EL ASESINATO DE GARCÍA LORCA
IAN GIBSON EDICIONES B, 458 PP., 21,90 €
En 1971, un joven dublinés de 32 años, Ian Gibson, publicó en París, en la hoy mítica editorial Ruedo Ibérico, un libro titulado La represión nacionalista de Granada en 1936 y la muerte de Federico García Lorca. Y lo de mítica, referido a la empresa que José Martínez pilotaba, no es gratuito: recuérdese que, entre otros muchos títulos valiosos, debemos a Ruedo Ibérico la versión castellana de La guerra civil española, de Hugh Thomas (1961), El laberinto español, de Gerald Brenan (1962), o Falange. Historia del fascismo español, de Stanley G. Payne (1965), en unos años en que los ciudadanos de este país vivíamos sometidos a la versión oficial de nuestra historia más reciente, que la Censura imponía de manera falaz y arbitraria.
En su libro, Ian Gibson afirmaba: «Durante treinta años el régimen de Franco se ha dedicado concienzudamente a mentir acerca de la muerte del poeta y de la represión granadina. Lo ocurrido con Lorca ha sido recubierto de un tejido de mentiras tan espeso que las nuevas generaciones de españoles no saben casi nada de la verdad del caso como tampoco de la guerra civil en general. En una sociedad donde el poder de la censura sigue siendo implacable, a pesar de la pretendida liberalización de la Ley de prensa, es difícil imaginar que la verdad sobre la muerte de García Lorca sea conocida pronto por el público español» (pág. 133).
Como es lógico, el libro de Gibson circuló en España bajo mano, pero pese a ello tuvo una difusión muy notable; alguien definió el régimen de Franco, en sus últimos tiempos, como una dictadura atemperada, en ocasiones, por la ineficacia de sus servidores. A la acogida dispensada en nuestro país a un libro publicado en el exilio, contribuyó que al año siguiente recibiera el Premio Internacional de la Prensa en la Feria del Libro de Niza, y posteriormente fuese traducido a más de diez idiomas.
Cuatro años después, en marzo de 1975, con el general todavía al mando de un barco que ya hacía aguas, José Luís Vila-San-Juan publicó su obra García Lorca, asesinado: toda la verdad, que en sus páginas iniciales reproducía el texto de Gibson citado más arriba, que sobrevivió al lápiz rojo de los censores. Para más inri, su obra obtuvo el primer premio Espejo de España, otorgado por Editorial Planeta, y concedido por un jurado de siete miembros en el que figuraban José María de Areilza, Manuel Aznar Zubigaray — ambos embajadores con Franco—, Manuel Fraga Iribarne —ministro de Información con el general—, Torcuato Luca de Tena —del ABC de toda la vida— y Ramón Serrano Suñer, el cuñadísimo y, en un tiempo, el hombre con más poder político de España después del number one. Se supone que todos ellos, aunque nada habían tenido que ver con el asesinato de Lorca —Serrano, por ejemplo, preso en Madrid desde el inicio de la contienda, no logró evadirse a la zona rebelde hasta febrero del año siguiente—, estuvieron encantados de premiar una obra que, en definitiva, desde el bando de los vencedores, asumía que la muerte del poeta había sido un asesinato con muy concretos responsables —y con Ramón Ruiz Alonso, el obrero domesticado de la CEDA, como el villano de la tragedia—. A partir de ahí, el acta de defunción del poeta quedaba invalidada: no era cierto que hubiese fallecido a consecuencia de heridas producidas por hecho de guerra; había sido, simple y llanamente, asesinado.
Al libro de Vila-San-Juan, tras la muerte de Franco, siguieron otros, pero la obra de Ian Gibson quedó como un referente, y desde entonces, pronto hará medio siglo, se ha reeditado en numerosas ocasiones, cada vez revisado y aumentado: El asesinato de García Lorca (Crítica, 1979), El asesinato de Federico García Lorca (Bruguera, 1981), Vida, pasión y muerte de Federico Gacía Lorca (Plaza & Janés Editores, 1998), por citar sólo algunas. Como es lógico, en cada reedición de su obra, el autor ha incorporado sus nuevas investigaciones, y ha tenido en cuenta la numerosa bibliografía que desde finales de los años setenta hasta hoy se ha publicado —lástima que en esta nueva entrega, el autor no haya sido más cuidadoso en la actualización de las fechas: en el Epílogo, por ejemplo, se nos dice: «Setenta y dos años tras su asesinato a manos de los sublevados de Granado…» , cuando en realidad son ochenta y dos—.
Gibson, que hace años tuvo la humorada de nacionalizarse como
ciudadano español, es hoy, sin ninguna duda, la primera autoridad internacional sobre FGL, del que es posible que, si finalmente se localiza su tumba, nos ofrezca una nueva versión actualizada.
Sobre el asesinato de FGL, permítasenos una reflexión políticamente incorrecta. Puede entenderse, hasta cierto punto, que su familia, aterrorizada, no se atreviese a reclamar su cadáver para darle cristiana sepultura —el marido de Concha García Lorca, Manuel Fernández-Montesinos Lostau, alcalde socialista de Granada, había sido fusilado por los rebeldes poco antes—. Pero no se concibe que si su amigo Luís Rosales estaba tan indignado por lo ocurrido como proclamó durante el resto de su vida, no hubiese asumido el papel de José de Arimatea, cuando contaba para ello, se supone, con el respaldo de sus dos hermanos, falangistas antiguos, no de aluvión como él. No reclamar los restos de García Lorca podría interpretarse como una exculpación, así fuese involuntaria, de los asesinos, como si el crimen no se hubiese cometido. «No quiero volver a este jodío país en toda mi vida», afirmó el padre del poeta en agosto de 1940, al embarcar en Bilbao rumbo a los Estados Unidos, donde murió y sigue enterrado. Hizo bien. Tal vez su hijo, si pudiese hablarnos, nos diría que desea que sus restos descansen anónimamente, para vergüenza de una España que permitió que, de manera ignominiosa, a él le fusilaran, Antonio Machado muriese en el exilio de Collioure, y Miguel Hernández agonizase en el Reformatorio de Adultos de Alicante.