FICCIÓN GRAMATICAL NOVELA DE NOVELAS
Es el Corín Tellado de las historias de terror, el Lope de Vega de los relatos de escalofríos. Si un escritor puede ser valorado por el efecto psicológico y sensorial que produce en el lector, Stephen King (Portland, Maine, 1947) habría obtenido el premio Nobel del horror sobrenatural hace mucho tiempo. Su nombre no aparecerá en los manuales de literatura americana ni se le brindarán honores académicos —aunque últimamente ha recibido algún reconocimiento de parte de la crítica, ante la indignación de muchos—, pero su gigantesca obra es una de las más importantes del mundo desde hace décadas: muchos comprarán libros de renombrados autores para sólo poseerlos, por si algún día encuentran el momento de hojearlos, o por la inercia de un interés social; el que compra libros de King lo hace para, llanamente, leerlos.
Un día, de su trayectoria se hará una película: hijo de padre que abandona a la familia, sensibilidad precoz para la ciencia ficción, vida en un remolque de joven y ya casado, alcoholismo y drogadicción hasta casi 1980, un primer e imprevisto éxito con Carrie, un accidente —un coche le atropelló— en 1999 del que arrastra secuelas, ganancias multimillonarias gracias a las adaptaciones de sus novelas: la propia Carrie, Misery, El resplandor, La milla verde... Y es que el cine y el cómic ha sido su gasolina para poner en marcha textos que, aunque parten de las estructuras mentales complejas de un Poe o un Lovecraft, son literatura popular en grado extremo.
Quién no ha tenido cerca algún día una novela de King, desde las más famosas hasta las menos recordadas, como por ejemplo La larga marcha (1979), donde un chico participa en una siniestra carrera que costará la vida a sus cien participantes, salvo al ganador. Quién no ha visto alguna película basada en una de sus historias: de la más sobrenatural, como La zona muerta (1983), hasta la más tierna, por así decirlo, como Cuenta conmigo (1986).
Así, gracias al cine, se popularizaron muchas de sus obras, desde la citada Carrie (1976) hasta la adaptación de la misma novela el año 2013, protagonizada por Julianne Moore, pasando por El
a dar un galardón que antes habían recibido escritores de la talla de Saul Bellow, Philip Roth y Arthur Miller. La polémica estaba servida: ¿los libros de género tenían que ser considerados menores?; ¿la alta cultura no podía convivir con la literatura popular? En vista del número de lectores de los que King disfruta y de la admiración que le profesan muchos colegas narradores de relumbre, se diría que los hechos han dado la razón al autor de Misery.
CRIMEN EN EL PARQUE DE ATRACCIONES
Tanto es así que cada una de sus obras siempre despierta expectación. Y como es imposible abarcarlas todas en un comentario de breves dimensiones, se podría elegir una para remarcar las características extraliterarias, por así decirlo, que siempre marcan cada una de sus creaciones por un motivo u otro. Nos referimos a Joyland (2013), que fue la segunda participación de King en un sello editorial por entonces reciente, Hard Case Crime, que vio la luz en Estados Unidos con tres rasgos remarcables: el hecho de que su portada fuera creación de un insigne ilustrador, Robert McGinnis (1926) —creador de pósteres de películas como Desayuno en Tiffanys, Barbarella o varias de James Bond–; un precio muy asequible; y que se publicase en papel y audiolibro pero no en libro electrónico, un detalle que trascendió en su día hasta hacerse noticia, curiosamente.
Tal cosa era harto curiosa para un pionero como King en internet. Del año 2000 es su experimento con una novela epistolar por entregas, The Plant, inacabada, que dio a la red en formato electrónico y cuya permanencia estaba basada en alcanzar cierto porcentaje de suscripciones. Sin embargo, King, en aquel tiempo, declaró que creció de niño leyendo en papel y que quien quisiera leer Joyland tendría que comprar el libro en el único formato que se ofrecía.
