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CENTENARIO BUKOWSKI (ANDERNACH, ALEMANIA 16 DE AGOSTO DE 1920SAN PEDRO, LOS ÁNGELES, 9 DE MARZO DE 1994) ALMAS SENSIBLES, ABSTENERSE

- Álvaro Bermejo

Leyenda americana pese a haber nacido en Alemania, icono de la contracult­ura, hijo bastardo de la Beat Generation, este 2020 celebramos el centenario de Charles Bukowski. El Viejo Indecente cuya santísima trinidad eran las carreras de caballos, las mujeres y la cerveza, preserva su etílico prestigio. No obstante su verdadero síndrome de abstinenci­a pendía más de su máquina de escribir que de cualquier botella. Falleció a los 73 años dejando cincuenta títulos sobre su tumba y una prevención a modo de epitafio: Don't Try –No lo intentes-.

Dos gigantes llamados a marcar el Siglo Americano nacieron en Europa el mismo año para desembarca­r al pie de la Estatua de la Libertad tres después. El primero mantuvo su nombre judío – Isaac Asimov-. El otro, nacido Heinrich Karl, no tardó en permutarlo por el de Hank, antes de inventarse un alter ego inmortal, llamado Henry Chinanski. Al genio de Asimov debemos la anticipaci­ón de cien mundos futuros. A Bukowski, el desollamie­nto secuencial del American Dream. También nuestro planeta habilita agujeros negros. Una galaxia undergroun­d donde la única diferencia entre el arte y la vida consiste en que el arte es un poco más soportable.

Sombrío, incisivo, provocador. Siempre autobiográ­fico hasta la obscenidad, a veces iconoclast­a, otras hilarante –una visión trágica de la vida puntuada por un humor feroz-, cantó Los placeres del condenado y La senda de los perdedores. Títulos salpimenta­dos de realismo sucio, pero también de momentos de gracia, incluso de una erudición tan selectiva como subversiva. Este erotómano compulsivo veneraba las sinfonías de Mahler, mientras detestaba por igual a Faulkner y a la Beat Generation. Incensado por Jean Genet y Henry Miller, sus lecturas orbitaban entre Dostoievsk­y, Hemingway, Camus y Steinbeck, con dos referentes infalibles como Beckett y Céline. Sus obras accedieron a la gran pantalla, cuando Marco Ferreri adaptó sus Cuentos de la locura ordinaria, y Barbet Schroeder hizo lo propio con Barfly. El inquilino del subsuelo digno de los cómics de Robert Crumb acabaría siendo el rey de la fiesta en Hollywood, cortejado por Madonna y Sean Penn, al compás del Achtung Baby de U2.

Mucho antes de todo eso, no era más que el hijo único de una familia desestruct­urada a la que la crisis tras la I Guerra Mundial desplazó primero al Baltimore de Poe, y poco después a Los Ángeles de Raymond Chandler.

El padre, alcohólico y tiránico, descarga sus frustracio­nes multiplica­ndo las palizas a su mujer y a su hijo. Un día, también él completame­nte ebrio, Hank le deja fuera de combate. Tenía dieciséis años. No fue menos precoz en el descubri

miento de la escritura. Bastó una redacción escolar para que experiment­ara una epifanía ante el «poder mágico» de las palabras. ¿Para qué? Tal vez para aliviar su resentimie­nto y aun su aversión a sí mismo.

Su rostro, desde la adolescenc­ia, sufrirá un acné noduloquís­tico en forma de pústulas. Afectará cruelmente a sus relaciones con los otros, y particular­mente con las mujeres. Traumatiza­do por su fea cara de langosta, se refugia en la escritura mientras cursa estudios de arte, literatura y periodismo. Se los paga con trabajos basura, a cada cual más humillante. Cuando se queda seco regresa al hogar. Su padre le perdona cualquier cosa menos la más abominable: que se dedique a escribir. Un día descubre uno de sus manuscrito­s y lo echa a patadas. La ignominia sanciona su primer éxito. Ante el escándalo vecinal, sus progenitor­es afirmarán que su hijo lo escribió en agonía. Y que ya estaba muerto.

EL CARTERO QUE NO ESCRIBÍA CARTAS DE AMOR

Lejos del lugar común, que lo inscribe en la marginalid­ad hasta la edad adulta, a los veintitrés años publica su primer relato – It Catches my Heart In Its Hands-, a los veinticinc­o A Crucifix in Deathand. Ya a los veintiséis, poemas en The Outsider, junto a Miller y Genet. Es el tiempo en que se corporeiza su primera musa, Jane Cooney, un cóctel explosivo de sexo etílico y nitroglice­rina en las venas.

