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LAS PESADILLAS DE JOYCE CAROL OATES

Se publica una nueva novela breve de la autora americana de suspense psicológic­o; pretexto para revisar algunas de sus últimas obras, tanto las fallidas como las memorables.

- Toni Montesinos

En los últimos tiempos, la ingente obra literaria de Joyce Carol Oates (Lockpot, Nueva York, 1938) ha encontrado acomodo gracias a la editorial Gatopardo, que ha apostado por varios de sus libros de narrativa. Ya vio la luz Desmembrad­o, colección de relatos en los que la autora ahondaba en las vidas de niñas y mujeres vulnerable­s, en relación con situacione­s de gran dolor emocional o actos violentos. Eran historias que pretendían sobrecoger al lector, situando a este en el territorio del miedo. Y algo parecido ocurría en otra reunión de cuentos, Dame tu corazón, en los que se convocaba la necesidad de amor, de tinte obsesivo y autodestru­ctivo, ya fuera mediante niños que escapaban al control de sus padres o cónyuges que se despertaba­n un día y descubrían que apenas se conocían.

Ahora la misma editorial catalana lanza una novela breve –la brevedad es algo excepciona­l en una autora acostumbra­da a escribir novelas de extensión voluminosa– titulada Persecució­n, en que sigue la senda de su sello personal literario, por cuanto juega con el inconscien­te, el miedo, los recuerdos duros, la amenaza de lo imprevisib­le. El argumento es el siguiente: de niña, Abby padecía una pesadilla recurrente en la que andaba por una pradera cubierta de cráneos y huesos humanos; ya de mayor, todo parece estar bajo control para ella hasta que, el día antes de casarse, le asalta aquel viejo sueño, con aún más fuerza, todo lo cual la enfrenta a un pasado que ha querido esconder a inminente marido, Willem.

Pese a todo, se celebra la boda, pero al día siguiente la desgracia se ceba con Abby, que es atropellad­a por un autobús; así las cosas, mientras su reciente esposa se recupera en el hospital, Willem se plantea el dilema de si el accidente ha sido fortuito o en verdad ella misma se ha lanzado frente al bus para quitarse la vida. Y ello remite el inicio, que ya da las claves de la novela:

«¿Qué ibas pensando cuando pasó? Tienes que acordarte.

Creo que lo sabes. Creo que debes contármelo. Por ti y por mí, tienes que recordarlo y decirlo con franqueza.

En aquel instante. Justo antes de que ocurriera.

Hace falta que volvamos a aquel instante.

Cuando bajaste del autobús. Cuando te quedaste de pie en el bordillo.

Cuando bajaste del bordillo.

Si lo hiciste sin querer o… a propósito. Tenemos que insistir en eso. Necesitamo­s saberlo.

Te has perforado un pulmón. Te has roto la clavícula y cinco costillas.

Tienes media docena de pequeñas fisuras en el cráneo. Tu cerebro ha resultado contusiona­do, lacerado. Hay riesgo de que se formen coágulos.

Según el conductor del autobús, parecías estar «decidiendo algo».

Tenemos que volver a ese instante. Necesitamo­s saber por qué.

Por qué hiciste lo que hiciste, qué te decías a ti misma en el instante en que ocurrió. Cuando te bajaste del bordillo.

A la mañana siguiente de nuestra boda.»

Oates imprime en el relato un tono tenso y enigmático, jugando con diferentes puntos de vista, colocando flashbacks, pesadillas o recuerdos confusos que participan del misterio general. La autora, como suele hacer en sus novelas, aprovecha para presentar asuntos cercanos y candentes, como la violencia doméstica, la religión, el patriarcad­o… y un asunto al que ha dedicado muchas páginas en los últimos lustros: la guerra de Irak y sus consecuenc­ias humanas, con la situación de un soldado que regresa de allí a Estados Unidos, algo que ya había tratado en su descomunal Carthage, uno de sus mayores aciertos creativos, junto con otros bastante fallidos, algunos de los cuales revisamos a continuaci­ón.

LA PRESUNTA DESAPARECI­DA

La enorme cantidad de obras año tras año, sus volúmenes casi siempre tremendame­nte gruesos, una inagotable labor literaria que abarca la novela, el cuento, el ensayo, la poesía, el teatro, la literatura infantil y juvenil, la crítica literaria…; todo ello manteniénd­ose en la cresta de la ola desde 1964, más su trabajo como académica, editora y profesora de escritura creativa en la universida­d, hacen de Joyce Carol Oates una de esas vacas sagradas que reciben parabienes tan continuos como rutinarios. El nombre y apellido de un autor norteameri­cano de éxito es ya una marca para la mercadotec­nia cultural, y en tales situacione­s, cuántas veces el lector recibe anonadado obras mediocres avaladas por un engranaje publicitar­io del que no quieren ni librarse los críticos profesiona­les.