La historia presenta a un escritor veterano recordando un verano muy especial que marcó su paso de la juventud a la madurez. Así, Devin Jones rememora el lejano 1973, su desamor con una chica, Wendy, con la que no logró perder la virginidad y el modo en que entró a trabajar en un parque de atracciones de Carolina del Norte en el que ocurrió un asesinato: un hombre mató a una chica llamada Linda Gray en la oscura Casa Embrujada, dentro de una vagoneta, y desde entonces la leyenda dice que esa atracción está encantada. Como le cuenta al joven la casera que lo hospeda, la señora Shoplaw: «Lo único que sé es que muchos trabajadores de Joyland afirman que se les ha aparecido junto a
la vía, con la misma ropa que llevaba puesta cuando la encontraron: blusa sin mangas y falda azules». El presunto criminal: un hombre con el tatuaje de un pájaro en el dorso de la mano, perilla y gorra de béisbol. Devin se moverá entre feriantes expertos en el negocio y otros compañeros con los que debe entretener a los niños, disfrazado con unas pieles, acalorado hasta el extremo, y averiguará qué pasó, quién y cómo cometió el crimen, a partir de algunas fotografías que le hacen sospechar.
Todo el libro era un homenaje al mundo de las ferias, al hecho de «vender diversión»: «A cambio de los dólares que con tanto esfuerzo han ganado sus clientes, ustedes repartirán alegría», dice Bradley Easterbrook, el dueño de Joyland cuando recibe a sus nuevos trabajadores. Incluso King justifica, en una nota final, el empleo de la jerga que usó para la obra, sacada de un diccionario, y cuya importancia encarna el propio dueño: «Este es un mundo diferente, un mundo que posee sus propias costumbres y su propio lenguaje, que nosotros llamamos simplemente el Habla». Un «habla», todo hay que decirlo, despreciativa, pues consiste en llamar «paletos» a los clientes, por ejemplo.
King acabó de escribir Joyland en agosto del 2012 – Tate Taylor, director de Criadas y señoras, fue el elegido para dirigir su adaptación al cine–, y enseguida continuó trabajando con su habitual constancia. En su mansión de la localidad de Sarasota, en Florida, en la que pasa los inviernos junto a su mujer –el resto del tiempo reside en Bangor, Maine–, la también escritora Tabitha Spruce (tienen tres hijos; Joe King, el segundo, publicó una novela en España, El traje del muerto), se embarcó en un nuevo proyecto. Se trata de Doctor Sueño, secuela de El resplandor y que, según el propio autor, constituyó un retorno al terror más fuerte, el que le hizo célebre hace casi treinta años y aún despierta fascinación y miedo a partes iguales. La obra fue llevada al cine el año pasado, con guion y dirección de Mike Flanagan y Ewan McGregor en el papel protagonista, el de Danny Torrance, un hombre con habilidades psíquicas que lucha contra el trauma infantil, y se desarrollaba varias décadas después de los eventos de la trama original, combinando elementos de la novela de 1977, la que adaptó al celuloide Stanley Kubrick.
VIDA CLAUSTROFÓBICA
Justamente, el pasado 2019 vio la última novela de King, El instituto, que, como todos sus libros, como en toda su inmensa trayectoria –61 novelas, 11 colecciones de cuentos o novelas cortas, 5 libros de no ficción, con trabajos tan curiosos como Faithful: Two Diehard Boston Red Sox Fans Chronicle the Historic 2004 Season (¡ Campeones mundiales al fin!: Cómo los Red Sox lograron ganar la serie del 2004) y 11 guiones–, podría relacionarse una explicación que encontramos en su última obra, que enseguida comentaremos. Así, en una nota final de La sangre manda, King habla de cómo tiene la sensación «de que cada uno de nosotros –desde los reyes y los príncipes del reino hasta los friegaplatos de Waffle House [cadena de restaurantes de comida rápida estadounidense] y las camareras que cambian las sábanas en los moteles de las autopistas– contiene el mundo entero».
El Instituto presentaba la historia de Luke Ellis, un niño con aparentes poderes psíquicos que era reclutado por una oscura organización conocida como «El instituto». Todo empezaba en plena noche, en un barrio tranquilo de Minneapolis donde raptaban a Luke, de doce años, tras haber asesinado a sus padres. Luego, el chaval se despertaba en esa lóbrega institución, de forma inquietante para colmo, en un cuarto que se parecía al suyo, aunque sin ventanas. Pero, claro está, no se encontraba solo allí, pues en habitaciones similares aparecían más niños como Kalisha, Nick, George, Iris y Avery Dixon, que disfrutaban de poderes como la telequinesia o la telepatía, del que el personal del centro se aprovecha sin piedad, a la cabeza de todos ellos la señora Sigsby, la directora. Todo se desarrollaba en un clima de claustrofobia, tan caro al autor, pues como afirmaba uno de estos personajes, Kalisha: «El que entra no sale».
