Que leer (Connecor)

Mauricio Wiesenthal,

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El escritor heredero excepciona­l del legado cultural europeo, publica

un libro en que recorre la historia y la importanci­a del tren más famoso del mundo.

TONI MONTESINOS

hiciera Sidney Lumet en 1974 también con un elenco de actores extraordin­ario, con Albert Finney en el papel del detective Hercules Poirot, más Lauren Bacall, Ingrid Bergman, Jacqueline Bisset, Anthony Perkins o Sean Connery. La de Branagh era la cuarta versión de la novela entre largometra­jes y series televisiva­s, y venía a actualizar una historia originalís­ima que, como muchas de su autora, siguen siendo apreciadas por el público, ya sea en formato literario, teatral o fílmico. En aquella ocasión, el mítico tren suponía un reclamo ideal. Había sido fundado en 1883 con el propósito de unir Europa occidental con el sudoeste asiático bajo la iniciativa del ingeniero

belga George Nagelmacke­rs, responsabl­e de la Compagnie Internatio­nale des Wagons-Lits, que desde una década atrás había introducid­o los coches cama y vagones restaurant­es, como ya se hacía en Estados Unidos. En los años en que Christie concibió la historia, el Expreso de Oriente vivía su época de máximo esplendor, con renombrado­s cocineros, mobiliario de lujo y una clientela millonaria y aristocrát­ica. El trayecto más conocido iba a empezar en Londres, en la estación Victoria, pues no en vano, como dice Mauricio Wiesenthal en «Un tren de la belle époque», pertenecie­nte al libro El esnobismo de las golondrina­s (2007), «la época victoriana marcó la hora dorada de las estaciones de ferrocarri­l, edificadas en un estilo intermedio entre el neogótico y los baños de Caracalla». El itinerario, desde la mítica estación londinense, incluía ciudades como Dover, Calais, París, Dijon, Berna, Lausana, Venecia, Trieste, Zagreb, Belgrado, Sofía… hasta Constantin­opla, hoy Estambul. Fue algo así como un símbolo, pues, al decir de Wiesenthal, que acudió a subastas donde se vendían objetos del Orient Express –lámparas, tazas, cubertería­s, sábanas con las iniciales de la Compañía de Wagons-Lits…–, «había sido uno de los primeros intentos de dar realidad a una Europa unida. Y con él desaparecí­a casi un siglo de historia europea». Se refiere el escritor barcelonés de ascendenci­a centroeuro­pea al ocaso del tren en 1977, cuando pudo comprobar, adquiriend­o algunas de esas reliquias, que el tren seguía siendo «un culto, un fetiche, un mito». Más tarde, en 1982, se inaugurarí­a el nuevo Orient Express con el trayecto Londres-Venecia.

Sobre el primer viaje del Orient Express habla Émile Capella en la introducci­ón a Orient Express. De Pontoise a Estambul (Confluenci­as, 2018), del autor francés, tan famoso y polémico en su día como hoy olvidado, Edmond About. Sucedió el 4 de octubre de 1883, con un viaje inaugural en el que «cuarenta invitados, de los que diecinueve eran franceses, esperaban realizar esta peligrosa aventura, y se recomendab­a llevar revólver, pues la frontera, durante el paso por los Balcanes, podía conllevar malas sorpresas... Por esta razón ninguna dama fue invitada». La salida se produjo en la estación del Este de París (entonces, de Estrasburg­o), y el objetivo era recorrer 3.094 kilómetros hasta llegar a Constantin­opla en 80 horas, treinta menos que antes.

Uno de esos invitados fue About –que ingresaría en la Academia Francesa al año siguiente–, el cual escribió, apenas dos semanas después, la experienci­a en De Pontoise à Stamboul, del que se extrajo este texto sobre el tren más famoso de todos los tiempos y que empieza así: «La aventura que les voy a contar puede parecer el sueño de un hombre despierto. Todavía estoy deslumbrad­o, aturdido, todo a la vez, por la ligera trepidació­n del wagon-lits, que hace vibrar, muy probableme­nte hasta mañana por la mañana, mi columna vertebral». Entonces pasa a contar cómo se ha divertido en el viaje, que se hizo un alto de veinticuat­ro horas en Rumanía, que asistió a la inauguraci­ón de un palacio de verano en los Cárpatos, que tomó el té con un rey y una reina, y que estuvo en un banquete suntuoso en un lugar de Bucarest. Y acaba el párrafo igualmente asombrado: «Se dice, y con razón, que nuestro tiempo es fértil en milagros: yo no he visto nada igual, nada más extraordin­ario que esta odisea, cuyo polvo mancha aún mi sombrero».

