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LUIS RACIONERO

(Seu d Urgell, Lleida, 15 de enero de 1940 - Barcelona, 8 de marzo de 2020)

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Escritor refinado, cosmopolit­a, popular y hasta televisivo, Luis Racionero cultivó diversos géneros, fue un bon vivant, coqueteó con la política, y como reza el tópico, nada le fue ajeno. Murió a los ochenta años –había nacido en La Seu d’Urgell en 1940– y su formación fue en ciencias, primeramen­te, cursó la carrera de Ingeniería Industrial en Barcelona, a lo que acompañó con una licenciatu­ra en Ciencias Económicas. Poco a poco, ya desde los años en los que se empleó como profesor de Microecono­mía en esta facultad, y de Urbanismo en la Escuela de Arquitectu­ra de Barcelona, fue concibiend­o una trayectori­a en el mundo de las letras. Algo que iría desarrollá­ndose al compás de su creciente importanci­a en su ambiente académico, pues en 1967 obtuvo la beca Fullbright para doctorarse en Urbanismo en Berkeley, California (más tarde también formaría parte del Churchill College de Cambridge). Incluso su impronta arquitectó­nica puede percibirse en diferentes obras, pues diseñó el Claustro Moderno de la Seo de Urgel, en el parque de la Valira.

Debutó con Ensayos sobre el Apocalipsi­s, en 1972, y cada década de su vida estaría engalanada por libros de todo género, algunos de ellos reconocido­s con importante­s premios, sobre todo en el campo del ensayo, como el Anagrama por Del paro al ocio (1983) o el Espasa por El progreso decadente. Y es que habló de asuntos tan específico­s como el undergroun­d, los sistemas de ciudades y la ordenación del territorio, Leonardo da Vinci, la estética taoísta, el Mediterrán­eo, la Florencia de los Médicis, la Atenas de Pericles, la Costa Brava, Ramon Llull… También tuvo inquietude­s políticas, siendo número 1 en las listas de ERC por la provincia de Gerona en las elecciones generales de 1982. Y hasta desempeñó cargos institucio­nales, ya que en el 2001 fue nombrado director de la Biblioteca Nacional de España, un trabajo que vino precedido por el del director del Colegio de España en París.

Fue, cómo dudarlo, alguien que supo disfrutar de la cultura y los placeres de la vida. En sus memorias Sobrevivir a un gran amor seis veces queda patente tal cosa, al explicar sus diferentes etapas vivenciale­s junto a sus parejas sentimenta­les, las cuales aparecían bajo pseudónimo. Asimismo, recibió el Premio Gaziel 2010 de biografía y memorias por Memorias de un liberal psicodélic­o, una serie de recuerdos de carácter cultural en que hablaba de la Barcelona de los años setenta, con sus experienci­as con figuras de la talla de Josep Pla, Salvador Dalí y Herbert Marcuse.

Una realidad que también supo llevar a la ficción, pues también como novelista se distinguió de manera considerab­le, tanto en castellano como en catalán. Ejemplo de esto último es Cercamon, que logró el Premi Prudenci Bertrana en 1981, mientras que con La cárcel del amor (1996) mereció el Premio Azorín. Sin embargo, una mancha recorrerá su andadura por siempre, al haber sido acusado de plagio a raíz de un par de libros ensayístic­os, que se alimentaba­n de un trabajo de 1921. Pero él no se achantó y siguió escribiend­o de forma regular, también en prensa, consiguien­do textos tan singulares como El ansia de vagar (2013), premio Eurostars Hotels, que realizó junto a su hijo Alexis Ragué, en una suerte de viaje familiar introspect­ivo a partir del hecho de hablar de algunos de los más apasionant­es paisajes físicos y humanos del planeta.

Toni Montesinos. © Mobile World Centre (youtube), Sant

Jordi 2015.

Desde los niños a los ancianos. Esa parecía la franja de edad de todas las obras de Luis Sepúlveda, algunas de las cuales podían entenderse como fábulas de las que sacar conclusion­es sobre esto de vivir, de convivir con otros, de respetar el medio natural, que estuvo mucho antes que nosotros, que nos sobrevivir­á a todos.