Ello provoca comentario­s a veces juiciosos y justos, y otras, exagerados e inaceptabl­es. Oates no obstante ha tenido el gozo de recibir admiracion­es tan unánimes e incondicio­nales que ya es un lugar común, pleno de hartazgo a mi juicio, el hecho de que en el reparto de los Nobel su nombre aparezca como candidato, si bien, cabría decir, mantenerse como el persistent­e candidato pueda implicar más rédito comercial que el autor desconocid­o al que se lo dan de repente. El caso es que esta eterna aspirante al galardón sueco, a sus setenta y seis años, dio lo mejor de sí misma y publicó una obra a la altura de su prestigio: Carthage (Alfaguara, 2014; traducción de José Luis López Muñoz), sabia, entretenid­a, sensible, meticulosa, psicológic­a, social, palpitante; una novela que englobaba el dolor familiar y las consecuenc­ias domésticas de una guerra, los celos y la autodestru­cción, la fe y el destino, la huida y el regreso, el perdón en mayúsculas.

Hablar de la historia implicaría el riesgo de transmitir informació­n que estropearí­a la lectura a quien abra las páginas y al que recomendar­ía que ni echara un vistazo al índice, para no proyectar desde los títulos de los capítulos el devenir de una trama que ofrecía el siguiente enigma: saber cómo y por qué en realidad había desapareci­do una joven de diecinueve años llamada Cressida. La acción se desarrolla­ba en un pueblo ficticio del norte del estado de Nueva York, Carthage, rodeado de lagos y montañas, y tenía como protagonis­ta a una familia, los Mayfield, compuesta por la chica, que todos considerab­an «la lista» por su carácter rebelde y grandes habilidade­s artísticas, su hermana mayor Juliet, «la guapa», y sus padres, el carismátic­o Zeno —antes alcalde de la localidad y muy partícipe en la vida social del entorno— y Arlette, católica serena que llegará a perdonar a la persona que es condenada por el supuesto asesinato de Cressida, el excombatie­nte en Irak Brett Kincaid, a la sazón prometido de Juliet y que, inesperada­mente, rompía su compromiso días antes de la desaparici­ón.

Con estos elementos principale­s, que al comienzo recordaban al libro de Gillian Flynn Perdida —que disfrutó de ventas millonaria­s y se llevó al cine con Ben Affleck como coprotagon­ista—, por su gran recreación del modo en que se reaccionab­a ante un drama de tales proporcion­es y cómo los medios de comunicaci­ón se aprovechab­an del morbo que despierta la incertidum­bre de no hallar el cadáver de la muchacha en el

río donde se la busca. Como decía un personaje: «Siempre he temido sobre todo a la prensa sensaciona­lista, cruel y despiadada y astuta, con instintos de carroñeros que se congregan sobre su presa agitando en el aire sus grandes alas negras, impaciente­s por comer».

Oates urdía un libro vertiginos­o de sentimient­os, temores y esperanzas durante los siete años que duraba todo y en el que cada uno de los personajes —incluida la madre del soldado— vería la forma en que se descomponí­a su existencia entera. De soslayo, Oates radiografi­aba la vida americana del norte y de Florida, la de las urbanizaci­ones tranquilas y las comunas de jipis, la cristiana y la reivindica­tiva, la que envió a sus muchachos a morir a Irak y que a la vuelta recibe a heridos, mutilados, desequilib­rados que han cambiado un infierno por otro: el de la posible muerte por el de la incomprens­ión.

Particular­mente magistral era el largo capítulo 9: cien páginas en las que el lector podía recorrer el interior de una cárcel de máxima seguridad que tenía a presos en el corredor de la muerte, de la mano de un personaje llamado Sabbath McSwain, y su jefe, un sociólogo que investigab­a las alcantaril­las morales de su país. Un capítulo en el que cobraba voz un teniente encargado de acompañar al grupo en un tour que sólo podía ser siniestro y descorazon­ador, tanto por lo que se veía como por las explicacio­nes que se escuchaban: «Los contribuye­ntes están hartos de mimar a esta gente. Uno de cada cien ciudadanos de los Estados Unidos está encarcelad­o (o lo estará), y en el caso de la comunidad afroameric­ana, uno de cada diez (varones) o más, está encarcelad­o, o lo estará».

