Cumbres Borrascosas
Emily Brontë
1801. Vengo de hacer una visita a mi casero, el vecino solitario que me causará desazón. ¡Esta es sin duda una tierra hermosa! No creo que en toda Inglaterra hubiese podido decidirme por un emplazamiento más apartado del mundanal ruido. El Paraíso perfecto de un misántropo, cuando, según subía a caballo, percibí con qué suspicacia escondía los ojos negros bajo las cejas y cómo, en el momento de anunciar mi nombre, resguardaba los dedos aún más en el chaleco con celosa resolución.
La réplica fue una inclinación de la cabeza.
—Soy el señor Lockwood, su nuevo inquilino, señor. Me permito el honor de hacerle una visita nada más llegar para decirle que espero no haberle importunado con mi insistencia en solicitar la ocupación de la Granja de los Tordos. Ayer oí que estaba usted pensando…
—La Granja de los Tordos, señor, es mía —interrumpió con impaciencia—. Si pudiese evitarlo no permitiría que nadie me importunara. ¡Pase!
el menor movimiento de empatía con sus palabras; y creo que aquella circunstancia me resolvió a aceptar la invitación: sentí interés por un hombre que parecía aún más exageradamente reservado que yo mismo.
Cuando vio que mi caballo empujaba claramente la verja con el pecho sacó la mano para quitar la cadena; después me precedió con indolencia por la calzada y cuando entrábamos en el patio ordenó:
—Joseph, hazte cargo del caballo del señor Lockwood; y sube vino. —pensé al oír aquella orden múltiple—. No es de extrañar que la hierba