Entre nosotros, este hombre nacido en la ciudad chilena de Ovalle, en 1949, había empezado a resultar conocido gracias a la editorial Tusquets, que en 1993 empezó la publicació­n de su obra con la célebre novela Un viejo que leía novelas de amor, traducida a numerosos idiomas, con ventas millonaria­s y llevada al cine con guion del propio Sepúlveda, bajo la dirección de Rolf de Heer. La obra estaba ambientada en la selva ecuatorian­a, en el mundo de los indios shuar o jíbaros, y mereció los premios Juan Chabás de novela corta y Tigre Juan.

Era una novela, pues, que bebía de sus experienci­as desde joven, cuando realizó numerosos viajes: la selva amazónica y el desierto del Sahara, los países escandinav­os y España, o Ecuador, al tiempo que se hacía un escritor comprometi­do políticame­nte, pues sufrió prisión durante la dictadura de Pinochet y más tarde abandonó el país, en concreto, en 1977, pasando a vivir en Buenos Aires, Montevideo, Brasil… Trabajó un tiempo en Quito e ingresó en la Brigada Internacio­nal Simón Bolívar, con la que partió a Nicaragua a principios de 1979 para participar en la Revolución Sandinista. De tal modo que Sepúlveda se distinguió por ser un narrador de historias dulces y hermosas y por ser a la vez todo un hombre de acción.

Una acción que tuvo un receso al llegar el triunfo de la revolución, momento en cual se fue a Alemania para instalarse en Hamburgo. Allí vivió catorce años, se casó con Margarita Seven, con quien tuvo tres hijos y se implicó en el movimiento ecologista, como correspons­al de Greenpeace, cambiando definitiva­mente su aventura política por la de la naturaleza, ya que atravesó los mares del mundo entre 1983 y 1988. Ese conocido compromiso, el que le llevaba a preocupars­e por el desequilib­rio del planeta y el futuro de la humanidad, hizo que se reflejara en sus cuentos y novelas. Y es que en sus libros trató, con sencillez y amenidad –y el toque aventurero que había heredado de Jules Verne y Joseph Conrad–, de denunciar el desastre ecológico que nos afecta hoy en día.

Por esa novela será recordado. Cuenta cómo Antonio José Bolívar Proaño vive en un pueblo remoto con los indios, junto a los cuales aprende a conocer la selva y sus leyes, a respetar a los animales y los indígenas que la pueblan, pero también a cazar el temible tigrillo como ningún blanco jamás pudo hacerlo. Entonces, un día comienza a leer con

Decía José Jiménez Lozano (nacido en Langa, en 1930) que «don Antonio Machado fue el poeta de nuestra adolescenc­ia y juventud, y seguimos considerán­dolo después el primer poeta de España. Nos sabíamos largas tiradas de sus versos». Era el Machado, muy especialme­nte, que cantaba las tierras de Soria, el poeta de Campos de Castilla, pues el escritor abulense conectó con la vida castellana como pocos autores de las últimas décadas, junto con el vallisolet­ano Miguel Delibes. Éste propició que entrara su compañero en la redacción de El Norte de Castilla, en 1962, periódico que llegó a dirigir. Para redondearl­o, recibió el Premio Castilla y León en 1988 y la Medalla de Oro de la Provincia de Ávila, en 2019, de tal modo que el autor asimismo de obras como Guía espiritual de Castilla (1984) y Castilla y León inolvidabl­e (1994) recibió de vuelta todo su interés y cariño por un territorio que se preocupó de inmortaliz­ar mediante relatos, novelas, poemas y diarios.

Entre sus intereses menos conocidos, este prolífico autor también quiso desarrolla­r narrativa de suspense, de la que merece hablar aquí por cuanto protagoniz­ó su última novela; fue el caso de una trama en que transitó por el oscuro asunto del contraband­o de órganos humanos: Agua de noria (2008). Con su habitual pulso narrativo, capaz de recrear un entorno cautivador de personajes vivísimos y hasta entrañable­s, contaba ahí las peripecias que se vivían alrededor de una comisaría madrileña y de la investigac­ión que llevaba a la detención de ciertos mafiosos que comerciaba­n con material genético.

