UN REBELDE CONTRA LA PERSECUCIÓN POLÍTICA
Kirk Douglas desapareció el pasado febrero dejando un legado cinematográfico excelso. Pero también destacó como un grandísimo escritor de memorias y novelas.
AIssur Danilovich Demsky, nacido el 9 de diciembre de 1916 en Amsterdam, en el estado de Nueva York, le contemplaron más de cien años. Este nombre, sin embargo, no les dirá nada. Publicó once libros, todos escritos en edad avanzada, el primero en 1986 y el último en 2012: un par de novelas, un volumen con historias basadas en la Biblia, diversos libros autobiográficos. Una pista también insuficiente sin duda, hasta que digamos que él fue el «loco del pelo rojo» Vincent Van Gogh, un marino atrapado en el barco del Capitán Nemo, el líder de los esclavos Espartaco. Es, claro está, Kirk Douglas, que pudo disfrutar de una buena educación universitaria y luego en la Academy of Dramatic Art pagando las clases con el dinero que ganaba en combates de lucha.
Hijo de inmigrantes muy modestos, llegó a ser políglota gracias a rodar en el extranjero (alemán, italiano, francés) y a desarrollar un gran gusto por las artes y la literatura. Dos ejemplos de ello son Senderos de gloria (1957, basada en la novela de Humphrey Cobb que publicó Capitán Swing), que produjo el actor y también protagonizó, a las órdenes de Stanley Kubrick, y El loco del pelo rojo (1956), a partir de la novela Lust for life, de Irving Stone. En su autobiografía, Douglas dice: «Pensé por primera vez en hacerla cuando Jean Negulesco, un director rumano (...) que también era artista, cogió una foto mía, y le dibujó barba y un sombrero de paja. El parecido era sorprendente». Y también: «Hacerla fue una experiencia sensacional y dolorosa. Lo sensacional fue trabajar con Vincente Minnelli, un director nervioso e impaciente con los actores. (...) Lo doloroso consistió en sondear el alma de un artista atormentado».
Un actor protagonista que también hizo tareas de producción en clásicos del cine, como en la citada Senderos de gloria y el film sobre el analfabeto rebelde que desafió al Imperio romano y en el que compartió escena con otros astros del celuloide: Peter Ustinov, Laurence Olivier, Charles Laughton, Jean Simmons y Tony Curtis. De eso han pasado más de cincuenta años, pero aquel que cambió su nombre de raíces bielorrusas y judías por el de Kirk Douglas, fue capaz de mirar atrás, desempolvar su documentación de antaño, investigar lo que él mismo vivió y escribir un libro palpitante de vida, tan emotivo como divertido,
entrañable y risueño, absolutamente maravilloso: Yo soy Espartaco. Rodar una película, acabar con las listas negras (Capitán Swing Libros, 2014).
«Yo no sé nada, nada (…) Quiero saber (…) Todo. Por qué una estrella cae y un pájaro no. Dónde está el sol por la noche. Por qué la luna cambia de forma. Quiero saber dónde nace el viento…» Es una de las intervenciones de Espartaco más conmovedoras, unas palabras que son las preferidas del propio Douglas en toda su carrera. Las dijo alguien que, como su personaje, se hizo a sí mismo, con un ímpetu y un deseo inigualable por abrirse paso en el mundo del cine, primero desde los escenarios de Broadway, lo cual fue interrumpido por su participación en la Segunda Guerra Mundial (sirvió en la Marina en 1942-43 y fue herido). A su regreso, su compañera de teatro Lauren Bacall lo recomendaría a un productor y le llegó su primer papel, de político alcohólico, en El extraño amor de Marta Ivers, aunque empezaría a hacerse una estrella gracias a El ídolo de barro (1949), donde hacía de boxeador. Pese a su éxito, nunca dejaría de sentirse El hijo del trapero (título de su autobiografía, espejo de su seno familiar sumamente pobre). Candidato a tres Oscar, ganó uno honorífico en 1996, y su última aparición cinematográfica es del 2004, en la película Illusion, de Michael A. Goorjian.
LOS DIEZ DE HOLLYWOOD
En su libro sobre Espartaco Douglas partía de una doble rememoración: por un lado, la de las circunstancias atribuladas del rodaje de la pelí
cula, que se estrenó en 1960, cuando ya el padre de Michael Douglas era toda una estrella, y por el otro, la de cómo el Comité de Actividades Anti-estadounidenses, en la famosa caza de brujas impulsada por el gobierno de McCarthy, llevó al ostracismo total a nueve guionistas y un director de cine, sospechosos de simpatizar con los comunistas y atentar contra el país por ello. Otra estrella del cine actual, George Clooney, prologaba este último libro de Douglas, muy brevemente, poniendo el acento en su contenido político: «Resulta difícil imaginar hoy día lo que supuso para mucha gente la losa del macartismo. Resulta difícil creer que se obligara a comparecer ante unos subcomités del senado estadounidense a unos ciudadanos leales y se les pidiera que revelaran el nombre de sus amigos si no querían ingresar en prisión».