En un momento dado, Luke advertía que las víctimas iban desapareciendo, y este clima paranormal y enigmático lo integraba en una narración fantástica para la cual se había basado en diversas investigaciones reales, para las cuales se ayudó de su fiel colaborador Russ Dorr, al que está dedicado La sangre manda tras su muerte reciente («Te echo de menos, Jefe», dice). En concreto, King y Dorr se interesaron por los experimentos que llevó a cabo Joseph Banks Rhine en la Universidad de Duke en los años setenta, en relación con la telequinesia, y también por los experimentos de la Alemania nacionalsocialista por lo que respecta a la percepción extrasensorial: «Los nazis conocían la fusión nuclear antes que Estados Unidos. Crearon antibióticos que se utilizan todavía hoy. Digamos que más o menos inventaron la ciencia espacial moderna. Y ciertos científicos alemanes realizaron experimentos en percepción extrasensorial con el apoyo entusiasta de Hitler. Descubrieron casi por
casualidad, que grupos de niños con ciertas dotes eran capaces de conseguir que ciertas personas conflictivas (obstáculos para el progreso, podríamos decir) dejaran de ser conflictivas».
De este modo, podíamos conocer cómo King, más allá de hacer volar su imaginación terrorífica, es un autor que busca en la historia y la sociología algunos pilares que levanten sus peripecias novelescas con tanta intensidad como verosimilitud historicista. Así, en esta novela se asomaban asuntos tan llamativos como las investigaciones sobre el FNDC, o factor neurotrófico derivado del cerebro: «Las huellas de Russ están por todas partes en El Instituto, desde las pruebas de FNDC en recién nacidos (sí, real, aunque un poco adaptado a la narración) hasta la forma de crear gas venenoso a partir de productos domésticos (no probéis eso en casa, niños). Él revisó cada línea y cada hecho, ayudándome a avanzar hacia lo que siempre ha sido mi objetivo: presentar lo imposible de manera verosímil», explicaba el escritor.
CUATRO NOVELAS CORTAS
Es esta una excelente definición de cierto tipo de novela, de la que se ha hecho soberano absoluto Stephen “Rey”. Y este arraigo por lo que tenemos cada día delante de nosotros, en la calle, en casa o por medio de la televisión, se vislumbra en La sangre manda, publicado en Estados Unidos este mismo año (el título en inglés es If It Bleeds). Se trata de cuatro relatos en los que el autor, que por cierto publicó un vídeo en YouTube en que aparecía con mascarilla en su casa y se ponía a leer el primer capítulo de la primera historia, volverá a sorprender al lector, tal y como ha conseguido de forma increíble desde su debut en 1974.
Para empezar, tenemos «La sangre manda», que tiene como protagonista a Holly Gibney, que es una de las debilidades del propio King, como dice al final del volumen, después de haberla colocado en obras anteriores: la trilogía «Bill Hodges», compuesta por las novelas Mr. Mercedes, Quien pierde paga y Fin de guardia (publicadas también por parte de Plaza & Janés), y El visitante, cuya adaptación televisiva podemos ver ahora en la plataforma HBO. En la novela corta, conoceremos cómo en enero de 2021, un pequeño sobre dirigido al Detective Ralph Anderson es entregado a sus vecinos, la familia Conrad, ya que los Anderson se encuentran de vacaciones en las Bahamas. En letra grande, el sobre dice: NO REENVIAR. GUARDAR HASTA SU LLEGADA. Cuando por fin abre el sobre, Ralph encuentra una memoria USB titulada La sangre manda. El USB contiene una especie de diario hablado hecho por Holly Gibney, con quien el detective alguna vez compartió un caso que comenzó en Oklahoma y terminó en una cueva en Texas. Ese caso cambió para siempre la manera en que Ralph Anderson interpreta la realidad. Ello conduce a la detective a investigar el brutal atentado en una escuela de Pensilvania, al tiempo que sigue la pista de un conocido periodista de televisión que siempre se persona con mucha audacia en los escenarios que han visto acontecimientos trágicos.