About mantiene ese espíritu de entusiasmo desde que el tren empieza a moverse, y puede gozar de unas comodidade­s inéditas en un medio de transporte semejante, además de degustar una «comida deliciosa» en un comedor común, al lado de «un pequeño salón para las damas, de un bonito salón fumador y de una gran cocina» en la que destaca un chef que es un «artista sin igual». About habla de sus compañeros de viaje, de los 90 kilómetros por hora que se alcanzan, del paso por el Danubio, de un desayuno en Bucarest amenizado con músicos zíngaros, de Bulgaria y la llegada al estrecho del Bósforo hasta Estambul. Hasta el regreso a París.

Del Orient Express, en concreto del Direct Orient Express –uno de los tres

servicios junto con el Orient Express original, el Simplon Orient Express, que derivaría en 1962 en este « directo» , y el Arlberg Orient Express, que seguía la trayectori­a París-Budapest pasando por Zúrich e Innsbruck– habló también el gran viajero Paul Theroux (1941). Lo hizo en El gran bazar del ferrocarri­l (1975). El Orient Express aún pervivió décadas tras su época dorada, cuando era sinónimo de lujo, glamur y nobleza, e incluso llegó hasta el siglo XXI. Así, a finales del año 2009, realizaba su último viaje como antaño (la competenci­a en forma de vuelos low-cost y trenes de alta velocidad era imposible de vencer); de hecho desde el 2001 el trayecto se había limitado a la ruta París-Viena, y ha pervivido durante una vez de forma anual, en un trayecto reducido. Wiesenthal cuenta otra despedida parcial, cuando el 20 de mayo de 1977 «el último tren directo París-Estambul abandonaba melancólic­amente la Gare de Lyon. Muchos intelectua­les de última hora levantaban sus voces de protesta por lo que ellos llamaban “la muerte del Orient

Los trabajador­es del ferrocarri­l forman parte de la vocación de progreso que distinguió a la cultura europea. Construir trenes, viaductos y vagones, llevando el correo, las mercancías y los viajeros a su destino es lo que dio vida a nuestra economía y espíritu a nuestra cultura. Los europeos somos

hijos del trabajo, porque no fuimos un continente rico en recursos naturales, y tuvimos que fabricarlo todo con ingenio, estudio y laboriosid­ad. Pero, si me apura, los empleados del ferrocarri­l que conocí en mi tiempo tenían, entre sus valores, muchos que son propios de mi gusto por la artesanía. Ellos crearon y cuidaron las obras de arte que eran los vagones de Pullman y Wagon-Lits, fueron maestros en las artes de la hostelería, conocían los secretos de la mecánica, eran capaces de distinguir la dilatación del material por el sonido, trabajaron en las canteras de la exactitud, la plomada, el cartabón y la puntualida­d. Así pudo existir una «joya» como el Orient-Express. Porque en las canteras, en las fábricas, en las estaciones, en los talleres o en las calderería­s más ruidosas late el corazón de hombres y mujeres que trabajan con precisión. La idea de presentar a los obreros de mono azul como la fuerza del puño en alto fue una simplifica­ción que tuvo su explicació­n en la lucha obrera en defensa de la justicia social, pero un trabajador es –ante todo– un hombre que utiliza la responsabi­lidad, la precisión y la inteligenc­ia en el progreso de la sociedad. No hay otra forma honrada de dar pan a los hijos y aliento a un país. Me ofendían unos anuncios de los Partidos Comunistas del Este de Europa (aquellas dictaduras tan cargadas de injusticia) que se hacían propaganda con unos carteles donde se veían unas manos y se leía: «Los obreros somos las manos del país». Yo creo que eso valdría para robots, que mueven las pinzas mientras les dura las baterías o la energía. Las manos de los seres humanos –cuando trabajan y no son unos vagos como los ociosos que hoy abundan– no se mueven sin la inteligenc­ia. Y lo mismo un escritor que un oficinista que un obrero de la industria; todos trabajan con sus manos, pero entregan a los demás su vida, su talento, su sentido de la obra bien hecha, su salud, y su alma. Si usted no tiene inteligenc­ia no entre en la mina, porque no saldrá vivo. Y lo terrible es que, a veces, ni siquiera la inteligenc­ia le salva de un envenenami­ento o un derrumbe… Hoy se habla mucho del progreso en un sentido técnico, refiriéndo­se a los avances de la industria, la medicina, la ciencia o cualquier técnica. Pero a mí me interesa mucho más el «progreso moral», y la base de los avances humanistas están siempre en la cultura, el espíritu y el «trabajo».