Esos hombres que tuvieron que soportar en 1947 que el congresista republicano J. Parnell Thomas cuestionara su patriotismo y los acusara de actividades antiamericanas –en una sala adonde habían acudido solidariamente, en el avión privado de Howard Hughes, colegas de la talla de Humphrey Bogart, Lauren Bacall, Gene Kelly, Danny Kaye y John Huston– fueron conocidos como «Los Diez de Hollywood». De entre ellos, destacaban Dalton Trumbo, el guionista mejor pagado de la época, y el director de El motín del Caine, Edward Dmytryk. «La década de 1950 fueron años de miedo y paranoia –relataba el actor–. En aquel entonces, el enemigo eran los comunistas. Ahora, el enemigo son los terroristas. Los nombres cambian, pero el miedo permanece.» Él mismo pondría su grano de arena –pequeño pero decisivo– para que las listas negras de cineastas acusados de pertenecer al enemigo fueran erradicadas, teniendo la valentía de colocar a su guionista Trumbo en los créditos de Espartaco, aunque con ello Douglas se pudiera ganar la ruina y tirar por tierra una producción que iba a resultar cada vez más millonaria, a medida que las escenas de acción requerían aumentar un presupuesto ya de por sí desmedido.
En ese ambiente de persecución política, Douglas acabaría contactando con el aclamado narrador de novelas históricas Howard Fast, comunista declarado, y con el citado Trumbo, ambos en 1950 «pudriéndose en frías celdas penitenciarias». Al salir ese año de prisión, Fast se pondría a escribir Espartaco durante nueve meses en los que el FBI seguía vigilándolo; todas las editoriales rechazarían su manuscrito por ser un autor señalado y tendría que imprimir el libro él mismo en el sótano de su casa, justo cuando Trumbo salía en libertad y reanudaba su trabajo con un nombre falso. Douglas seguía la senda de estas y otras víctimas del macartismo y, en paralelo, siempre con un delicioso humor y habilidad de narrador nato, desgranaba su vida privada: anécdotas sobre sus hijos y el amor de su vida –su esposa Anne, con la que se casó en 1954– y la creación de su productora Bryna (un homenaje a su madre, la inmigrante que nunca fue capaz de aprender inglés), y también cómo fue reclutando a los elementos que harían posible el film: al joven director Stanley Kubrick, que sustituiría a Anthony Mann ya iniciado el trabajo, y a un elenco de actores verdaderamente estelar, teniendo que bregar con luchas de egos y diferencias sobre el guion y hasta el modo de empezar la película.
UN RODAJE LLENO DE OBSTÁCULOS
Seguir la historia de los mil y un obstáculos que se sucedieron a lo largo de la filmación de Espartaco era realmente sorprendente. Durante meses se mantuvo la amenaza de otra novedosa película de romanos en el horizonte, Los gladiadores, y la
censura se empleó a fondo en el guion a través de cortes que ahora nos parecerían ridículos y que Douglas detallaba, sobre alusiones homosexuales (como la escena, recuperada en una versión posterior, de «las ostras y los caracoles», con Curtis y Olivier), el atuendo de los actores, ciertas palabras como «maldito» o imágenes de Varinia (Simmons) dando de mamar al hijo que tiene con Espartaco. A lo que se añadía la extraña hipocresía de que todo el mundo sabía que Trumbo se estaba encargando de los diálogos pese a que oficialmente fuera imposible decirlo. «Universal se estaba poniendo extraordinariamente nerviosa. Su inversión final en Espartaco superaba en ese momento los 12 millones de dólares… y toda pendía de un hilo», contaba Douglas. Y todo porque se consideraba inaceptable que Trumbo participara en una película, y porque el mensaje del film –lograr la libertad– fue interpretado como político: cómo la rebeldía del pueblo podía derrotar al poder establecido (incluso se eliminaron escenas rodadas en España sobre las victorias bélicas de Espartaco).
Pero al final, después de tres años de lucha para que viera la luz, se consiguió estrenar la película, que había padecido extrañas condiciones en tierras españolas. Y es que buena parte de las escenas con más acción se rodaron en Guadalajara, Madrid y Colmenar Viejo, con la participación de 8.500 militares españoles que actuaron como soldados romanos o rebeldes; lo curioso es que el dictador pidió que ninguno «muriera en la película». Así lo explicaba Douglas: «El generalísimo fascista Francisco Franco ordenó a su ministro de Defensa cancelar el proyecto cuando nuestro equipo ya había llegado a Madrid. Tras una serie de negociaciones frenéticas –que, según me enteré posteriormente, incluyeron un pago en efectivo realizado directamente a la organización benéfica de la esposa de Franco–, el rodaje volvía a ponerse en marcha».
Por otra parte, cabe decir que otros productores siguieron el valiente ejemplo de Douglas, contundente aún con toda aquella injusticia en torno a sus colegas, todo lo cual no olvidaba ni siquiera rozando el centenar de años: «Hoy día todavía hay quien sigue tratando de justificar las listas negras. Dicen que eran necesarias para proteger a Estados Unidos. Dicen que las únicas personas que resultaron perjudicadas fueron nuestros enemigos. Mienten. Hombres, mujeres y niños vieron arruinada su vida debido a esta catástrofe nacional. Lo sé. Estuve allí. Vi cómo sucedía». Kirk Douglas lo supo, lo vio y lo contó, finalmente, para dignificar la inocencia de tantos que acabaron en la cárcel por desacato al Congreso estadounidense y devolverles su legítimo puesto como trabajadores del sector –su empeño fue reconocido en 1991, cuando el Sindicato de Guionistas le dedicó un homenaje por su acción histórica–, así como para hacer la crónica de uno de los rodajes más complejos y fascinantes, más rocambolescos y hermosos jamás llevados a cabo.