Por otro lado, tenemos «El teléfono del señor Harigan», que nos cuenta la relación entre dos personas de distintas edades: el pequeño Craig, después de lograr dinero gracias a un rascador de lotería, le compra un iPhone a un amigo. Lo que pasa es que, por diversos motivos, el móvil acaba enterrado junto a un cadáver, y no obstante, la comunicación con el aparato seguirá más allá de la tumba de modo realmente escalofriante. En tercer lugar, «La vida de Chuck» tiene un alcance reflexivo, mediante la vida de un hombre de negocios que está contada al revés y está dividida en tres actos, desde el final de su existencia hasta sus inicios. Por último, «La rata», presenta la situación de un escritor desesperado, llamado Drew Larson, que se va a una pequeña cabaña para escribir su nueva novela. Sin embargo, la soledad que buscaba no es tal, dado que recibirá la visita de algo o alguien que lo transformará todo de manera dramática en torno a una idea central, la de la ambición personal.
Pero esto no es todo, tras la lectura de estas cuatro tramas de terror, pues no es menos interesante la nota final antes citada, en la que tenemos al King más sencillo y cercano, el que se siente avergonzado cuando, de vez en cuando, alguien le pregunta de dónde ha sacado esta o aquella idea para una historia, y él no sabe qué contestar. «A veces doy la respuesta sincera (“¡Ni idea!”, pero en otras ocasiones me limito a inventarme alguna tontería, complaciendo así a quien me ha preguntado con una explicación semirracional de causa y efecto. Aquí intentaré ser sincero. (¿Qué iba a decir yo, claro?)», acaba confesando. En todo caso, explica qué le motivó la escritura de cada cuento: “El teléfono del señor Harrigan”, una llamada que hizo a un amigo que ya había fallecido y cuya voz quería escuchar por última vez; sobre “La vida de Chuck” no tiene explicación de su origen, solo la visión de un cartel publicitario que decía “¡Gracias, Chuck!” (“creo que escribí el relato para averiguar qué había detrás de
ese cartel publicitario, pero no siquiera estoy seguro”); y de “La rata” tampoco sabe qué decir, lo único que apunta es que a sus ojos es un cuento de hadas malévolo.
Pero sobre todo cabe destacar, desde luego, la novela corta “La sangre manda”, que existió en su cabeza durante al menos diez años hasta que consiguió encontrarle un cauce narrativo adecuado para ella: “Empecé a advertir que algunos corresponsales de informativos de televisión parecían estar siempre presentes en los escenarios de tragedias horrendas: accidentes de avión, matanzas a tiros, atentados terroristas, muertes de celebridades. Esas noticias casi siempre encabezan los informativos locales y nacionales; todo el mundo en el medio conoce el axioma de que la sangre atrae a las audiencias o, por así decirlo, que la sangre manda”.
De ahí, de pequeñas observaciones cotidianas, o de un terreno inconsciente que no sabría él justificar, suelen partir sus fantasías mortíferas: de una realidad tangible que acaba bifurcándose en un horripilante desarrollo. La semilla argumental es real y sencilla, pero entonces el narrador cruza el espejo y encapsula lo diario en algo demente y claustrofóbico. Cómo será el alma, el corazón de este hacedor de terrores. Jamás lo sabremos, pero hay algo orientativo al respecto en su libro Mientras escribo (2000, el único de sus libros de no ficción que se ha traducido al castellano) que redactaba cuando sufrió el accidente. Ahí contó que trabajaba con música de AC/DC de fondo. Extravagante manera de hallar la concentración precisa para urdir tramas oscuras, podría pensarse, pero la creatividad disciplinada crece haya lo que haya alrededor.
La teoría comparada de la literatura es como los cursos de cocina online. Puede habitar un gran saber en quien lo imparte, pero si no está canalizado por un profundo conocimiento de la experiencia y el sentir humano, sirve de poco. Es decir, las comparaciones fértiles y productivas son aquellas que vienen de lo vivencial y no únicamente de la erudición, que es, sin embargo, un punto de partida imprescindible. Bien, pues el escritor José Carlos Rodrigo Breto, además de narrador, poeta, crítico y ensayista es capaz de conjugar armoniosamente ambas facetas. Su magna obra ensayística, Ismaíl Kadaré: La Gran Estratagema, publicada por Subsuelo Ediciones en 2018, es de una amenidad solo comparable con el inmenso bagaje que atesora, dando ya una sensible muestra de lo señalado. Del mismo modo, y sin contar con su amplia obra narrativa, posee una intensa producción crítica sobre literatura comparada. Aborda tal magisterio desde diversos medios, pero uno de los más recomendables, diría que casi imprescindible en estos tiempos, es su cuenta de Instagram, @literatura_instantanea.