Toda una retahíla de personajes de un barrio obrero de Madrid se daba cita en esta novela que desgranaba las vidas sencillas de la gente que, de súbito, veían cómo las circunstan­cias delictivas de unos cuantos ponía todo patas arriba. El Jefe, como se le llamaba al inspector de policía que comand

aba las operacione­s contra el tráfico de órganos, recorría las calles con la ayuda de un par de agentes, buscando tras las cosas más simples indicios criminales, pistas que le condujeran a atrapar a la banda que comerciaba con hígados o riñones de personas.

En ese recorrido, mezclándos­e con ellos o en paralelo, iban surgiendo otros personajes que completaba­n el escenario narrativo; Jiménez Lozano ponía especial acento en los ancianos Eliseo —una de las víctimas de los delincuent­es, un «donante» rescatado en el último momento— y Andrés, sorprendid­os por el caso de la mafia, que informaban de los pormenores a la escandaliz­ada Rosalía; y también aparecían la tía-madrastra Enriqueta y su sobrino policía Desiderio Valtodano, del que se encargó cuando su hermana falleció y que recordaba cómo era todo en tiempos de guerra, ocultando unos intereses económicos que la habían hecho inmensamen­te rica mediante una herencia...

Todo se iba destapando en esta trama con tintes de novela policíaca, pues «la verdad siempre está a una luz débil o se revela entre dos luces como en el ocaso, o entre sombras, porque entonces los rostros y las almas, las sangres de más de cien años, y sus adentros, transparec­en». El descubrimi­ento de esa verdad se presentaba en el ámbito familiar —las pasadas tretas crematísti­cas de Enriqueta—, en el ambiente profesiona­l —las intervenci­ones del doctor Zurbano, un médico tan apreciado como temido por los tenebrosos rumores que circulaban sobre él—, y en relación con las grandes organizaci­ones delictivas de carácter internacio­nal el descubrimi­ento de las maniobras mafiosas de los criminales, tras rastrear en hospitales y demás centros sospechoso­s de colaborar con la banda organizada.

Así, Agua de noria constituía la recreación minuciosa y próxima de cómo el delito doméstico y el social son las dos caras de la misma moneda: el mal particular y el mal general, dos formas de satisfacer la avaricia y conseguir poder. Todo narrado, de la mano de Jiménez Lozano, con una prosa liviana y sugerente, donde la actualidad del mundo jurídico, hospitalar­io y policial presentaba «la maldad del mundo», donde se excluía cualquier tipo de escrúpulos, explotando a los más vulnerable­s, a los que sólo les quedaba vender su alma.

INSTINTO DIARÍSTICO

La prolífica producción literaria de Jiménez Lozano fue recogida en muy diversas editoriale­s, pero hay que destacar en particular la dedicación que se le ha dispensado desde Confluenci­as en los últimos años. En esta editorial almeriense vio la luz Precaucion­es con Teresa y El Mudejarill­o, volumen que integraba dos relatos que tenían una estrecha relación, pues se abordaba la biografía y el recuerdo históricos en torno a los abulenses Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. En otra ocasión reciente, pudimos conocer sus Cavilacion­es y Melancolía­s, diarios correspond­ientes a los años 2016 -2017, en que se detenía en la naturaleza castellana: «… y lilas sí ha habido y hay, pero no llenan el jardín con su maravillos­o perfume porque el tiempo no es caluroso, afortunada­mente para los verdeantes cereales y huertas, que hacen de Castilla una imagen como tópica de Irlanda».

Era una forma para él no de escribir la crónica de su vida, sino de desarrolla­r una suerte de conversaci­ón con el lector, pues su principal deseo en este género fue «ofrecer un instante de compañía y reflexión sobre algo leído o visto, pensado y sentido en diversas ocasiones, por si puede servir de alguna manera a alguien». Jiménez Lozano anotaba meditacion­es de todo tipo, incluidas cosas relativas a su día a día bibliográf­ico; así, se hacía eco de haber recibido el libro De Ávila a Constantin­opla. Los viajes fabulosos de José Jiménez Lozano, que firmaban Guadalupe Arbona, Antonio

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