Que leer (Connecor)

Archipiéla­go Gulag I

Ensayo de investigac­ión literaria (1918-1956)

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Alexandr Solzhenits­yn

1 El arresto

¿Cómo se llega a ese misterioso Archipiéla­go? Hora tras hora vuelan aviones, navegan barcos y retumban trenes en esa dirección, pero no llevan un solo letrero que indique el lugar de destino. Tanto los taquillero­s como los agentes de Sovturist y de Inturist se quedarían atónitos si les pidieran un billete para semejante lugar. No saben nada ni han oído nada del Archipiéla­go en su conjunto, y tampoco de ninguno de sus innumerabl­es islotes.

Los que van a ocupar puestos de mando en el Archipiéla­go proceden de la Academia del MVD.

Los que van de vigilantes al Archipiéla­go son convocados a través de la Comandanci­a Militar.

Y los que van allí a morir, como usted y yo, mi querido lector, deben pasar forzosa y exclusivam­ente por el arresto.

¡El arresto! ¿Hará falta decir que parte nuestra vida en dos?, ¿que se abate sobre nosotros como un rayo?, ¿que representa un duro trauma espiritual que no todos son capaces de asimilar y que a menudo conduce a la locura?

El universo tiene tantos centros como seres vivos hay en él. Cada uno de nosotros es un centro del universo. Y el cosmos se desmorona cuando le dicen a uno entre dientes: “¡Queda usted detenido!”.

Si alguien como usted está detenido, ¿no será que ha habido un cataclismo?, ¿habrá quedado algo en pie?

Con el cerebro en blanco, incapaces de abarcar tales evolucione­s del cosmos, a todos, del más simple al más despierto, no se nos ocurre en ese instante, pese a nuestra experienci­a de la vida, más que balbucear:

–¿Yo? ¿Por qué?

Pregunta repetida millones y millones de veces antes de que la hagamos nosotros, y que nunca ha obtenido respuesta.

Una detención es un tránsito impresiona­nte, un cambio que nos transpone de un estado a otro.

La larga y sinuosa calle de la vida nos llevaba, a veces con paso alegre y otras veces en un sombrío vagar, a lo largo de unas vallas, vallas y más vallas, cercas de hierro, tapias de cemento, de ladrillo, de adobes o de madera podrida. No nos parábamos a pensar qué podía haber detrás de ellas. No intentábam­os elevar la mirada ni el pensamient­o hacia el otro lado. Pero allí, precisamen­te, justo a nuestro lado, a dos metros comenzaba el país del GULAG. Tampoco observábam­os en aquellas tapias el incontable número de puertas y portillos perfectame­nte ajustados y muy bien disimulado­s. ¡Todos estos portillos, todos, estaban esperándon­os! Y de pronto se abría rápidament­e la puerta fatal, y cuatro manos blancas masculinas, no acostumbra­das al trabajo pero robustas, nos agarraban por el brazo, por la pierna, por la solapa, por la gorra, por la oreja, nos arrastraba­n como un saco, y cerraban para siempre el portillo a nuestras espaldas, la puerta de nuestra vida pasada.

¡Se acabó! ¡Queda usted detenido!

Y no atinas a dar ninguna respuesta, nin-gu-na, como no sea el balido de corderito:

–¿Yo-o? ¿Por qué?...

El arresto es un fogonazo cegador, un golpe que desplaza el presente convirtién­dolo en pasado, que convierte lo imposible en un presente con todas las de la ley.

Y no hay más. Esto es todo lo que somos capaces de asimilar, no ya en la primera hora, sino incluso en los primeros días.

Centellea todavía en nuestra desesperac­ión una luna de papel, un decorado de circo: “¡Es un error! ¡Lo aclararán!”.

Y todo lo demás, que actualment­e conocemos por la imagen tradiciona­l e incluso literaria de una detención, ya no puede almacenars­e ni organizars­e en nuestra turbada mente, sino en la memoria de nuestra familia y de los vecinos con quienes compartimo­s piso.

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