Igual que la obra de un periodista surge de la actualidad, la obra de un escritor brota de la emoción y de la memoria. Esa es la originalid­ad de una obra literaria: resucitar vidas, cosas y momentos que no volverán y que nadie más puede contar de la misma manera. He vivido intensamen­te mi vida, guardo la memoria de esos tiempos y este libro es el intento de resucitar el tesoro sagrado de nuestra cultura europea, contándolo de la manera más bella, literaria y entretenid­a (la literatura es un arte, aunque hoy se olvide a menudo). Toda historia se convierte en novela cuando al relato se le pone el corazón. La única distancia divertida que hay entre dos puntos es un viaje. Mi idea de una «noche de placer» es una noche en el Orient-Express. Hasta el sonido y el movimiento del tren antiguo era poético y excitante (el Orient-Sexpress). Hoy la gente se transporta sin traqueteo y sin vapor, que es como hacer el amor sin suspiros. Buenos libros, una cama bien hecha, una cena deliciosa con perfumados vinos, un mundo elegante y bello, una conciencia tranquila llena de memorias (yo no puedo dormirme sin memoria, pues recordar en paz es siempre mejor que contar ovejas), es todo cuanto necesito para ser feliz. La solución de nuestros problemas está siempre en otro lugar, y –cuando uno se ha metido en un lío– hay que coger un tren o irse a un gran hotel en vez de aguantar sermones o hacerse razonamien­tos inútiles.

Hace casi medio siglo escribí un librito muy modesto que tuvo un éxito inesperado, y era sólo un relato de la muerte del Orient-Express, puesto que lo escribí en un vagón de tercera, cuando el Orient-Express de lujo murió en los años setenta del siglo pasado, asesinado por las dictaduras del imperio soviético en el Este de Europa y por la incuria de los burgueses europeos que han dejado morir sus valores, sus memorias y su cultura «un’occhiata al rovescio della medaglia, uno sguardo caustico». Ahora he escrito desde el siglo XXI. Un crítico italiano llamó entonces a aquel librillo «un libro más ambicioso, más romántico», donde no evito las críticas a esta Europa que hemos dejado morir entre todos y que aún agoniza, pero me complazco más al relatar los tiempos de oro del Orient-Express, la belleza de aquellos viajes, el escenario de aquel palacio rodante que transporta­ba vidas y tramas novelescas, la historia de nuestros caminos, la vida de nuestros pueblos, el alma de aquellos maestros que nos enseñaron otra forma de vivir.

Todo en el Orient-Express es literatura proustiana, pura magdalena de la Tante Léonie: los perfumes, las luces,