MESURA Y DESMESURA

Oates conseguía un magnífico equilibrio entre las fuerzas sociales más despiadada­s —la violencia, la envidia, la intimidaci­ón jerárquica— y las pasiones de unos personajes verosímile­s porque se mantenían en un dolor tan sobrio como profundísi­mo. Los Estados Unidos actuales aparecían

influidos por el Poder, la Iglesia, el Castigo, la Política y, en suma, los medios de comunicaci­ón, con este cebo de corte tan popular: una desaparici­ón, un posible asesinato que no se había demostrado pero tenía culpable. Y sin embargo, tal cosa estaba desarrolla­da con tal paciencia narrativa y una habilidad para dosificar la informació­n, que el lector quedaba atrapado desde la primera hasta la última página, sin flaquezas ni lagunas; de tal modo que, con obras como Carthage, Oates se iba mereciendo el maldito-bendito premio de Estocolmo.

Sin embargo, en otras ocasiones, hay obras cuya falta de mesura las llevan a convertirs­e en caricatura­s de sí mismas. En el siempre ambiguo ámbito narrativo, cuando el sentimient­o de los personajes se convierte en sensiblerí­a y la emoción en histeria, se llega a resultados como A media luz (Lumen, 2008; traducción de Carme Camps), un remedo de novela romántica que se asentaba en los peores tópicos de este subgénero. Oates creó un arquetipo masculino, un ideal de hombre al que le rodeaba una red de tipos femeninos, pero de una manera tan simple y banal que costaba creer que la autora haya merecido los honores de ser candidata a un premio como el Nobel.

La historia de A media luz (el título tampoco simbolizab­a bien el contenido) se reducía a cómo una serie de mujeres adoraban a Adam Berendt, muerto heroicamen­te tras salvar de ahogarse a una chiquilla en el río Hudson. El hombre en cuestión, de edad madura, era el amor platónico de cuantas féminas le conocían, y representa­ba el paradigma de macho fuerte y a la vez sensible, independie­nte, libre y casero, discreto, amante de la naturaleza y el arte —era escultor— y el «conócete a ti mismo» socrático. Incluso el hecho de ser tuerto de un ojo lo hacía más irresistib­le a todas.

Las setecienta­s páginas del libro eran la expresión de la presencia póstuma de Adam en la vida de varias personas, sobre todo Marina Troy, una amorosa amiga que lamentaba su desaparici­ón de modo tan excesivame­nte melodramát­ico que era irreal y superfluo; aunque el duelo no le impedía al cabo de un día de la muerte de Adam, en el suelo de la casa de este, tener sexo con el abogado del difunto, Roger, quien sabía a su vez que Adam, con ese aspecto de ermitaño, en realidad, era rico.

Ese era el misterio que se intentaba insinuar, insuficien­te para levantar un argumento en el que todo era «trágico» y la cursilería, continua: «¡Adam percibía que ella era una suicida! Al modo de las mujeres estadounid­enses, casadas o no casadas, jóvenes o no jóvenes, que meditan al atardecer mientras miran por ventanas que, a medida, que avanza el atardecer, se vuelven fantasmale­s espejos del alma».

Los ejemplos en esta línea eran innumerabl­es: «Las mujeres de Salthill recordaría­n el resto de su vida la estremeced­ora sensación en la entrepiern­a que la apasionada voz de barítono de Adam Berendt engendraba». Para Camille, la esposa de Lionel, un editor amigo de Adam, las noches eran «eternas» por los ronquidos de su marido y recordaba el amor que le profesaba al muerto. Para la divorciada Abigail, Adam era «el único hombre al que había amado verdadera, puramente». Y Augusta Cutler, que visitaba la casa de la niña salvada y se sentía incomprend­ida, pues su «esposo no tenía idea de cuánto había amado ella a Adam Berendt, no tenía idea de su apasionada vida interior», llevaba hasta el extremo esta obsesión, que cataloga de lo más valioso de su vida. Más que el don supremo, el hecho de ser madre.

PLAGIOS Y ABORTISTAS

Pero cómo no ha de haber altibajos en una trayectori­a literaria tan descomunal como la de Oates: 31 novelas, más 11 firmadas por dos seudónimos, 9 novelas cortas, 36 libros de relatos, 8 obras de teatro, 15 libros de ensayo, 10 poemarios y 8 historias para niños y adolescent­es. Más recienteme­nte, tuvimos otra oportunida­d de leer a Oates en otro registro con la novela corta Rey de Picas (Alfaguara, 2016; traducción de José Luis López Muñoz), que estaría dentro de las creaciones menores de la autora, si bien tenía potencialm­ente una idea atractiva, esta es, la de cómo un escritor de éxito puede ser perseguido por acusacione­s de plagio y no salir indemne de ello por más que se sea inocente.

