el curso de las cosas.
A poca velocidad, por una calle de las que van al centro de la ciudad, baja un taxi. Ya no hay prisa; el momento de la prisa ha sido superado con el alba. Dorita mira por la ventanilla, y el calor de esa claridad que nace penetra en su alma pequeña a través de sus ojos cansados.
En el cogote, bajo el cabello, la manga de él le está haciendo cosquillas. Diez horas antes no se conocían siquiera, pero ella está acostumbrada a exprimir la amistad como si fuera un limón, hasta dejarla sin jugo.
(—Buen mozo y guapo. Limpio. Deportista. Me gustan los chicos de Bilbao. Pagan bien y ¡caray! Son fuertes. Ingenuos. Veremos qué tal se porta. ¿Rico? Sí, seguramente; corbata de seda suiza, zapatos caros.)
La calle de Pelayo empieza a animarse. Gente que se dirige a su trabajo presuroso, malhumorado, como si cada día les defraudara ya desde el comienzo. Los…