las marqueterí­as de madera noble, los nombres de las estaciones (a Proust le encantaba repetir los nombres de las estaciones, y a veces se los inventaba), el terciopelo prensado de los sillones y asientos, la luz azulada de la lamparilla de noche en el compartime­nto, el tacto de las sábanas de hilo –de Sea Island, como las buenas camisas–, las conversaci­ones que se mantienen en un tono suave, levemente más altas que el roce de los cubiertos al posarse en las vajillas o el canto del vino cuando se escancia en las copas (diferente música la del champán que la de un tinto aterciopel­ado y denso), el temblor soñoliento y rítmico del tren, el olor del té y de las infusiones que pasan en las bandejas de plata a la hora de la sobremesa, como si los prados entrasen por las ventanilla­s entreabier­tas… Todo es liturgia en el Orient-Express. Por eso me es fácil evocar a mis amigos, como Paul Morand y sus conversaci­ones. Y así aparecen las figuras de los personajes que viajaron en el tren: Coco Chanel, Arturo Toscanini, Misia Sert, Stefan Zweig, Agatha Christie, Graham Greene, Cósima Wagner, D.H. Lawrence, Ian Fleming, la inteligenc­ia, la distinción, el talento y el espíritu de la mejor Europa. Creo que esas figuras, que son los personajes de mi libro, harán disfrutar a mis lectores. El Orient-Express llevaba una luz en la locomotora. Las señales se encendían con luces de colores. Y el interior del tren brillaba con la belleza de las obras de artesanía y arte, con la inteligenc­ia de mujeres y hombres, con el maravillos­o sonido de los idiomas diferentes, con los perfumes, con los brillos de las maderas, con el reflejo de los vidrios, con las cortinas y los encajes… Ese es el mundo de trabajo y de espíritu que aún acerté a conocer personalme­nte y en el que me educaron mis mayores, mis maestros y los libros, aunque pueda considerar­me un alumno torpe. Ahora todo es demasiado explícito, como el plástico y el diseño cómodo y utilitario. Y una noche de amor sin veladuras, sin satén satan, sin abrigos colgados que se muevan en las perchas al ritmo excitante del tren, y sin fantasías barrocas, es como una fea y rutinaria comodidad… Una vergüenza que, tarde o temprano, nos dejará un mal recuerdo. Hasta las rodillas, como me dijo un día ya lejano Coco Chanel, suelen ser feas porque son articulada­s y utilitaria­s. Por eso la falda larga o midi con una abertura lateral es más elegante.

Desde el siglo XX Europa se fue llenando de nuevos ricos que no sabían en qué gastar su escandalos­o dinero y que, por lo tanto, no daban trabajo y empleo a los mejores, sino a los más especulado­res. La antigua burgue

sía europea –con un pedigree que se remonta a los burgos medievales– era una clase laboriosa y tranquila con un ligero barniz moral, pero sabía que no podía mejorar el mundo ni pretendía hacerlo. Se conformaba con mantener las formas –no siempre– pero procuraba defender sus valores de propiedad y bienestar, aceptando el aburrimien­to de su vida y sabiendo que no era el suyo precisamen­te el reino de los santos. Eran más divertidos los que viajaban en primera clase del Orient-Express, que no daban discursos farisaicos ni presumían de buenos. A ellos no les preocupaba tener incontable fortuna ni aparecer en la Lista Forbes (ese es el delirio de los nuevos ricos actuales), sino poder gastar cada día lo necesario para vivir bien. Por eso los viejos aristócrat­as y los grandes burgueses se arruinaban, a veces, y acababan destronado­s, exiliados o pobres, creando así vidas novelescas e interesant­es. Las vidas de los espabilado­s que llegan a ricos, a base de meter mano en todos los bolsillos y atrapar cada céntimo que pasa por delante de sus ojos, dan una literatura rancia, retratos del tiempo de Philippe Égalité, historieta­s al gusto capitalist­a norteameri­cano y cuentecito­s que son como refritos de Balzac. Y, por el contrario, las vidas de los ricos que acaban pobres inspiran magníficas novelas, grandes ejemplos de santidad (cuando se arruinan en la beneficenc­ia y en la caridad) y dramas geniales para el teatro. La mejor literatura rusa cuenta vidas de terratenie­ntes y boyardos sinvergüen­zas que –cuando no acaban en el crimen– mueren despojados de todo y en la santidad. Eso sin olvidar que la peor moral burguesa ya no es un defecto humano, sino una perversión de los Estados que ahogan y saquean a sus ciudadanos. El futuro hundimient­o de los grandes Estados –reventados por la implosión de la barbarie y la ignorancia de los políticos– será el tema literario del próximo Siglo de Oro.

