Desconectar por imperativo legal
DESCONECTAR POR IMPERATIVO LEGAL
Toda adaptación a un entorno diferente suele comportar ciertos desajustes, más aún si se trata de adaptarse a un mundo de comunicación ubicua y permanente. En el escenario tecnológico que habitamos lo que antes implicaba una limitación, ahora es sencillo e inmediato. Aquellas cámaras de fotos que nos deparaban sorpresas en el revelado han sido sustituidas por teléfonos con encuadres y filtros profesionales; en definitiva, que tenemos que conciliar hábitos, necesidades e intereses, establecidos durante siglos, con este escenario tecnológico que supone desarrollar nuevos hábitos de uso, nuevos protocolos para cada situación.
En el entorno privado el proceso de cambio está en manos de cada individuo, pero, ¿qué ocurre en el entorno laboral? Antes, cuando las herramientas de comunicación dependían de manera casi en exclusiva del ámbito del trabajo, localizar a alguien fuera del horario laboral era inusual e incómodo, justificable solo en casos excepcionales y urgentes. Ese carácter de excepción deja de ser tal desde el momento en que se lleva un teléfono inteligente en el bolsillo, un «mini ordenador» que nos permite hablar y comunicarnos de maneras consideradas menos intrusivas, como el correo electrónico o la mensajería instantánea. A partir de ese momento, las cosas cambian por completo en el ámbito laboral y la adaptación puede resultar compleja, más aún si empieza a legislarse «la desconexión». Ejemplo de esa legislación es la entrada en vigor el 1 de enero de 2017 de uno de los aspectos más destacados de la reforma laboral francesa: el derecho a la desconexión digital del trabajador con su empresa una vez finalizada la jornada laboral. Ahora Nueva York también se plantea ir tras los pasos de Francia y promulgar una ley que asegure el derecho de los trabajadores a desconectar, una prohibición a las compañías privadas que les impida solicitar a los trabajadores estar disponibles fuera del horario laboral.
En ambos casos, estamos ante un modelo legislativo proteccionista porque, en realidad, el problema no es el correo electrónico, el mensaje o la llamada más allá de las seis o siete de la tarde, sino la existencia de una cultura de trabajo de veinticuatro horas los siete días de la semana; de estructuras jerárquicas piramidales y autoritarias que son las que realmente justificarían una prohibición de tal calado. Parece que se enfoque el problema de manera incorrecta: el problema no está en la tecnología, sino en ese tipo de estructuras jerár-
quicas. Por ello, una legislación que reivindique el derecho a la desconexión puede acarrear más problemas de los que realmente soluciona.
Pensemos que el alcance de la medida supone que las empresas deberán implantar sistemas tecnológicos que limiten o impidan el acceso de los trabajadores a sus dispositivos digitales fuera del horario de trabajo. Pero ¿cómo se llevará a cabo su implantación? Los medios digitales con los que cuenta una empresa, y que utilizan sus trabajadores, son múltiples: incluyen desde teléfonos móviles que permiten a los empleados comunicarse entre sí y con sus superiores, a tabletas o terminales móviles u ordenadores portátiles que, además de permitir también comunicarse, dan acceso a otras múltiples tareas, desde gestiones comerciales a elaboración de documentos, desarrollo de aplicaciones o mantenimiento de productos.
Por otra parte, el derecho a la desconexión afecta también a los medios técnicos que permiten el funcionamiento de las aplicaciones utilizadas (servidores, computación en la nube, redes de comunicación…). Y, por último, ¿todos los trabajadores querrán ejercitar su derecho a la desconexión? ¿También aquellos que están disponibles fuera del horario por decisión propia y no por imperativo legal-empresarial? La línea es muy fina y la legislación puede ir errada al querer normativizar un derecho a la desconexión tras el cual se esconden otra suerte de perversidades empresariales.
Un caso similar, también en Francia, es prohibir que los niños lleven smartphones al colegio. ¿Tiene realmente sentido legislar al respecto? No solo los propios niños se oponen a la medida, sino que algunos padres —e incluso muchos de sus profesores—, no están de acuerdo con ella. Las escuelas son lugares en los que cabe utilizar la tecnología e integrar esos dispositivos en la educación. No se debería renunciar a una herramienta que, con los cambios adecuados en los procesos educativos, puede convertirse en una fantástica vía de acceso a la información. La educación ya no puede permanecer refractaria al cambio tecnológico.
En Europa, a fin de adaptarse al Reglamento General de Protección de Datos (RGPD) Facebook acaba de introducir un cambio en sus términos de uso, que prohibirá a los menores de dieciséis años utilizar la herramienta de comunicación. ¿Tiene sentido esta prohibición más allá de, por así decirlo, cubrir el expediente? ¿Dejarán de utilizar WhatsApp los miles de jóvenes menores de dieciséis años? ¿Cómo controlar algo así? Tal vez, como ocurrió con Tuenti, el atractivo de lo prohibido convierta tales redes sociales en las estrellas de los patios de colegio.
En definitiva, estas leyes tienen una utilidad entre escasa y nula y, además, en numerosas ocasiones, generan más problemas. Si en lugar de prohibir los correos electrónicos o mensajes del trabajo tras finalizar la jornada laboral, la legislación se orientase hacia un cambio en la cultura empresarial jerárquica y autoritaria —el verdadero problema—, a buen seguro contribuiría más al cambio social que intentado prohibir una de las muchas manifestaciones del problema. Si en vez de prohibir que los niños lleven sus smartphones al colegio, se buscase su integración en el proceso educativo, no se relegaría la educación a tiempos pasados, sino que se mejoraría. Si en vez de prohibir WhatsApp a los menores de dieciséis años, se tratase de incidir en la educación y en la comunicación en el entorno familiar, el uso de las redes sociales y de la mensajería instantánea ganaría en utilidad, en detrimento del halo de peligrosidad que se les atribuye.
Legislar es fácil, pero en muchos casos las leyes pueden convertirse en trampas absurdas, en instrumentos que no solucionan nada, que no sirven para nada más que para entonar un mea culpa que resulta ajeno a los verdaderos problemas. El progreso tecnológico es inevitable y no se puede detener el tiempo o viajar al pasado. Lo inevitable es, por definición, inevitable.