La erudición por sí sola, aunque sea pantagruélica, tampoco es capaz de producir literatura como tal, puesto que esta se mueve en el extraño limbo de lo inaprensible, de aquello para lo que no hay una regla escrita, ni un manual, ni siquiera un camino recto, aunque ciertos teóricos se empeñen inútilmente en asirlo o atraparlo en algún tratado. Lo literario habita en ese lugar melancólico e indefinible que está entre el ombligo y la lágrima, por decirlo con la sentencia de un conocido actor español. La fuerza de las letras reside en sobrevolarlo, rozarlo con las yemas de los dedos y contarlo con más o menos furor.
Ficción gramatical es una obra marcada por las apuestas, comenzando por las temáticas. Distopías cercanas y verosímiles jalonan esta historia con tres vertientes principales que se ramifican sinfín. Breto sabe cómo tomar los elementos más inquietantes del presente para convertirlos, quizá en un futuro incierto y no demasiado lejano, en realidad. Es más, dibuja una geografía cruel de lo plausible. Eso es lo que hace que estas historias conecten tan bien con la angustia existencial que todos escondemos arrumbada en un rincón de nuestro interior. Y lo consigue con un alarde de imaginación realista. Un personaje excéntrico señalado por la invención de la necromúsica, un escritor de gran éxito cuyo rostro nunca estará en la solapa de un libro y
un traductor encargado de arrojar luz sobre un manuscrito extrañísimo son los tres pilares argumentales que sustentan este inmenso mapa circular de miserias, reflexiones y dentelladas. Así, ese paisaje desolado donde los hombres son meros títeres sometidos a las fuerzas del destino, estará formado por regímenes autoritarios, cúpulas de cristal que permiten respirar, eco terrorismo, ciudades aeropuerto y hasta el holograma del icónico Big Ben, pues el original se ha perdido en el violento devenir de los tiempos. Se destilan por las ranuras de la historia ficción pasajes familiares, creando imágenes muy identificables para cualquier espectador de los informativos actuales.
El despliegue imaginativo es embriagador, pero no lo es menos el prosístico. El estilo ágil, severo a ratos, sólo puede ser calificado de justo. Julio Llamazares dice que la poesía es la oración de los ateos, pues bien, aquí hay versos cuando toca, pero también la sagrada liturgia de una prosa estilosa, irónica, brillante o musical cuando la trama lo exige. El dominio del estilo, tanto de los narradores como de las fórmulas del lenguaje, es notorio. Cabe analizar en este aspecto la gran variedad de idiosincrasias y caracteres reflejados,
todos con su perfecto estilo y giros verbales. La heterogeneidad de personajes no es modesta, pues va desde un tatuador alcohólico y vigoréxico hasta una campesina albanesa. El autor sabe bien que aquello que somos capaces de expresar, y la manera de hacerlo, nos define más que ninguna otra cosa. Es más, es un argumento planteado reiteradamente en la obra, abundando en sus consecuencias y en un universo creativo propio. Me estoy refiriendo, entre muchos otros conceptos utilizados, a la medievalización. Se trata evidentemente de volver atrás, de regresar a esa época. No obstante, también es un concepto cultural, pues según apunta dicha teoría, un labriego, por ejemplo, solo puede conocer unas trescientas palabras. En concreto las que le sirven para identificar lo que su horizonte abarca.
Política, lenguaje y literatura se entrelazan dando lugar a conceptos felices, duros o implacables, que cabalgan por el terreno de lo semi real e invitan a la sugerencia, pero sobre todo incitan a la reflexión. A partir de ellos, se constata que Breto ha sido capaz de crear un lenguaje específico, una terminología concreta, definida y afortunada, como ya hiciera en sus obras anteriores, que construye con claridad las cuestiones clave que son objeto de su literatura. Por citar otro caso, de la medievalización, el régimen albanés de su Ficción gramatical, pretende pasar a la prehistorización. Ahí es nada.
Todo en esta obra parte, crece y muere en torno a la literatura. Es una novela de novelas, una obra bibliófila por excelencia. Las referencias son inagotables, sin importar que sean ciertas o nazcan de la fértil creatividad de un escritor en estado de plenitud. Jugar aquí al literalismo es una ruleta rusa sin demasiado sentido. Existen libros que se citan, pero también se citan libros que no existen y deberían existir. Hay autores ciertos, otros inventados y un buen número de ellos convertidos en divertidos o ásperos trasuntos de algún gran escritor de la vida real. Acaso no es ese juego de meta ficción una metáfora de la propia creación, de aquello que comentábamos que no se puede alcanzar y donde reside la esencia de la escritura.