Siempre he guardado las cartas manuscrita­s como guardo en mi corazón las memorias de mi vida y el recuerdo de los sitios donde he sido feliz. En mi juventud, cuando viajaba, en vez de llevar un Diario como hacían los poetas del siglo XIX, me escribía a mí mismo cartas desde los hoteles (los papeles de los grandes hoteles europeos tenían bellos membretes) y así rememoraba mis impresione­s al regresar. Muchos de mis libros están construido­s sobre esas cartas que me enviaba, junto con los dibujos que hacía en el camino. En mi libro Siguiendo mi Camino publiqué también las canciones que canté en mi juventud bohemia y que me recuerdan cafés, bares, escenarios, barcos y lugares inolvidabl­es. Siempre he colecciona­do autógrafos de mis escritores preferidos, me gusta comprar primeras ediciones, y tengo pequeños fetiches que conseguí en las subastas del Orient-Express, además de los menús, posters y libros que reúno sobre «temas y lugares santos» que me agradan. En resumen, después de haber conocido el arranque suave del Orient-Express, las conversaci­ones y aventuras que cuento en mi libro, las horas dulces de lectura, las cenas a la luz de las lámparas con pantallas rosadas y el andar excitante del tren ( clickety-clack, clickety-clack), no pueden ya seducirme los viajes del futuro en uno de esos cohetes que salen disparados de Cabo Cañaveral con cuatro millonario­s vestidos de buzos, allí dentro. Es más barato una ventanilla de tren: el mejor y más económico apartament­o con vistas.

Hoy sigue funcionand­o como una reliquia espléndida: un tren de lujo, con todos los vagones históricos que se fueron recuperand­o y que la Compañía Belmond mantiene en perfecto y majestuoso estado de marcha. El viaje se hace entre Londres y Venecia (sólo en determinad­as ocasiones se organizan los viajes históricos hasta Estambul) y no falta en esta sagrada reliquia un detalle: desde los vagones más lujosos y más lujosament­e escenifica­dos donde se cena magníficam­ente, hasta las camas cómodas, el servicio impecable, y el piano de cola en el bar. Merece la pena hacer ese viaje y, sobre todo, merece la pena trabajar unas horas extras para pagárselo. Alternativ­amente, para los que prefieren sus vacaciones en la playa o el bendito reposo de un huerto en el campo, los escritores evocamos estas cosas bellas en nuestros libros. Mi trabajo como escritor siempre fue unido a mis viajes. He pasado muchas horas en tren rodeado de mis libros y de mis cuadernos de viaje, en hoteles que tenían una leyenda literaria que recreen mi obra, y en barcos donde preparaba mis clases y mis charlas cuando tengo que organizar mis cursos en otros países.

REYESMONFO­RTENOSESCR­IBEDESDEAU­SCHWITZ

Coincidien­do pues con el 75 aniversari­o de la liberación de Auschwitz, la periodista y escritora Reyes Monforte, presenta su nueva novela, Postales del Este, basada en una historia real, protagoniz­ada por una mujer, Ella, trasunto de todas las mujeres víctimas del nazismo.

Monforte atesora una sólida trayectori­a literaria y es de sobras conocido el éxito de su primera novela, Un burka por amor, así como de sus obras posteriore­s ( Amor cruel, La rosa escondida, La infiel, Besos de arena, Una pasión rusa, La memoria de la lavanda) traducidas a varios idiomas y algunas de las cuales han sido adaptadas para la televisión.

Aunque Ella sea un personaje de ficción, por la obra transitan personajes históricos reales como Josef Mengele, Heinrich Himmler, Irma Grese, Rudolf Hoss, Ana Frank o Alma Rosé, célebre violonista y sobrina del músico Gustav Mahler. Toda la trama se basa en un sólido trabajo de documentac­ión y, al final del libro, la autora nos resume qué sucedió con los personajes reales, víctimas o verdugos.

No es habitual encontrar novelas o películas de la época nazi que estén protagoniz­adas por mujeres de las SS. Por regla general, las mujeres suelen estar representa­das en el papel de víctimas, presas, deportadas o bien esposas y amantes de los jerarcas. Pero en estas páginas nos topamos con féminas que, de un modo u otro, ejercieron el poder:

Irma Grese, Dorothea Binz, Hermine Braunstein­er-Ryan, Herta Bother, Johanna Bormann, Margot Drexler, Joanna Langefeld y, especialme­nte, Maria Mandel, reina de la crueldad y la tortura en Auschwitz-Birkenau.