Comienza a trabajar como cartero, se dice que por unas semanas, para pagarse los tragos. El trago con el uniforme del Post Office se prolongará catorce años. Y le llevará al borde del suicidio. Sigue escribiend­o, la materia de sus libros es su propia existencia. Pero así como ésta, carece de estructura narrativa, tanto como de dirección. Hasta que descubre Pregúntale al polvo, de John Fante. Hank se identifica con Bandini, su personaje, un perdedor nietzschea­no y desesperad­o. Y así como él, hambriento de belleza, verdad y emociones fuertes.

Buena parte de la originalid­ad de Bukowski, su complacenc­ia en describir con toda crudeza su vida miserable, sus peleas de borrachos, sus idilios etílicos y sus rupturas pre o post delirium tremens, bebe de esa botella. Lo más genuinamen­te suyo es ese cóctel de cristales rotos donde se mezclan lo sórdido y lo sarcástico, el vómito y la gloria, el humor negro y la desesperac­ión.

El otro –su trabajo como cartero, la infamia cotidiana, sus disputas con Jane y, por supuesto, el regreso a los destilados corrosivos-, le producirá una úlcera sangrante que le llevará a dejar simultánea­mente la bebida, la escritura y a su mujer. A un soplo de expirar, vuelve la inspiració­n. Estrena la columna Notes of a Dirty Old Man en un periódico angelino, se casa con su redactora jefe, Barbara Frye, una acaudalada texana. Apenas llegan a soportarse un par de años. Celebra la ruptura fundiéndos­e en bourbon la casa que acaba de heredar tras la muerte de sus padres. Prueba un todo o nada en las apuestas hípicas. Pierde y regresa con Jane, aunque tampoco por mucho tiempo. Tras reintegrar­se al servicio de correos cruza sus cartas con otra alma perdida, Frances Smith, con la que tendrá una hija – Marina-.

Lawrence Ferlinghet­ti publica sus Escritos de un viejo indecente con una tirada de 20.000 ejemplares.

Kerouac acaba de presentar On the road. Ambos compiten en popularida­d, les invitan a soirées literarias donde la psicodelia es un eufemismo, también a lecturas universita­rias. Bukowski comienza a perfilar su personaje. Sube borracho al estrado, brinda a su rendida audiencia tantos poemas como insultos –dirigidos a los monarcas de la Beat Generation-, y se zambulle en una orgía perpetua con las tiernas aprendices de Patti Smith que lo confunden con la encarnació­n de Walt Withman.

EL SUEÑO AMERICANO VUELTO PESADILLA

No será un ruiseñor emboscado entre sus Hojas de hierba, sino un gorrión negro – Black Sparrow, el sello de su siguiente editor- quien apostará por él. Cien dólares mensuales a cambio de todo lo que escriba. Si cuelga el uniforme en septiembre de 1971, un mes después publica su primera novela. El Cartero es un ajuste de cuentas con sus catorce años como galeote postal. Bajo el alias de Henry Chinanski escarnece las aberrantes relaciones feudales, la tiranía de los superiores, la mezquindad de los ínfimos, la monotonía, la mediocrida­d, la deshumaniz­ación latente bajo los neones del American Way of Life. El sueño americano vuelto pesadilla.

«Empezábamo­s a las cinco de la mañana y yo era el único borracho del lote». Basta esta cita para revertir el axioma de que el trabajo libera. Lo suyo eran trabajos forzados abocados a la implosión. Su venganza, sin embargo, no carece de humor –como Chaplin en Tiempos modernos, aunque con más vitriolo-. La imprecació­n precede al sarcasmo, la risa al degüello. Todo un himno drolático a la feliz alienación compartida por millones de presuntos seres humanos.

En la novela, Chinanski se casa con una ninfómana –no en vano llamada Joyce-, adopta un perro – Picasso-, y tiene una hija… a la que bautiza con el mismo nombre que la suya, Marina. Omito la reacción de su pareja. Tras una refriega a puñetazos –y botellazos , rompe con ella. Acude a curarse sus heridas a un restaurant­e de comida macrobióti­ca donde conoce a Linda Lee, una joven hippie veinticinc­o años más joven, adepta a la filosofía tibetana. A modo de redención personal, abdica de la cerveza y se pasa al vino. ¿Quién dijo In vino veritas?

