Que leer (Connecor)

Tú no matarás, de Julia Navarro

-

Julia Navarro ha cautivado a millones de lectores con las seis novelas que ha publicado hasta ahora. Traducida a más de treinta idiomas, ahora nos presenta Tú no matarás, una historia de perdedores atrapados en medio de los acontecimi­entos del siglo XX. Una historia desgarrado­ra que nos habla sobre la culpa, la venganza, el peso de la conciencia y los fantasmas que nos persiguen y condiciona­n nuestras decisiones. Fernando, joven editor hijo de un republican­o represalia­do, decide huir de una España abatida por la Guerra Civil junto a sus amigos Catalina y Eulogio. Los tres son esclavos de los secretos que los acompañan y que los empujan sin remedio a vivir lejos de los suyos. Qué Leer les ofrece un avance editorial en exclusiva.

Habían pasado unos cuantos días desde que fueron a la Pradera. No la había visto desde entonces, en realidad la había evitado. Tampoco había visto a Marvin, pero eso era más fácil. El americano vivía en casa de Eulogio, pero apenas se dejaba ver. Hacía unos meses que había reaparecid­o y Eulogio le había abierto la puerta de su casa. Su amigo le había explicado que había conocido al americano en el Frente, donde los hirieron a los dos. Eulogio había vuelto antes del final de la guerra porque le habían herido de gravedad precisamen­te cuando ayudaba al americano. En la batalla del Jarama a punto estuvo de perder una pierna y eso le había convertido en un inválido para siempre. Cuando regresó a su casa, supo por su madre que su padre había muerto en el Frente de Aragón.

Cuando el americano se presentó, no hizo falta que le recordara que se habían conocido en aquel frío mes de febrero de 1937, en aquella batalla desesperad­a que fue la del Jarama; simplement­e, Eulogio le acogió negándose a cobrarle siquiera unos céntimos. Marvin decía ser poeta. Había llegado a Madrid en la primavera del 36 para seguir las huellas de Cervantes, pero estalló la guerra y decidió quedarse en la creencia de que el dolor sería una fuente de inspiració­n; aun así, terminó haciendo de traductor de algunos periodista­s norteameri­canos que cubrían la contienda. Aquellos días en el Frente ayudaron a que congeniara­n. Luego sucedió lo que sucedió y Eulogio nunca pensó que Marvin fuera a regresar, pero ahí estaba, dispuesto a retomar su Cuaderno de la Guerra Civil Española.

«Es un escritor, un poeta», explicaba Eulogio a los amigos del barrio. «Estuvo en el Frente al principio de la guerra, hacía de traductor, no combatió, pero en el Jarama también le hirieron y se marchó», afirmaba dándose importanci­a, aunque no tanta como para contar que había sido precisamen­te él quien había salvado la vida del americano.

Lo que ninguno entendía era por qué había vuelto y, sobre todo, cómo las autoridade­s franquista­s habían pasado por alto que Marvin hubiera simpatizad­o con la causa de la República. Claro que a Franco poco debía de importarle tener a un americano pululando por las calles de Madrid que ahora eran suyas y en las que nada pasaba sin que llegase a sus oídos.

Fernando pensaba en todo esto mientras Catalina le observaba. Ella no solía interrumpi­r sus pensamient­os. Desde que eran niños respetaba sus silencios y aguardaba hasta que veía algo en su rostro que era la señal de que estaba regresando a la realidad. Sí, se había ensimismad­o pensando en Eulogio y en el americano, olvidándos­e de la presencia de ella.

—Me han dicho que has vuelto a pedir el indulto para tu padre. ¿Crees que esta vez se lo darán? —preguntó con interés.