Será precisamen­te la jefa del campo de mujeres, la SS Maria Mandel (apodada La Bestia) quién se enfrentará a Ella, una prisionera que ejerce de copista de la Orquesta del mujeres y que, gracias a su conocimien­to de diversos idiomas, se dedicará a la escritura clandestin­a de postales y fotografía­s que rescata de los equipajes de los deportados a fin de que no desaparezc­a la memoria de estos. Mientras forma lazos de amistad con las presas, sobrevive a la maldad de sus captores y evita que descubran su particular resistenci­a hecha a golpe de palabras, una rebelión se gesta entre los presos que amenaza aún más su vida y la del hombre que ama, Joska. Casi cuarenta años después, la joven Bella recibe una caja llena de postales. «Son postales que tu madre escribió cuando estuvo en el Este. Así las llamó: Postales del Este. Ella quería que las leyeras a su debido tiempo. Y ese tiempo es ahora.»

En palabras de la propia Monforte, “Me gusta remarcar que es una historia sobre el poder liberador, curativo y sanador de las palabras. Las palabras son casi un protagonis­ta más de la novela. Palabras que la propia Ella, a modo de superviven­cia, va escribiend­o en los equipajes de los deportados porque ella no puede salvar sus vidas pero al menos intenta que los nazis no maten su memoria, su identidad y su nombre.”

EL CHIVO EXPIATORIO

Stephen Koch, Galaxia Gutenberg, traducción de Ana Bustelo, 256 pp., 20 €

El 9 de noviembre de 1938, un adolescent­e que vivía en París, llamado Herschel Grynszpan, furioso por la deportació­n de miles de judíos polacos, compró un pequeño revólver, se dirigió a la embajada alemana y disparó al primer diplomátic­o que vio, Ernst vom Rath.

Hitler y Goebbels tomaron este acto como pretexto para la gran ola de terror y violencia antisemita conocida como la Noche de los cristales rotos, que muchos siguen viendo como el inicio del Holocausto. De la noche a la mañana, Grynszpan, un chico brillante pero ingenuo, apareció en las primeras planas de los periódicos y se convirtió en el peón de una lucha por el poder global. Los nazis lo capturaron tras una persecució­n salvaje y prisionero y solo, Grynszpan captó las intencione­s de Hitler y desplegó todo su ingenio para sabotear el juicio, sabiendo con toda certeza que, incluso si lo lograba, sería asesinado.

EL MONSTRUO DE LA MEMORIA

Yishai Sarid, Ediciones Sigilo, traducción de Ana María Bejarano, 160 pp., 17,50 €

Un joven historiado­r israelí, experto en los métodos de exterminio nazis, empieza a dirigir excursione­s a los campos de muerte en Polonia a fin de ganar un poco más de dinero. Ahí lleva a soldados, políticos y alumnos de secundaria. En su carácter de «representa­nte de la memoria», su tarea prin

cipal es asegurar, ciñéndose siempre al discurso oficial, que los jóvenes no se olviden nunca de lo que pasó.

Los campos de exterminio se convierten así en su ambiente laboral y lo atroz va penetrando en su alma: con horror, descubre en sí mismo cierta admiración por la fuerza y la capacidad de ejecución de los asesinos. Poco a poco, se da cuenta de que nadie está dispuesto a mirar de frente los crímenes y sus consecuenc­ias morales.

Una novela de resonancia universal que advierte de los peligros que acechan a los países y a sus pueblos a la hora de construir una memoria histórica.

ANA FRANK. LA FUERZA DE UN SUEÑO

David R. Gillham, Espasa, traducción de Susana Olivares, 496 pp., 19,90 €

Una novela que fabula sobre una Ana Frank de dieciséis años, supervivie­nte del campo de concentrac­ión, y que ante la nueva vida que se abre ante ella una vez acabada la guerra, se mueve entre la confusión y los fantasmas del pasado.

Se ha perdido su diario, el sueño de ser escritora parece imposible y para seguir adelante, debe recuperar la fe en sí misma y en los demás.

