EL ORDEN DEL DÍA
ÉRIC VUILLARD TUSQUETS, TRADUCCIÓN DE JAVIER ALBIÑANA, 144 PP., 17,00 €
Éric Vuillard (Lyon, 1968) es autor de diversas obras, la mayoría de ellas galardonadas con prestigiosos premios. El orden del día, que obtuvo el Goncourt 2017, ha sido calificada por Bernard Pivot como «una novela fulgurante», aunque aquí es obligado, nos parece, acogernos a lo dicho por Camilo José Cela, que novela es todo aquel escrito debajo de cuyo título se coloque tal epígrafe. En cualquier caso, Pívot tiene razón y El orden del día es un libro fulgurante, sea novela o no lo sea.
En enero de 1933, el presidente de la República de Weimar, mariscal Hindenburg, nombró canciller a Adolf Hitler, jefe del Partido Nacional Socialista, que no contaba con la mayoría absoluta, y se vio obligado a formar un gobierno de coalición en el que Franz von Papen, del conservador Zentrum, ocupó el puesto de vicecanciller. Al mes siguiente, el 20 de febrero, se celebró una reunión secreta en el Parlamento alemán que no estaba en el orden del día, en la que los industriales más importantes del país —Opel, Krupp, Siemens, IG Farben, Bayer, Telefunken, AGFA, Varta— escucharon complacidos lo que les explicó el nuevo canciller: «Había que acabar con un régimen débil, alejar la amenaza comunista, suprimir los sindicatos y permitir a cada patrono ser un Führer en su empresa» (pp. 25-26).
Todos los allí reunidos estuvieron de acuerdo y donaron cantidades ingentes de dinero para apoyar a Hitler; lo hicieron sin pestañear, conscientes de que «la corrupción es una carga ineludible del presupuesto de las grandes empresas» (p. 26). Todos ellos, además, confiaron muy complacidos en lo que les advirtió, sonriente, Hermann Göring, el gerifalte nazi encargado de la colecta: «Si el partido nazi alcanza la mayoría —les dijo— estas elecciones serán las últimas durante los próximos diez años; e incluso durante los próximos cien años» (p. 25). Pocas semanas después, en marzo, el partido de Hitler lograba la mayoría en el Reichstag y a partir de ahí las armas se impusieron a las urnas.
Uno de los objetivos prioritarios del Führer era la anexión de Austria, y si lo consiguió sin disparar un tiro fue, sobre todo, por la política abandonista del Reino Unido y de Francia. En su momento, lord Halifax, ministro de Asuntos Exteriores, le escribió al primer ministro, Baldwin: «El nacionalismo y el racismo son fuerzas pujantes, ¡pero no las considero ni contra natura ni inmorales! […]. No me cabe duda de que estas personas odian de verdad a los comunistas» (p. 33). Durante la Guerra Civil española, la política de ambos gobiernos, a través del Comité de No Intervención, facilitó el triunfo de Franco contra la República.
Esta novela de Eric Vuillard —¿novela?—, para un lector no especializado en la historia de entreguerras presenta el inconveniente de que muchos de los personajes que circulan por sus páginas tal vez le resulten desconocidos, pero así y todo, aunque no sepa quiénes fueron los cancilleres Dollfus o Schuschnigg Schuschnigg, o el gerifalte nazi Seyss-Inquart, su lectura le resultará apasionante, y en ciertos momentos hasta divertida, como en el almuerzo ofrecido al embajador alemán Joachim von Ribbentrop por las autoridades británicas al ser nombrado ministro de Asuntos Exteriores.
La predicción de Göring en febrero de 1933, en su reunión con los industriales alemanes, por fortuna no se cumplió, y tras el hundimiento apocalíptico del Tercer Reich —que según Hitler tenía que durar mil años y solo perduró durante doce— la democracia formal se impuso de nuevo, por el momento, en la mitad del país, la República Federal, y a partir de 1989 en la Alemania reunificada. Y el ingenuo lector, como el que subscribe esta nota, se pregunta qué se hizo de los generosos donantes, los industriales que financiaron el nazismo a manos llenas, y para quienes la guerra había resultado rentable (p. 137). El autor de este libro nos lo aclara: «Todos ellos sobrevivirán al régimen
y financiarán en el futuro a numerosos partidos a tenor de sus beneficios» (p. 27). «Dentro de poco —añade—, en vez de la Insignia de Oro ˝del partido nazi˝, algunos lucirán ufanos la Cruz Federal del Mérito como entre nosotros la Legión de Honor» (p. 138).
Se ha dicho que los austríacos son el pueblo más listo de Europa, pues han conseguido hacernos creer que Hitler era alemán y que Beethoven era austríaco. Pero quienes propiciaron el auge de los dioses nazis, los grandes industriales, son el colmo de la listeza: ellos pasaban por ahí.