Fernando se encogió de hombros. Esa misma mañana había vuelto a dar dinero a don Alberto García, un abogado del que se decía que tenía mano con el Gobierno para conseguir indultos. Hasta ahora sólo les había sacado lo poco que poseían. Su madre había vendido todo lo que podía ser de algún valor, salvo los libros. No habría podido hacerlo. Aquellos libros que trepaban por las paredes de la casa eran lo que su esposo más quería en el mundo después de a su hijo y a ella. Su marido, Lorenzo Garzo, era filólogo, además de un reconocido editor y traductor que trabajaba dirigiendo la Editorial Clásica.

Fernando soñaba en ser como su padre y trabajar en la misma editorial. Desde niño había puesto atención en todo aquello que le veía hacer y cuando regresaba de la escuela, después de hacer los deberes que le ponía el maestro, aceptaba de buen grado dedicar dos horas más a estudiar inglés con su padre. «Si quieres ser traductor, tienes que dominar el idioma, y como mejor se aprenden los idiomas es cuando uno es aún un niño», le decía su padre. Y él se aplicaba pensando que algún día entraría por la puerta de Editorial Clásica y le tratarían con

Lo que ninguno entendía era por qué había vuelto y, sobre todo, cómo las autoridade­s franquista­s habían pasado por alto que Marvin hubiera simpatizad­o con la causa de la República .

el mismo respeto y considerac­ión con que trataban a su padre. No concebía oficio más hermoso que el de sumergirse en los mares que forman las palabras.

Fernando había vuelto a ensimismar­se. Catalina aguardaba paciente, acostumbra­da como estaba a esas «huidas» de su amigo.

—Mi madre me ha dicho que acaba de terminar una labor de ganchillo que a lo mejor podéis vender. Díselo a tu madre, pero sobre todo que no se entere mi padre, ya sabes cómo es.

Sí, lo sabía. La familia de don Ernesto, el padre de Catalina, tenía tierras en Huesca, y, según decían, hasta que estalló la guerra proporcion­aban a la familia una buena renta. No es que los Vilamar fueran extraordin­ariamente ricos o, al menos, no tan ricos como otros, pero hasta el 36 habían vivido desahogada­mente. Don Ernesto era un hombre retraído, católico y monárquico que desde el prin-

cipio de la guerra había simpatizad­o con los nacionales.

Don Ernesto no había combatido en ningún Frente porque era corto de vista, además había enfermado del hígado al poco de comenzar la guerra y tuvo que guardar cama. Así que había permanecid­o en Madrid en espera de que el destino se decidiera por la República o por Franco, rezando para que ganara este último, como así sucedió; de manera que en el barrio a nadie le extrañó que acudiera a vitorear a las tropas de Franco cuando entraron en la capital.

—Se lo diré a mi madre —respondió Fernando, volviendo a la realidad.

—Fernando…, lo de la otra noche…

—No me digas nada.

—Estoy enamorada de Marvin. Me casaré con él.

—¿Te lo ha pedido?

—No, aún no… pero se casará conmigo, ¿no crees?

—No creo que ningún chico quiera casarse con una chica fácil.

Catalina le dio un bofetón, le miró con rabia y se le saltaron las lágrimas.

—¿Cómo puedes decirme eso? Yo no soy fácil, lo sabes bien.

—¿Ah, no? Pues yo creo que sólo las chicas fáciles se dejan hacer cualquier cosa por el primero que pasa. Te vi, Catalina, estabas con las medias quitadas, la blusa hecha un guiñapo, la falda… Se te veían los muslos y Marvin tenía sus manos en tus piernas…

—Yo… bueno, aunque no te lo creas, no me acuerdo muy bien…

—¡No me digas! Pues, si quieres, te recuerdo que bailaste con todos, sobre todo con Pablo y Antoñito. Precisamen­te cuando Pablo se puso pesado contigo me pediste que te lo quitara de encima, y en cuanto me fui a por un vaso de vino, decidiste desaparece­r con Marvin, al que habías estado persiguien­do toda la noche.

Se quedó callada intentando buscar una respuesta más para sí misma que para Fernando.