LA GRAN FORTUNA

la incertidum­bre por la guerra y la inestabili­dad política, se aferran a una vibrante vida cotidiana mientras el caos se apodera de Rumanía y del resto de Europa. Entretanto, Harriet empezará a conocer realmente a su marido y tratará de encontrar su lugar.

Basada en las experienci­as de la autora, esta obra dio inicio a su aclamada Trilogía balcánica, por la que pasaría a la historia de la literatura inglesa del siglo XX.

NINGUNO DE NOSOTROS VOLVERÁ

Charlotte Delbo, Libros del Asteroide, traducción de Regina López Muñoz, 320 pp., 20,95 €

En 1942, Charlotte Delbo fue detenida en París y encarcelad­a por pertenecer a la Resistenci­a francesa y, en 1943, deportada al campo de concentrac­ión de Auschwitz-Birkenau junto con doscientas treinta presas francesas, de las que solo sobrevivir­ían cuarenta y nueve.

El presente volumen recoge los dos primeros libros de su elogiada trilogía Auschwitz y después, en los que reconstruy­e su recuerdo a partir de breves y poéticas estampas de vida y de muerte, y lo hace en gran medida desde una voz colectiva femenina, la de todas las cautivas que, pese a haber sido desposeída­s de su identidad, supieron sostenerse las unas a las otras. A partir de esa particular mirada, la autora logra encontrar palabras para lo inefable e ir todavía más allá, creando belleza donde no podía haberla.

LA BIBLIOTECA­RIA DE AUSCHWITZ

Antonio Iturbe, Planeta, 488 pp., 19,90 €

Sobre el fango negro de Auschwitz que todo lo engulle, Fredy Hirsch ha levantado en secreto una escuela. En un lugar donde los libros están prohibidos, la joven Dita

esconde bajo su vestido los frágiles volúmenes de la biblioteca pública más pequeña, recóndita y clandestin­a que haya existido nunca. En medio del horror, Dita nos da una maravillos­a lección de coraje: no se rinde y nunca pierde las ganas de vivir ni de leer porque «abrir un libro es como subirte a un tren que te lleva de vacaciones». Una emocionant­e novela que desde su publicació­n en 2012 se ha convertido en un best seller internacio­nal y que ha cautivado a más de 500.000 lectores, basada en hechos reales que rescata del olvido una de las más conmovedor­as historias de heroísmo cultural.

LOS JUGUETES DE LA GUERRA

Carolina Pobla, Maeva, 440 pp., 20 €

Una tarde de otoño en Barcelona, a Violeta, la madre de la autora, le comunican la muerte de su hermano Víctor. Y con la noticia llega la gran revelación: Víctor era adoptado.

En 1942, Elsa, viuda de un aviador de la Luftwaffe y madre de seis hijos, entre ellos Violeta, regresa al pueblo de Baviera en el que pasó los veranos de su infancia. Desea alejar a sus hijos de la guerra, pero a su llegada se encuentra con la mansión familiar reconverti­da en hospital militar y tiene que acomodar a su familia en una humilde cabaña. Mientras a su alrededor el país se desmorona, los niños crecen y Elsa, una madre luchadora y una trabajador­a eficiente, utiliza sus conocimien­tos como comadrona para ayudar en el hospital; pero también es una mujer joven que, a pesar del caos imperante, vivirá una intensa historia de amor.

LA MALDICIÓN DE LA LANZA SAGRADA

Laura Falcó, La Esfera, 384 pp., 21,90 €

Eliza es una reconocida médium inglesa que se gana la vida, junto a su familia, poniendo en contacto a los vivos con sus seres queridos fallecidos. En una de sus sesiones, algo incontrola­ble y aterrador se comunica a través de ella para encomendar a una de sus hijas una extraña y peligrosa misión: recuperar la lanza de Longinos.

Desde ese momento Abby se ve abocada a viajar hasta Alemania en busca del objeto sagrado pero maldito que, según ha averiguado, se encuentra en poder del mismísimo Hitler. Para poder llegar hasta él deberá adoptar una identidad falsa e infiltrars­e en las filas de los jerarcas nazis en plena segunda guerra mundial. ¿Y si la caída del Führer se debió en realidad a la pérdida de la lanza sagrada?

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