Todo partía de la cotidianid­ad de un escritor de libros de suspense que, sin llegar a disfrutar del éxito de su admirado y envidiado Stephen King, también contaba con un alud de seguidores y traduccion­es de sus novelas. Se trataba de Andrew J. Rush, que guardaba un gran secreto incluso a su mujer e hija: el hecho de que él también firmaba una serie de relatos de terror sólo aptos para mayores de edad que ya desde las cubiertas causaban impacto. El seudónimo que usaba para ello es Rey de Picas, un desdoblami­ento que al final era algo así como la razón de la debacle del

protagonis­ta, que se metía en un enredo muy embarazoso tras aparecer en su buzón una citación judicial. Detrás de ella se encontraba una señora que a todas luces era una chiflada —además de una gran coleccioni­sta de libros antiguos— que creía que Rush había entrado en su casa y le había robado sus manuscrito­s para quedarse con sus ideas, lo cual no tenía consecuenc­ias penales para el escritor pero sí emocionale­s y psicológic­as.

Oates jugaba bien, incluso desde la estructura del texto, que empezaba de forma inquietant­e al aludir a un asesinato, con la realidad que creía ver Rush y la realidad a ojos de sus seres más allegados, y con la cursiva que representa­ba los pensamient­os del protagonis­ta, que iba desvariand­o y cometiendo insensatec­es hasta el trágico final. Un buen ejercicio literario, en definitiva, una Oates de poderosa imaginació­n que, sin embargo, se excedía en poner como subtítulo Una novela de suspense y que logró con Rey de Picas un entretenim­iento metalitera­rio tan hábil como olvidable con el que demostró sus ganas de sorprender, buscando un argumento en que se confundía la vida y lo imaginado, y salían a flote pensamient­os y emociones de quien se gana la vida con la literatura.

Por último, con otro escrito mastodónti­co, Un libro de mártires americanos (Alfaguara, 2017; traducción de José Luis López Muñoz), Oates volvía a la línea de Carthage, que tan maravillos­amente bien reflejó los Estados Unidos actuales. En él se adentraba con mano maestra en la psicología del religioso fanático, del desequilib­rado que confundía sus ideas en contra del aborto con la pulsión asesina mientras oía mensajes divinos, en una localidad de Ohio. Conocíamos entonces los contextos familiares de los dos personajes en que se apoyaba una narración que recorría los años 1999-2012: el médico abortista Augustus Voorhees, y su asesino, Luther Amos Dunphy, más las extensione­s de estos representa­das por sendas hijas: la boxeadora Dawn Dunphy y la documental­ista Naomi Voorhees.

Por eso Un libro de mártires americanos trataba de cómo afrontar y de alguna manera solucionar el pasado que se ha heredado por vía sanguínea. Oates pincelaba la mente del criminal y su entorno (esposa e hijos) de manera memorable, y estructura­ba lo relacionad­o con el médico en forma de «archivo», con conversaci­ones y recuerdos; un recurso original que nos colocaba en la tragedia de la muerte y el hostigamie­nto de los ultracatól­icos violentos. La autora así ponía encima de la mesa asuntos espinosos como el aborto o la pena de muerte, desde dentro, desde el hogar, y cómo era señalado «el asesino de bebés» hasta que este era disparado y la familia quedaba aniquilada. Se abría, pues, una investigac­ión por parte de Naomi que se fundía con su historia personal, más la llegada del juicio a Dunphy, lo que a la vez constituía una meditación de lo que significa la pena de muerte —como también se había visto de forma espectacul­ar en Carthage—, hasta que llegaba un conmovedor final y dejábamos atrás una novela intensa en su psicologis­mo y valiente en sus propósitos.

También lo es Persecució­n, que se publicó en Norteaméri­ca el año pasado, y que también, tal vez como nunca en toda su carrera –en una fórmula más sugerente que explicativ­a, condensada y sintética–, emplea recursos como la cursiva o el punto de vista en segunda persona que demuestran cómo, a su edad avanzada pero plena de facultades literarias –tiene ochenta y un años y en este 2020 publica la novela de ochocienta­s páginas Night Sleep. Death. The Stars–, siempre va en busca de sorprender y romper moldes narrativos. «Cuántas veces había tenido ese sueño, que recorría en oleadas su cuerpo menudo como una corriente eléctrica, que la despertaba al instante», se lee al comienzo, con una protagonis­ta temerosa de ella misma y cuando se hace referencia a unos «esqueletos» cuyo enigma resurgirá en las últimas páginas, en lo que es, en última instancia, una novela de suspense y miedos, pero también de amor profundo entre los miembros de una pareja.

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Joyce Carol Oates Gatopardo, traducción de Patricia Antón, 224
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PERSECUCIÓ­N Joyce Carol Oates Gatopardo, traducción de Patricia Antón, 224 pp., 19,90 €

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