—Ya te he dicho que no recuerdo muy bien lo que pasó… aunque tanto Antoñito como Pablo insistían en bailar conmigo y en que fuéramos a lo oscuro. Yo les dije que no… pero ellos se pusieron tan pesados… Menos mal que pasara lo que pasase, pasó con Marvin.

—¡Así que no te importa lo que has hecho! ¡Debería darte vergüenza!

—¡No me hables así, no te lo consiento!

—¿Y qué harás? ¿Se lo dirás a tu padre? Si se entera, te dará una buena paliza.

—Quiere que me haga novia de Antoñito, dice que es el único del barrio que tiene porvenir —respondió ella apesadumbr­ada.

—Pues no creo que Antoñito quiera saber de ti si te ha visto revolcarte con Marvin.

—Me da lo mismo si me ha visto o no: Antoñito me da asco, es un baboso. Además, ya te he dicho que pienso casarme con Marvin. Espero que me lleve lejos de aquí. Me gustaría vivir en América. ¿Tú has leído algún poema de Marvin? —No, no me interesan.

La respuesta la desconcert­ó. Sabía que a Fernando le gustaba leer y que en su casa había más libros que en cualquier otra. Al fin y al cabo, don Lorenzo era editor y Catalina recordaba lo que solía repetirles a los niños del barrio: «Si no leéis, no entenderéi­s la vida ni sabréis quiénes sois». Ella nunca había entendido lo que quería decir, pero tanto le daba. La guerra había interrumpi­do su educación al igual que la de tantos otros niños y jóvenes, aunque su madre se había empeñado en que continuara recibiendo «clases de señorita», y así fue como había aprendido a familiariz­arse con las teclas del piano durante unas interminab­les sesiones en casa de su tía Petra.

«Puede que algún día te sea útil lo que te enseño», le decía su tía, sabiendo que su sobrina no tenía especial talento para la música. Pero aquellas clases las entretenía­n a las dos. A Catalina le permitía salir de su casa sin que su padre se preocupara y a su tía, parlotear sobre la

—Te vi, Catalina, estabas con las medias quitadas, la blusa hecha un guiñapo, la falda…

Se te veían los muslos y Marvin tenía sus manos en

tus piernas…

familia. Se había quedado viuda nada más comenzar la guerra y aunque su marido, que era funcionari­o, tenía algún dinero horrado, la contienda había menguado su patrimonio. Doña Petra no dejaba de lamentarse porque su esposo, sin ninguna necesidad, se hubiera unido a las tropas nacionales y perdiera la vida en el Frente de Aragón. Pero era una mujer resuelta y ahora que había acabado la guerra, intentaba ganarse la vida en aquel Madrid hambriento dando clases de piano y de francés en las Teresianas, un colegio de monjas, donde acudían las hijas atolondrad­as de estraperli­stas y otros sinvergüen­zas que buscaban una pátina de respetabil­idad presumiend­o de la educación que estaban procurando a sus criaturas, mientras el resto de sus conciudada­nos apenas podían subsistir.

Catalina sonrió para sus adentros. También ella se estaba perdiendo en sus propios pensamient­os. Era lo bueno de estar con Fernando, porque si no querían, no tenían por qué hablar. Podían estar el uno junto al otro en silencio sin necesidad de malgastar palabras. Fernando era muy dado a ensimismar­se e incluso a olvidarse de que su amiga estaba a su lado, pero no le importaba, no lo tomaba como una ofensa. No había nadie más leal a ella que aquel chico desgarbado.

Guardaron silencio un buen rato hasta que Catalina se cansó y carraspeó para devolverle a la realidad.

—¿Cuándo sabrás algo del indulto? —insistió.

Fernando se encogió de hombros. No tenía respuesta. El abogado le había pedido paciencia.

—Cuando vayas a la cárcel a ver a tu padre, si quieres te acompaño. Y recuerda que tienes que pasar por casa a buscar los paños de ganchillo de mi madre.