No podemos dejar de analizar tampoco otro de los términos acuñados en esta obra. Se trata de «la literatura sin autores» que, en boca de unos editores importantes, cobra una semiótica tremendamente paradigmática. Hay, por tanto, una crítica contundente al mundo editorial, a los sellos que prefieren las ventas a la calidad literaria, a los negros que todos saben quiénes son y nadie lo dice, a las veleidades del sistema que arrincona los libros a los pocos meses de haber nacido con esforzado esmero y a la supeditación del proceso creativo a una serie de necesidades del mercado. Es, se lea en el plano que se lea, un dardo envenenado contra aquellos que juraron defender los libros, pero emponzoñan las páginas cada día.
La música, la objetología más fetichista, los anagramas, las alusiones evidentes y ocultas, la historia falsaria de la literatura… todo, hasta la fascinación por el ocultismo nazi, pero teñido de letras, eso sí, cabe en esta novela infinita que hará las delicias de los enamorados de Calíope, musa de la poesía y la elocuencia. Ningún elemento humano le es ajeno a un autor que ha logrado levantar un castillo de naipes, una suspensión posible de la realidad, sobre un conocimiento excelso y una emoción feroz. Arpad Lantos, Irène Nemirovsky, Hamasaki y Sándor Márai, entre otros tantos escritores sufridos, ciertos o inventados, estarían más que orgullosos de este sin par homenaje a los creadores de historias y, en definitiva, a la gran literatura.
¿Cuándo empezó a escribir?
Empecé a escribir antes de saber leer. Como cuento en mi libro Como un libro cerrado, uno de mis primeros recuerdos es de cuando yo tenía poco más de tres años y mi madre me daba, para que me entretuviera, un lápiz y un trozo de papel. Yo trazaba sobre el papel una serie de líneas onduladas y luego le pedía a mi madre que leyera en voz alta lo que yo había escrito . Me enfadaba muchísimo cuando ella me decía que allí no ponía nada, que eran sólo una serie de rayas sin sentido. ¿Cómo podía ser, si yo había estado escribiendo, igual que hacían los mayores?
También hay varias fotos muy bonitas, en blanco y negro, hechas en casa por mi padre. En ellas aparezco yo, con unos cuatro años, gesticulando mientras leo muy animada un tebeo. Lo que pasa es que por aquel tiempo yo todavía no había ido a la escuela y ni había aprendido a leer, así que por lo visto me inventaba historias basándome en los dibujos de las viñetas.
¿Cuándo y cómo escribe?
Escribo cuando puedo y como puedo, sin un horario fijo ni unas costumbres regulares. Seguramente esos hábitos poco sistemáticos derivan de que siempre he compaginado la escritura creativa con otras actividades también literarias, como la docencia o la investigación, y han sido estas últimas las que han marcado el ritmo de la creación. Es decir, he escrito cuentos y novelas en los huecos de tiempo que me dejaban enseñar e investigar. No me parece mala opción, porque eso me ha obligado a un ritmo pausado y reflexivo, en el cual es tan importante el tiempo que dedico a escribir como el tiempo en que no escribo y dejo reposar las obras a medio hacer, para releer los textos mucho tiempo después, cuando ya me he olvidado de ellos y puedo retomarlos como si no fueran míos.
¿A mano o a máquina? (la escritura, no el lavado).
Escritura en seco. Es decir, con ordenador.
Cuando era jovencita, solía escribir directamente a máquina; pero corregir y rehacer era laborioso, porque había que volver a mecanografiar páginas enteras. Entonces pensaba: Ojalá alguien inventase una máquina que permitiera borrar y añadir texto o cambiar párrafos de sitio sin tener que volver a reescribirlo todo . ¡Y resultó que la inventaron para mí! Por eso, desde que tuve mi primer PC clónico a mediados de los años 80, siempre escribo directamente con el ordenador. Luego imprimo el texto para corregirlo a mano, una y otra vez, porque los textos no son iguales sobre en la pantalla que sobre el papel.
¿Tiene alguna manía o hábito ante el momento de la escritura?
Bueno, bastante trabajo me cuesta escribir y encontrar tiempo y estado de ánimo para ello,como para encima tener manías.Prefiero no obstaculizarme a mí misma con rituales.