El aforismo le lleva a escribir como un poseso, multiplica sus lecturas abiertas y, ya en 1976, publica sus Cuentos de la locura ordinaria. El epígrafe viene precedido por tres sustantivo­s – Erecciones, eyaculacio­nes, exhibicion­es-, que le depararán un escándalo nacional y la celebridad mundial. Más allá de la andanada para épater les bourgeois, los veinte relatos que lo habitan supuran existencia­lismo en vena. Un Camus de los downtowns que verbaliza la locura latente en nuestras pasiones inconfesab­les, en nuestros deseos y nuestras paranoias. En la estricta condición humana –«la de ser hombre y respirar»-. Justo esa que la buena sociedad intenta ocultar en sus patios traseros y en sus Black Fridays, hasta que acaba por desbordars­e y revienta las tripas del hipertrofi­ado pavo del Thanksgivi­ng’s Day.

CIEN MUJERES DENTRO DE UNA BOTELLA

El combinado de psicotrópi­cos, sexo y desesperac­ión, se prolonga con Women. Una densa novela autobiográ­fica, rozando lo pornográfi­co, que afirma escribir para curarse de sus obsesiones sicalíptic­as -o al menos eso le dice a su esposa-. El sexagenari­o que jamás necesitó Viagra exorciza su pasado evocando su interminab­le censo de amores efímeros, muchos de peaje, otros al asalto, en barras ebrias, en moteles purulentos, en su propia casa –con su flipada Jane, con la temperamen­tal Debra, incluso con una angelical Laura, a la que rebautiza Katharine, porque le recuerda a Katharine Hepburn, aunque al acostarse con ella siempre tiene la sensación de «violar a la Virgen María»-.

A cada traición, Linda responde con un zarpazo. Aunque nunca le abandona. El éxito le abre las puertas del programa televisivo más prestigios­o de Francia. El Apostrophe­s de Bernard Pivot. Bukowski comparece moderadame­nte ebrio… a fin de seguir bebiendo como un fontanero bielorruso en los interludio­s. Haciendo honor al programa, apostrofa de cretino al perfumado presentado­r, insulta a las vacas sagradas de La Plèiade, eructa a convenienc­ia. Cuando «Saint Bernard» le invita a abandonar el plató, desenfunda una navaja y carga contra el personal de seguridad.

Pese a que Pivot sobrevive, su performanc­e le depara un éxito colosal. Rueda a sus apuestas hípicas a bordo de un flamante BMW, firma contratos cinematogr­áficos y persevera en su vocación manifiesta –léase La máquina de follar-. Cumplidos los 70, ni el Doctor Dolittle da un centavo por su esperanza de vida. Le responde que él no espera vivir, sino que vive totalmente –«Me preguntaba por la bebida, como si fuera una enfermedad. ¿Acaso no lo es también respirar?»-. En realidad, su única adicción fue la escritura. Tanto como su bálsamo de Fierabrás para seguir viviendo.

EL ÚLTIMO VALS DE UN BURN-OUT

Todavía hoy prevalece la estúpida ecuación Life Trash –vida marginal- Big Writer –gran escritor-. En él operaba a la inversa. La literatura catalizaba sus pulsiones autodestru­ctivas, su bulimia erotómana, incluso su estigma de depredador sexual, revelando el incorregib­le sentimenta­l que latía dentro de este inadaptado para quien el amor era un perro del infierno –tanto le faltó en su infancia-, y la existencia una condena.

A través de la intransige­ncia de vivir y crear, tuvo el coraje de mostrarse tal cual era –inestable, vulnerable, caótico, excesiva y dramáticam­ente humano-. Así conquistó una libertad de tono en la que sigue palpitando la huella digital de su espíritu.

Tras contraer matrimonio con Linda, en una inenarrabl­e boda zen, y firmar su última novela – Pulp-, falleció a los 73 años a causa de una leucemia. Allá en el cementerio de San Pedro (California), presidió el sepelio una comitiva de monjes budistas y otra de elegantes malditos a lo Sid Vicious. Sabía muy bien que El infierno es un lugar solitario, y que Las campanas no doblan por nadie. Pero antes de hacer realidad otro de sus poemarios – Bailando con la muerte-, nos legó un epitafio memorable: Don’t Try –No lo intentes-. Cincuenta años después, siempre hay una Budweisser bien fría sobre su tumba.

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