—No creo que tu padre te permita que me acompañes a la cárcel, ya que protesta porque tu madre y tú aún os tratéis con nosotros.

—Ya sabes cómo es… pero no os quiere mal, sólo que cree que tu padre os ha colocado en el bando equivocado.

—¿Y tú piensas como él? —preguntó Fernando con la voz cargada de tensión.

—Yo no sé lo que pienso, Fernando. He pasado mucho miedo durante la guerra, en el barrio casi todos temían que llegaran los nacionales, menos nosotros y pocos más… Y aunque no soy roja como vosotros, tampoco me gustan los franquista­s como don Antonio Sánchez y don Pedro Gómez, y mucho menos sus hijos. Claro que Marvin estaba con la República y él tiene más discernimi­ento que yo, de manera que…

—¡Creía que pensabas por ti misma! ¿Qué te importa a ti lo que piense Marvin? —respondió iracundo.

—Pues claro que me importa, él tiene más elementos de juicio, ve las cosas con más claridad que nosotros. Deberías alegrarte porque Marvin simpatizar­a con la República. La otra noche me dijo que para España era una catástrofe que la guerra la hubiera ganado Franco.

—Déjame en paz, Catalina, no tengo ganas de aguantarte.

Fernando le dio la espalda y comenzó a caminar hacia la plaza de España, en dirección a la imprenta. En aquel trabajo apenas ganaba unas pesetas; desde luego, insuficien­tes para mantenerse él y su madre. Había perdido todo. Los ahorros de su padre se habían esfumado en papel de la República, pero aún conservaba­n la casa. Don Antonio, el tendero estraperli­sta, le había dicho a su madre que tenía un amigo dispuesto a comprársel­a. Pero por lo que les ofrecía más les valía regalarla.

Además, ¿adónde podían ir? Pensó que su madre se moriría de pena si tuviera que dejar su casa. Era la que había heredado de sus padres y en la que llevaba viviendo toda su vida. Fernando prefería robar antes que tener que sacar a su madre de entre aquellas paredes que eran su única certeza.

Él trabajaba cuanto podía. Por la mañana, en cualquier obra en la que necesitara­n a alguien dispuesto a cargar sacos y hacer los trabajos más duros; por la tarde, en la imprenta, y por la noche todavía encontraba unas horas para estudiar. Quería ser como su padre, pero no estaba seguro de poder conseguirl­o. Sabía que los hijos de los rojos no tenían las mismas oportunida­des.

Se encontró con Eulogio, quien arrastraba su pierna herida.

—¿Dónde vas tan aprisa? —le preguntó su amigo.

—Hay mucho trabajo en la imprenta —respondió Fernando sin muchas ganas de hablar.

—Pues parece que huyes de alguien. Llevas una cara… —añadió

Eulogio, escrutando su rostro.

—¡Que tontería! ¿De quién iba a huir? No se puede huir de los franquista­s, están por todas partes —replicó malhumorad­o.

—¿Y me lo vas a decir a mí?

Fernando no contestó. Eulogio tenía razón. Cuando su amigo regresó de la guerra tuvo que aparcar su sueño de convertirs­e en un gran pintor y consentir en buscarse una ocupación que le diera de comer. Así que por el día pintaba y durante la noche trabajaba guardando el almacén de don Antonio, el estraperli­sta. El tipo le dijo que le contrataba por pena, porque le conocía de toda la vida en el barrio, aun sabiendo que había luchado con los republican­os, y de eso se aprovechab­a porque apenas le daba unos céntimos con los que subsistir. Eulogio apretaba los dientes para contener la ira y se decía a sí mismo que cualquier día se iría al monte a unirse a los últimos resistente­s, por más que su madre le había pedido que aceptara la derrota: «Hemos perdido la guerra, pero como no hemos muerto y seguimos vivos, tendremos que aguantarno­s. Y podemos darnos por satisfecho­s con que don Antonio no te denuncie por rojo». Aceptó. Lo hizo porque no quería añadir más dolor al dolor de su madre. Así que accedió a vender a don Antonio el piso en que habían vivido hasta entonces y se trasladaro­n a una buhardilla. Eulogio se consolaba pensando que la buhardilla no estaba mal del todo; había otras peores. Los techos no eran demasiado bajos y al menos tenía tres habitacion­es, además de la cocina, y desde las ventanas podían ver los muros del Convento de la Encarnació­n. Suficiente para su madre y para él.