¿A quién pediría consejo literario?
Muy fácil: a nadie. Cuando escribo algo, no se me ocurre dárselo a leer a otras personas. En parte por pudor, pero también porque tengo miedo de que las opiniones de los demás me influyan demasiado y me aparten de la idea que yo tengo acerca de qué quiero contar y cómo quiero hacerlo.
6.Si pudiera reencarnase en algún escritor/es, ¿a quién elegiría?
Hay muchos escritores a los que admiro, tanto actuales como de otros tiempos. Pero no querría reencarnarme en ninguno, seguramente porque me gusta llevar una vida tranquila y sosegada y la mayoría de los grandes escritores han tenido vidas bastante atormentadas.
¿Qué recomendaría a los autores noveles?
Que escriban lo que quieran, como quieran y cuando quieran, evitando en lo posible someterse a presiones en cuanto al ritmo de producción o a la búsqueda del éxito editorial. Que no se dejen intimidar por las críticas ni escriban para agradar, sino para expresarse creando. En ese sentido, resulta muy práctico tener una profesión que no sea la de escritor y de la que puedas vivir, porque eso da un enorme margen de libertad.
El pasado viernes 13 de marzo, el día antes de que se decretara el estado de alarma, la editorial Edhasa anunció el fallo de su tercer Premio de Narrativas Históricas.
Dicho premio fue creado para conmemorar el 40 aniversario de la colección NARRATIVAS HISTÓRICAS de Edhasa, la primera en España de novela histórica.
El jurado del III Premio EDHASA NARRATIVAS HISTÓRICAS 2020, compuesto por Santiago Posteguillo, Jacinto Antón, Carlos García Gual, Sergio Vila-Sanjuán, Mari Pau Domínguez, Daniel Fernández, editor de Edhasa y Penélope Acero como secretaria del Jurado, con voz, pero sin voto, otorgaron el galardón a Herminia Luque por su obra La reina del exilio. La novela se centra en la abolición de la ley sálica in articulo mortis y la llegada al trono de Isabel II, unos hechos que precipitaron los acontecimientos del conflictivo siglo XIX en España, lleno de guerras fratricidas, conspiraciones y misterios.
En 1882, Isabel II vive su exilio parisino en el palacio de Castilla, entre nobles y oropeles, pero lejos ya del poder. A esa corte isabelina llegará un atractivo caballero, Julio Uceda, enviado por Sagasta con documentos comprometedores para la reina; y también Teresa, una joven criada y educada en las Niñas de Leganés, un colegio de huérfanas de Madrid, cuya visión del mundo dista mucho de la vida en palacio, demasiado alejada de los desfavorecidos.
Entre ellos surgirá una pasión amorosa que deberá navegar entre conjuras políticas y el ambiente sofocante y corrupto de una monarquía en decadencia, donde nada es lo que parece, pero que, a la vez, todo es tan hipócrita y corrompido como se muestra.
Con una mirada insólita e ingeniosa, y gracias a unas voces y personajes femeninos especialmente logrados en esta novela histórica y a una estructura narrativa original y compleja, la autora nos brinda una intriga palaciega; una aproximación a la figura histórica de Isabel II, a la par que una magnífica recreación, precisa e irónica, del siglo XIX, que incluye una mirada crítica a los tan contrapuestos contextos de la sociedad de la época.
Herminia Luque (Granada, 1964) es escritora y profesora de Geografía e Historia y actualmente reside en Rincón de la Victoria, Málaga.
Ha participado en antologías de relatos de México (Relato español actual, Fondo de Cultura Económica, 2002) y de Dinamarca (Espacios, Arhus, Systime, 2003), así como en otras varias. Tiene publicadas también diversas novelas, como Bitácora de Poseidón (2010), El códice purpúreo (2011) y Al sur de la nada, un libro compuesto por tres novelas cortas (Benalmádena, 2013). Sin embargo, en su producción literaria destaca la obra Amar tanta belleza, ganadora del Premio Málaga de Novela 2015, que publicó la Fundación Lara.
Tiene en su haber varios premios literarios, como el XV Premio de Ensayo de la Diputación de Almería (2014) por Siempre guapa. El imperativo estético en la sociedad contemporánea; el Premio Carmen de Burgos de la AEHM de la Universidad de Málaga por el artículo «¿Qué es feminización? Responde la convecina de Kant», o el II Premio de Novela Corta Ramiro Pinilla por Las traidoras, entre otros.