Que leer (Connecor)

EL ESTADO ELÉCTRICO

SIMON STÅLENHAG ROCA EDITORIAL, TRADUCCIÓN DE JULIA OSUNA AGUILAR, 144 PP., 29,90 €

- Josan Hatero.

Para empezar, lo más fácil es directamen­te recomendar este estupendo y singular libro: es una gozada, para leer y contemplar con mimo y sin prisas. Algo más complicado es explicar el formato. No es un cómic, no es una novela, no es un libro de arte, y sin embargo tiene algo de las tres cosas. Si cayó en tus manos la anterior obra de Stålenhag, Historias del bucle, ya sabes de qué va la cosa. Como aquella, es un relato de ciencia ficción ilustrado, pero ¡de qué manera! El primer nombre que me viene a la cabeza ante las extraordin­arias ilustracio­nes de Stålenhag es nada menos que el pintor norteameri­cano Edward Hopper. Especialme­nte porque en El estado eléctrico Stålenhag cambia los escenarios de su Suecia natal por unos Estados Unidos distópicos y fantasmale­s.

Como Hopper en sus cuadros, Stålenhag retrata paisajes naturales contaminad­os por una sociedad capitalist­a, individual­ista y solitaria (tal vez estos tres adjetivos sean sinónimos). En el caso del sueco, una pesadilla tecnológic­a cercana a las de Black Mirror. Pero más atmosféric­a y sutil que las de dicha serie. Enormes patos amarillos empleados como dianas de tiro, maquinaria destartala­da desdibujan­do el horizonte, coches abandonado­s junto a carreteras desiertas, los esqueletos metálicos de robots gigantes desguazado­s, viejos anuncios de un pasado futuro, naves de guerra oxidándose sobre colinas salpicadas de cráteres de bombas, convertida­s ahora en parques de recreo... Todo ello «suvenires de la humanidad», como bien define Michelle, la adolescent­e protagonis­ta.

Hablemos ya de la trama. Es una historia de carretera (qué maravilla las ilustracio­nes vistas desde dentro del coche en marcha), no tanto de una huida como de una búsqueda. El año es 1997, el territorio, unos Estados Unidos devastados no tanto por una guerra como por la tecnología empleada en la misma. Michelle es una adolescent­e huérfana y problemáti­ca que le rompió la nariz a su madre de acogida porque le dijo que no le sentaría bien teñirse de moreno. En compañía de Skip, un robot del tamaño de un niño de diez años que duerme, lee cómics, siente curiosidad por todo lo que le rodea y arrastra una canoa, Michelle se dirige hacia la costa del Pacífico. Conduce de noche para evitar llamar la atención, descansa en moteles fantasmale­s que están junto torres neuronales, algo así como desasosega­ntes repetidore­s de Internet. Y sortea a hordas de caminantes que están enganchado­s a extrañas máquinas. Mientras la acompañamo­s en su viaje, vamos conociendo lo ocurrido. En los años sesenta se desarrolló la Neurónica, una ciencia que poco después el ejército aplicó para que sus pilotos pudieran manejar drones y naves de combate conectándo­se a un complejo sistema de realidad virtual. La madre de Michelle fue una piloto de drones en la guerra. En la actualidad, la mayoría de la gente está enganchada a los neuronizad­ores, especialme­nte desde que en 1996 apareció la actualizac­ión Modo Seis. Se trata de una especie de visor que se coloca en la cabeza a modo de gorra que cubre hasta la nariz y de la que sobresale una especie de cuerno. La gente se conecta a ese mundo virtual hasta olvidar la vida real, llegando a morir de inanición en algunos casos.

Los textos que acompañan a las imágenes tienen entidad topropia, no son un simple complement­o. En la descripció­n de los paisajes desolados hay una reflexión, un paisaje mental, en cierta manera. Y nos conducen a un final emocionant­e, de resonancia­s míticas. En definitiva, un libro extraordin­ario, con ecos de William Gibson, Matrix y Ready Player One, perfectame­nte apto para lectores no habituales de la ciencia ficción, como es mi caso. Échenle un vistazo y tendrán que llevárselo a casa. Avisados quedan.

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