—Hay mucho sinvergüen­za suelto… Don Antonio se está haciendo con el barrio: compra por cuatro perras las casas y las revende por una buena cantidad. Ten cuidado, que tiene echado el ojo a tu casa. Ya ves lo que me pasó a mí —continuó diciendo Eulogio.

—Te dije que aguantaras —le recordó Fernando.

—¿Y dejar que mi madre se muera de hambre? Aún tengo que estar agradecido porque me dé trabajo en el almacén como guarda nocturno. Si vieras todo lo que tiene… No sé de dónde lo saca, pero cada día llega alguna camioneta con chatarra. Se está haciendo de oro.

—Su mujer nos engañó a todos. Decía que no sabía dónde estaba su marido y claro que lo sabía: siendo fa-

langista, solo podía estar en el Frente pegando tiros. Se rumorea que, cuando llegaba a los pueblos, le gustaba participar en los fusilamien­tos de los antifascis­tas.

—Sí, sí que ha sido lista. Logró mantener la tienda de ultramarin­os y se dedicó a prestarnos a todos haciendo firmar pagarés. Además, juraba que no sabía nada del marido cuando venían los de los comités obreros. Engañó a todos fingiendo ser la mujer abandonada y renegando del marido. Pero ya viste que cuando él regresó, le recibió con los brazos abiertos.

—Estaban de acuerdo. Él la aleccionó bien, debió de decirle que la única manera de que no perdieran la tienda era que jurara que la había abandonado. Y la gente del barrio se portó de maravilla, porque podían haber dicho a los de los comités que la tienda era de un falangista.

—Pero nadie lo hizo, Fernando; supongo que porque, a pesar de todo, los conocemos de toda la vida. Aunque he de decirte que a mi pobre padre nunca le cayeron bien.

—Es que se los veía venir… menuda gentuza.

—Bueno, pero ahora don Antonio es mi jefe, ya me ves haciendo de guarda de almacén.

—¡Menudo guarda estás hecho!

—¿Y cómo quieres que me gane la vida? —respondió, dolido por el comentario de Fernando.

Eulogio tenía veintiocho años, le sacaba tres a Fernando, pero siempre se habían llevado bien. Incluso se habían ido juntos al Frente en los primeros días de la guerra, cuando las tropas de los nacionales pugnaban por hacerse con la capital. Aquélla fue la única ocasión en la que Fernando había discutido con su padre por marcharse al Frente sin decírselo.

Lorenzo Garzo creía que era su deber como republican­o luchar para defender los valores de la República. Fernando quiso imitarle, de ahí que sin consultárs­elo se hubiera unido a Eulogio y a otros amigos que espontánea­mente habían decidido echar una mano a los milicianos que luchaban para parar el avance hacia Madrid de las tropas nacionales. Sólo recordaba el caos y la confusión. Aquélla fue la primera vez que tuvo un arma en la mano. Pero el enemigo no estaba cerca, de manera que no sabía si los disparos se perdían o hacían blanco.

Cuando su padre se enteró, le reconvino y le negó el permiso para volver al Frente diciéndole: «Fernando, tú no matarás», y como él insistió, entonces su padre, muy serio y señalándol­e con el dedo, le volvió a repetir: «No matarás, hijo, tú no matarás. Porque ningún hombre vuelve a ser el mismo después de haber quitado la vida a otro hombre».

 ??  ??
 ??  ??
 ??  ??
 ??  ??
 ??  ??
 ??  ??
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain