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El último tesoro visigodo

- José Calvo Poyato

Las valiosas piezas de arte visigótico que constituye­n el conocido como Tesoro de Guarrazar forman el eje central de El último tesoro visigodo. Las coronas votivas que en la actualidad pueden verse en el Museo Arqueológi­co Nacional solo son una pequeña parte de las piezas del tesoro original. Junto a las coronas, ofrendadas a la Iglesia en cumplimien­to de un voto o promesa realizado por los oferentes —reyes y reinas o nobles y clérigos—, también formaban parte del tesoro cruces y otros objetos hoy desapareci­dos. Las coronas votivas colgaban de las bóvedas de los templos donde habían sido ofrecidas.

LAS EXTRAORDIN­ARIAS CORONAS VOTIVAS

El Tesoro de Guarrazar constituye, hasta el momento presente, la muestra más importante de lo que fue la orfebrería en la época de los visigodos. El trabajo de los orfebres fue un arte en el que los pueblos germánicos, que pusieron fin a la parte occidental del Imperio romano, se mostraron particular­mente hábiles. Labraron en hierro o en metales preciosos, que con frecuencia adornaban con esmaltes: fíbulas, hebillas, prendedore­s… Pero donde mostraron un mayor nivel artístico fue en esas coronas votivas. Se trataba de piezas extraordin­arias, finamente labradas y cuajadas de piedras preciosas. Unas joyas que al mismo tiempo nos hablan de la religiosid­ad y otros aspectos de la vida de unas gentes que llegaron a la Península Ibérica con un elevado grado de romanizaci­ón y que, desde principios del siglo vi configurar­on un reino con capital en Toledo y cuyo dominio, al menos teórico, abarcó la totalidad de las tierras de la provincia romana de Hispania y la llamada Septimania, más allá de los Pirineos, al sudeste de la Galia.

Todo apunta a que el tesoro de Guarrazar pudo ser ocultado por clérigos que ejercían su ministerio en templos de Toledo, conocida como la Urbs Regia por su condición de capital del reino, o en algún templo de sus alrededore­s. Es posible que, tras la derrota sufrida por las tropas de Don Rodrigo a manos de los musulmanes, que habían cruzado en 711 las hasta entonces llamadas Columnas de Hércules, llegaran a Toledo noticias inquietant­es acerca de quiénes eran los invasores norteafric­anos.

LOS TESOROS DE LA ESPERANZA VANA

Muchas gentes huirían ante el temor a los invasores, pero lo hicieron con la esperanza de volver, al creer que la presencia de los invasores sería algo pasajero. Solo duraría el tiempo necesario para hacerse con un cuantioso botín. Esa esperanza de volver, una vez pasado el turbión de los acontecimi­entos que se avecinaban, les haría ocultar objetos de valor —en algunos casos verdaderos tesoros—para ponerlos a salvo de la rapiña de los invasores y poder recuperarl­os más tarde.

En ese ambiente de los tiempos iniciales de la invasión musulmana y el desmoronam­iento del reino visigodo se sitúa una parte de la novela El último tesoro visigodo. En ella, el protagonis­ta, un conde fiel al rey Rodrigo, llamado Liuva, conducirá al lector por los capítulos donde se recoge la llegada de los mahometano­s, la estrategia planteada por el ejército visigodo en la batalla, conocida indistinta­mente como del Guadalete o de la Janda, y la traición de los partidario­s de los hijos de Witiza, el monarca a quien había sucedido Rodrigo, cuyo papel en la batalla influyó decisivame­nte en su resultado.

La invasión musulmana no fue algo transitori­o como habían pensado los witizanos y, desde luego, las gentes que ocultaban tesoros para no arrostrar el peligro que suponía llevarlos consigo en tiempos tan agitados. Ignoramos el número de tesoros que fueron ocultados ni cuántos fueron descubiert­os o qué fue de ellos. Pero sabemos que algunos permanecie­ron en sus escondites durante siglos.

UN HALLAZGO EN MITAD DE LA TORMENTA

El descubrimi­ento de uno de ellos, en las afueras de Guadamur, un pueblo toledano distante un par de leguas de la capital, así como las peripecias vividas por las joyas que lo integraban, constituye la otra parte de El último tesoro visigodo. El descubrimi­ento se produjo un día de finales de agosto de 1858 —transcurri­dos cerca de mil ciento cin-

cuenta años desde que fue ocultado—, después de que descargase en aquella zona una fuerte tormenta, que provocó inundacion­es y movimiento de tierras. La historia del descubrimi­ento está relacionad­a con los esposos Francisco Morales y María Pérez, y la hija de esta, habida de un anterior matrimonio, llamada Escolástic­a. Regresaban a Guadamur desde Toledo, donde Escolástic­a se había examinado del ejercicio final para la obtención del título que la acreditaba como maestra de primeras letras. Cerca ya de Guadamur, al pasar junto a la llamada fuente de Guarrazar, quedaba nombre al pago de huertas de aquella zona se detuvieron porque a la joven maestra en ciernes le apremiaba una urgente necesidad. Era el atardecer y los últimos rayos de sol alumbraban una atmósfera que había quedado límpida tras la tormenta. Eso le permitió ver que algo relucía a ras de suelo. Como en muchas otras ocasiones, el descubrimi­ento se debió a una circunstan­cia curiosa. El brillo de lo que Escolástic­a acababa de ver solo era la punta del iceberg de un tesoro tan extraordin­ario como antiguo, aunque quienes acababan de encontrarl­o estaban muy lejos de conocer su verdadero valor. Una fosa estaba llena con cruces, lo que parecían ser extrañas lámparas y otros objetos de orfebrería labrados en ricos metales y cuajados de piedras preciosas.

A partir de este momento se desarrolla­ría una curiosa historia, plagada de acontecimi­entos que dieron lugar a numerosas vicisitude­s. Poco después, otro vecino descubrió un tesoro similar en el mismo pago y, cuando se difundió entre la gente la noticia de lo ocurrido, se despertó una especie de fiebre por los tesoros. Los vecinos de Guadamur y otros pueblos de la comarca excavaron en su búsqueda en la zona donde se habían producido los hallazgos.Todo ello sucedía en medio de un grave vacío legislativ­o en lo referente a la protección del patrimonio histórico-artístico y las obras de arte. Los acontecimi­entos llevaron a la Real Academia de la Historia a tomar algunas iniciativa­s, e influyeron, desde luego, para que la posibilida­d de construir un museo que albergase las piezas más relevantes del patrimonio histórico-artístico de la nación, cobrase fuerza y acabara por convertirs­e en realidad muy pocos años después.

ENTRE LA HISTORIA Y LA FICCIÓN

Las circunstan­cias hicieron que la peripecia a que se vieron abocadas las espectacul­ares «lámparas» y cruces, que constituía­n la muestra más importante de la orfebrería visigoda, llegara al Congreso de los Diputados y generara tensos debates. El tesoro de Guarrazari­mplicó también a la diplomacia y a los gobiernos de la España isabelina y la Francia del Segundo Imperio, donde reinaban Luis Napoleón y Eugenia de Montijo.

En El último tesoro visigodo quedan recogidas esas vicisitude­s. En la novelase dan la mano personajes históricos como el historiado­r José Amador de los Ríos, el diamantist­a José Navarro o el militar francés Adolf Hérouart, que tuvieron relación con el descubrimi­ento o la peripecia que durante años acompañó a las que hoy conocemos como coronas votivas, con otros de ficción: doña Martina Vicentelo, el joyero Valcárcel o el inspector Collantes. Todos ellos dan cuerpo a la novela y han permitido construir una trama. Se trata de una historia apasionant­e cuyo final, que no llegaría hasta bien entradoel siglo XX, permitió que una parte de aquel tesoro, que permaneció escondido tantos siglos, pueda ser hoy contemplad­o en el Museo Arqueológi­co Nacional de Madrid.

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 ??  ?? EL ÚLTIMO TESOROVISI­GODOJosé Calvo poyato Ediciones B, 464 pp., 20,90 €
EL ÚLTIMO TESOROVISI­GODOJosé Calvo poyato Ediciones B, 464 pp., 20,90 €

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